Cine y psicoanálisis

El cubo, un drama foucaultiano

Julio Ortega Bobadilla
julius@cartapsi.org

- ¿Pero, cuánta gente hay encerrada en este lugar?
- Big brother is not watching you.
(Cube. Canadá 1997. Duración: 90 minutos).

Las películas de ciencia-ficción constituyen uno de los géneros más interesantes del cine. Desde Metrópolis (1926) de Fritz Lang hasta el Terminator (1984) de James Cameron nos asomamos al futuro con curiosidad y debidamente protegidos por el muro de la pantalla de proyección. Así, las visiones apocalípticas al estilo de la serie Mad Max (1979) o los filmes-catástrofe nos proporcionan el extraño solaz de emocionarnos y reírnos del infierno que nos espera. Volvemos a casa tranquilos, sabiendo que el presente nos pertenece por completo y de que la página del mañana es tan sólo, una borrosa imagen indefinida que podemos enfrentar día a día con optimismo.

Aún las visiones más reflexivas, me atrevería a decir, ejercicios filosofo-cinematográficos como Solaris (1972) del genial Tarkowski o Brazil (1985) del perspicaz Terry Gilliam, son pesadillas que uno bien puede eliminar saliendo del cine o con un sorbo al refresco de cola y un puñado de palomitas. Los amantes del género son siempre tolerantes a las concesiones dramáticas y gozan hoy como ayer de premisas locas como las dadas en The day the earth stood still (Robert Wise 1951) o aceptan sin más que el capitán Kirk pueda, a pesar de su panza prominente, usar los incómodos trajes de mallas ceñidas al cuerpo que parecen aguardarnos como moda y tormento en el futuro.

Recordamos entre las películas más memorables del género: 2001 A space Odissey (1968) y Clockwork Orange (1971) del fallecido Kubrick, la imaginativa Fifth Element (1997) de Luc Besson y un par de la serie Alien pertenecientes a las lúcidas concepciones de los perfeccionistas del cine: Ridley Scott y J. P. Jeunet.
El Episod One (1999) de Lucas en un franco abuso del espectador, llega al extremo de vender la ilustración de una historia previamente anunciada, desligada de cualquier intención artística (las escenas de la carrera parecen haber sido elaboradas sólo para vender el juego de Nintendo), volviendo una caricatura animada por la realidad virtual, a personajes cuya semejanza con Tribilín y Donald les podría dar legítimamente el apellido Disney.
Actualmente se exhibe – quién sabe por cuánto tiempo -, la película CUBE (El cubo) que ha dado ya la vuelta al mundo y que de manera silenciosa ha ido recabando y superando por mucho, el modesto presupuesto con el que fue hecha. El mismo director Vincenzo Natali se ha sorprendido de la reacción del público y en una reciente entrevista demuestra una mezcla de júbilo y asombro ante el éxito de su obra.

La película ganadora del premio a la “Mejor opera prima canadiense” en el Festival Internacional de Toronto de 1997, propone una situación disparatada y angustiosa que se inicia con el despertar de Julian Richins (Alderson), dentro de un cubo que en sus seis caras sostiene un sistema de compuertas que conectan con cubos similares. El hombre, en busca de la salida, atraviesa hacia uno de ellos y resulta literalmente rebanado como una legumbre, en una imagen siniestra y visualmente magnífica, que impactará de manera perdurable al espectador. Poco a poco, los personajes van despertando como auténticos muñecos salidos del Cascanueces, hasta unirse en uno de los cubos, dónde intentarán entender la absurda situación que les aqueja. Los presos van conociéndose unos a otros y entrando en relación con sus semejantes, en una situación que nos recuerda un poco al Ángel Exterminador (1962) del mejor cineasta que ha dado nuestro país: Luis Buñuel.

