Cine y psicoanálisis

AMORES PERROS,
o hasta en las mejores familias

Julio Ortega Bobadilla
julius@cartapsi.org

(México, 2000; duración: 153 minutos. Color).

Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes.

Un accidente automovilístico en una colonia del Distrito Federal crea la coincidencia oportu-na para que la vida de tres desconocidos se entrelace y para que, en el nervioso estilo narrativo de un director de comerciales kitsch, como González Iñárritu, se cuenten los dramas y miserias de los "amores perros" que han marcado las vidas de un lumpemproletario de nombre Octavio (Gael García), un ex convicto apodado "El Chivo" (Emilio Echavarría), desecho de sus ideales de juventud militante marxista, y una modelo en el punto más alto de su carrera (Goya Toledo), relacionada con un director de revista de chismes artísticos que deja a su familia por el cuerpo que pregona un perfume.

La estructura del filme recuerda ligeramente la labor del nunca suficientemente ponderado y genial Robert Altman (Nashville, 1975, y Short Cuts, 1993), que un par de veces ha experimentado con el seguimiento de personajes que casualmente se cruzan caminos en el escenario de la vida, aunque en el caso del director americano ha llevado su propuesta tan lejos como pueda concebir la imaginación más febril, al seguir hasta veinte o más protagonistas en cada film, formando una telaraña que sorprende al espectador y que, a diferencia del trabajo de González Iñárritu, no arrastra jamás connotaciones morales de ninguna especie.

Las tres historias son disparejas en su ejecución y se nota una cierta torpeza narrativa, especialmente en la historia del fallido romance entre Valeria (cuya etimología engaña: el personaje debió llevar más bien el nombre de Vannessa) y el ejecutivo Daniel (Alvaro Guerrero), que deriva peligrosamente hacia el género de la telenovela, produciendo una propuesta de castigo a pecadores de la carne, aún más conservadora de lo que habitualmente se acostumbra hoy en los teleculebrones. El estilo visual es aquí particularmente conservador y no a tono con los personajes que supuestamente viven en el filo del glamour. Tampoco ayuda a esta historia el estirado desempeño de los actores, que jamás olvidan aún en los momentos más dramáticos que están ante la cámara.

La primera de las historias recorre el submundo de las apuestas ilegales en las peleas de perros, y quien mejor se desempeña es sin duda el perro Cofi, que habla de un entrenamiento extraordinario no forjado en las escuelas de fatuo talento actoral de Televisa. Octavio desea a su cuñada Susana (Vanessa Bauche) con una pasión enfermiza que le lleva a pretender la bíblica conducta de Caín para desembocar en la tragedia de perder a su compadre, a su mascota y enfrentar finalmente el abandono de su amada, quien se embolsará el dinero con el que su cuñado ha pretendido comprarla, prefiriendo velar por la permanencia del nombre de su difunto y violento esposo muerto en un asalto bancario.

La tercera historia es mucho más interesante y protegida por el magnífico desempeño artístico de Emilio Echavarría ("El Chivo"), de quien esperamos saber más en adelante, pues su soberbio personaje sobresale verosímilmente dentro de toda la película. Debemos reconocer, por otra parte, que al director no le habrá sido fácil hacer una película con un solo actor y tantas comparsas.

Ganadora del Premio de la Crítica de Cannes otorgado por la prensa, la película plantea una serie de problemas interesantes sobre el presente y futuro del cine nacional. El autor de esta crítica se pregunta: ¿qué es lo que ha premiado la prensa en el laureado festival? Sospecha que la mirada que ha decretado la obtención del preciado galardón haya sido la misma de los voyeristas aficionados a programas producidos por National Geographic. Estos antropólogos aficionados disfrutarían quizá del mismo modo los Talk shows latinos al estilo de Cristina, Cosas de la vida y Hasta en las mejores familias, programas televisivos donde la única protagonista es la miseria humana y donde llaman a sus víctimas a declarar ante el público, en un afán catártico prefreudiano, sus pecados y desgracias, borrando el diván psicoanalítico y la intimidad que éste supone en beneficio del grito estentóreo y el morbo que se asocia al enorme rating de estos lamentables espectáculos. No es difícil imaginar a Octavio, su mamacita y su cuñada en un panel televisivo titulado: "Yo sí deseo a mi cuñada", gritándose injurias ante Carmelita Salinas, mientras el jurado deforme -reclutado por algún descendiente de Tod Browning- señala que: "...no es justo que atormenten así, a los perros que no tienen ninguna culpa".