Así, nos enteramos de los oficios y máscaras de la gente ahí reunida. Un policía negro (Maurice Dean-Wint) accederá al liderazgo de un grupo heterogéneo compuesto por una doctora solterona, liberal y un poco paranoica de apellido Holloway (Nicky Guadagni), un ladrón especialista en escapes de prisión de apellido Rennes (Wayne Robson), conocido como El pájaro de Alcatraz y fugado de más de seis lugares inexpugnables (quien dice a sus compañeros la memorable frase: “Tienen que salvarse de Uds. mismos, sólo ver hacia adelante y un solo paso”). El grupo se completa con una joven y brillante estudiante de bachillerato asustada de despertar dentro de un sueño de angustia (Nicole deBoer) y un oficinista con el nombre Worth grabado en su mono de encierro (David Hewlet) que tratará de permanecer en la gris cubierta de su trabajo burocrático, encubriendo el secreto de haber participado en el diseño exterior del Cubo y saber que el feroz experimento se ha llevado a cabo desde hace meses.

En su paso por diversos cubos y tratando de reconocer si hay o no trampas en ellos, pierden casi enseguida al escapista, en un horrible acontecimiento que los confronta con el hecho, de que la teoría de la evolución de las especies darwiniana no se aplica linealmente en este caso.
Más tarde, van encontrando, que quizás, su presencia no sea tan azarosa y que cada uno de ellos tiene una habilidad que los califica como eventuales descubridores del enigma que les ayudará a encontrar la salida. Así, la estudiante Leaven posee habilidades matemáticas y una capacidad de razonamiento penetrante que le lleva a deducir el orden de las habitaciones con base a los números que se encuentran en los pasajes de comunicación y que hablan en un gesto graciosamente pitagórico, de las capacidades ofensivas de los cuartos. Es ella misma, quien llega a la conclusión de que habitaciones con números pares son asiento de trampas mortales y que estos mismos números actúan como coordenadas cartesianas dando la ubicación de cada cubo dentro de la estructura total, así como la distancia de cada cuarto respecto de la salida.

El problema no es tan simple, como en el ingenioso rompecabezas que el diseñador húngaro Ernö Rubik inventó en 1974 (juguete hecho para probar la imaginación tridimensional de sus estudiantes), los colores tienen su importancia. Otra complicación más, el movimiento de los cubos es continuo, como agitado por las gigantescas manos de un caprichoso Dios como Zeus que puede jugar con la vida de sus criaturas a placer sin que ningún freno o ley se le impongan.
Los atribulados protagonistas, cual ratas en una caja de Skinner, sufren hasta lo indecible en su extraño viaje a través del dispositivo. En un momento dado, se les une un chico autista llamado Kazan (Andrew Miller) que rompe, al parecer, con la armonía y también con la teoría de que hay una necesidad congruente a la presencia de esos sujetos dentro de esa, casi diríamos: alucinación. El encuentro con este último habitante del laberinto, enfrenta a los demás con una serie de difíciles problemas éticos pues su conducta inestable, pone en peligro a los demás, que llegan a considerar dejarle en el camino. Su lugar como ser humano ha de ser reivindicado frente a las ideas eugenésicas del policía (Quentin) quien se va revelando a través del drama como un atormentado perverso sexual, golpeador de mujeres, abandonado por su familia. Holloway ha de convencer a los otros de la pertinencia de su derecho a existir y de que abandonarlo les colocaría en una situación tan éticamente cuestionable como la del (los) constructores del Cubo. La figura de Kazan, introduce también, el desconcierto a la inteligencia de la situación. Su simple existir - en un tan atrevido como sorprendente, planteo del guionista y director Natali -, critica el concepto de causalidad en una argumentación profunda que parecería salida de la pluma de David Hume quien, a pesar de sus continuas depresiones, afirmó con agudeza, que el habitus sintético es una mera proyección de la mente del hombre.

Los conflictos humanos se multiplican en ese encierro y llevan a los protagonistas a relacionarse más allá de la tarea de salir del laberinto que, como un McGuffin colosal, impone a ellos una dinámica digna del teatro del absurdo. Sus sueños y obsesiones, manías y locuras se van revelando de manera descarnada al punto de enfrentarlos y crear el conflicto entre los personajes. El oficinista Worth se descubre a sus compañeros como quien más sabe sobre el dispositivo y revela el absurdo de la lata que habitan ante la incredulidad de sus compañeros. Se trata de un proyecto en el que diferentes especialistas han participado sin saber el propósito final o la procedencia del mando que les ha unido, quizá una oscura dependencia del gobierno, una compañía anónima o un simple maniático como los que pueblan las películas de James Bond... no importa. Tampoco incumbe a los diseñadores el por qué o para qué del producto final: su propósito de venganza o crueldad sin sentido. Simplemente está ahí y por tanto debe usarse sin interesar si tiene o no, alguna función social o científica.

En el proceso de puesta a cielo abierto de la miseria de los participantes del juego, nos enteramos también de que Worth - paradójicamente su nombre lo nombra: valioso -, no es más que una sórdida marioneta dedicada a trabajar, ver pornografía y masturbarse. Parece de pronto ante el espectador el peor de todos los condenados y el único que en justicia debiera sufrir el diabólico Gulag.
Más, poco sabemos de la naturaleza humana ante las circunstancias del destino, que puede transformar a los héroes en villanos y a los corderos en verdugos. En una escena particularmente dramática, el policía suelta al vacío a Holloway, cobrándose despiadadamente la humillación de enfrentar su perversidad ante el grupo y eliminando - en un pasaje al acto mortal -, su actitud intelectual, feminista y crítica a la intimidación que ha tratado de imponer el policía con base a su oficio y su simple fuerza.

Las escenas siguientes nos muestran a un Quentin violento y delirante que secuestra a la joven con intenciones aviesas que se ven interrumpidas oportunamente por la llegada de los compañeros supervivientes. Su liderazgo se ha convertido en una dictadura que se impone por la superioridad física del salvaje. Los ideales de justicia ruedan por la cuadrada superficie. Un cancerbero, una bestia perversa, subyace al orden y el terror es el asiento sobre el cual se yerguen las ideas de libertad, igualdad y fraternidad tan caras a nuestra Modernidad. Los perturbados inquilinos siguen adelante hasta que Worth encuentra la manera de deshacerse de Quentin quedando en condiciones de héroe quien menos uno esperaría.

La salida está ahí adelante para aquel que pueda subsistir a la perversidad del hombre, lobo del hombre. Para el sujeto que sobreviva al capricho del azar o ¿por qué no?: la lógica que este dispositivo – entresacado del capítulo no escrito, pero no imposible de imaginar del libro del filósofo Michael Foucault: Vigilar y castigar -, así disponga. Como un detalle que complica pero sublima la película, queda por fortuna abierta al espectador la inteligencia y razón de la naturaleza del aparato y su mecánica. Allá cada cual, con la explicación final de esa pesadilla, que como tantos otros dispositivos a los que nos vemos sometidos en la cotidianeidad, pueblan nuestro hábitat ejerciendo presiones sutiles y enérgicas sobre aquello que llamamos voluntad. ¿Puede verse la película como una metáfora del diseño de la sociedad que nos ha tocado vivir?. La respuesta está en el espectador.
La película de Natali es una angustiante y decorosa sorpresa en el panorama del cine de ciencia-ficción contemporáneo. Cuando ya creíamos agotado el género y pensábamos que los efectos especiales se habían convertido en los principales protagonistas de la pantalla, llega al espectador un profundo drama psicológico con una serie de cuestionamientos sociales surgidos de la perspectiva filosófica posmoderna. No dudamos de comparar esta modesta producción, con la propuesta de cine terrorífico directo y sencillo como el que dio a conocer a Romero (Night of the living death 1968) y que tanto influyó en la creación del género Gore. Quizá estemos en el nacimiento de un ansiado cine de ciencia-ficción que no necesite tanto del aparato de la realidad virtual para convencernos de su efectividad y que pueda sostenerse, a un mismo tiempo, como un cine de ideas, sin caer en intelectualismos vanos que puedan alejar al espectador medio del cubo de Cinépolis.


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