Ya en 1950, Buñuel obtuvo la Palma de Oro en Cannes con la exhibición de una película, Los Olvidados, que había pasado en la cartelera nacional sin pena ni gloria, pero que descubrió al mundo al director hispano-mexicano. En este film, la desdicha y el infortunio de los más necesitados golpeaba al espectador, demostrando, a contrapelo de las tesis de la "época de oro del cine nacional", que los pobres no son siempre alegres y sinceros, y que la tragedia está a la orden del día entre los miserables. La obra se encontraba salpicada de imágenes surrealistas que maravillaron al mundo y que ponían al descubierto la imaginación sin límites del director.

La fórmula de González Iñárritu parecería ser nuevamente la de mostrar el desamparo y desesperación de los pobres en un contexto de ambigüedad moral. Ha puesto desgraciadamente en el lugar de nacos a fragantes actores de telenovelas, en un film que huele desde el comienzo a un proyecto publicitario fríamente calculado para vender no sólo las imágenes sino la música preestablecida de Control Machete, Julieta Venegas, El Gran Silencio, Illya Kuryaki y Zurdoc asociada a las situaciones y personajes. Es curioso ver cómo el autor del filme muestra a la televisión para la que ha desempeñado gran parte de su trabajo como una caja idiota destinada a estimular la estupidez y, en el colmo de su arrogancia, llega al suicidio intelectual de mostrar su propio trabajo en un video de identificación de canal amplificado para el espectador de cine. El episodio del ejecutivo y su querida sobra, como no sea para demostrar que Los ricos también lloran. Más de uno hubiera deseado la inclusión de una escena en la que las ratas se comieran a los dos, en un castigo divino derivado de sus pésimas actuaciones.

La película es un film sobre nacos para estimular el morbo de la gente decente y desarrollar las alabanzas de los críticos a sueldo de la televisión. Sigue en su trayectoria la exploración de los mundos heterogéneos de los que se conforma la urbe de pesadilla llamada Ciudad de México, con sus más de veinte millones de almas prendidas de una viscosa atmósfera, y que algunos cineastas ya no tan jóvenes tomaron como objeto temático en los años setenta. Lo hace en un estilo aromático que el cine español explotó con éxito cuando estaba al borde de una crisis profunda y de su virtual desaparición. Almodóvar, Vigas Luna y otros descubrieron que bajar a la marginalidad y sacar las perversiones e inmundicias de la ciudad vende al espectador medio, a un precio módico, una excursión por un mundo curioso y apasionante que no se atrevería a explorar personalmente. El director, conocedor del mercado publicitario, ha calculado sin duda con maestría la rentabilidad de su producto. La contracultura ha sufrido finalmente el proceso de asimilación inevitable que la sociedad capitalista tardía impone a todo lo que en ella nace y toca, y ahora es un modo a imitar por los jóvenes yuppies y clasemedieros que pueden pagar la entrada a Cinemark.

No preocupa la película en sí, sino los efectos que pueda tener su premiación en la dirección del futuro cine independiente e industrial. No se trata de un cine de ideas sino de imágenes provocativas en el que la forma está siempre sobre la esencia. Por momentos se tiene la sensación de que se trata de un inmenso e interminable videoclip, y de seguro en MTV veremos después algunas imágenes.

Desearíamos que en el futuro los jóvenes realizadores y guionistas estuviesen menos atentos a los resultados de taquilla y la atención del público para mirar más sobre la interioridad en la construcción de los personajes, y que hicieran un cine que se atreva no sólo a mostrar que el motor de la historia es el azar como lo quisieran algunos posmodernos, sino que, como el cine brasileño de los setenta y ochenta, denuncie en forma menos gozosa y más poética la violencia y miseria humanas.


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