Crisis Mundial

De guerra y muerte. Temas de actualidad. (1915)
«Zeitgemässes über Krieg und Tod»

Sigmund Freud

Nota introductoria

La desilusión provocada por la guerra

Envueltos en el torbellino de este tiempo de guerra, condenados a una información unilateral, sin la suficiente distancia respecto de las grandes trasformaciones que ya se han consumado o empiezan a consumarse y sin vislumbrar el futuro que va plasmándose, caemos en desorientación sobre el significado de las impresiones que nos asedian y sobre el valor de los juicios que formamos. Creemos poder decir que nunca antes un acontecimiento había destruido tanto del costoso patrimonio de la humanidad, ni había arrojado en la confusión a tantas de las más claras inteligencias, ni echado tan por tierra los valores superiores. Hasta la ciencia ha perdido su imparcialidad exenta de pasiones. Sus servidores, enconados hasta sus últimas fibras, buscan arrancarle armas para contribuir a la derrota del enemigo. El antropólogo tiene que declarar inferior y degenerado al oponente, y el psiquiatra, proclamar el diagnóstico de su enfermedad mental o anímica. Pero es probable que resintamos con. desmedida fuerza la maldad de esta época, y no tenemos derecho a compararla con la de otras épocas que no hemos vivenciado.

El individuo que no se ha convertido en combatiente -y por tanto en una partícula de la gigantesca maquinaria de guerra- se siente confundido en su orientación e inhibido en su productividad. Creo que dará la bienvenida a cualquier pequeño consejo que le facilite reencontrarse al menos en su propio interior. Entre los factores que han sido los causantes de la miseria anímica de quienes se quedaron en casa, y cuyo control les plantea unas tareas tan difíciles, dos querría destacar y tratar aquí: la desilusión que esta guerra ha provocado y el cambio que nos ha impuesto -como lo hacen todas las guerras- en nuestra actitud hacia la muerte.

Cuando hablo de desilusión, todo el mundo comprende enseguida lo que quiero significar. No hace falta ser un visionario compasivo; es posible reconocer la objetiva necesidad biológica y psicológica del sufrimiento en la economía de la vida humana y, no obstante eso, condenar las guerras en cuanto a sus medios y a sus objetivos, y anhelar su terminación. Por cierto, se ha dicho que las guerras no podrán cesar mientras los pueblos vivan en condiciones de existencia tan diversas, mientras difiera tanto el valor que cada uno de ellos atribuye a la vida del individuo y mientras los odios que los dividen sigan siendo unas fuerzas con tanto imperio en lo anímico. También se esperaba que la humanidad seguiría recurriendo durante largo tiempo a guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas separadas por el color de la piel, y que aun en Europa las habría entre las naciones poco desarrolladas o caídas en el salvajismo, o en contra de ellas. Pero se osaba esperar algo más. De las grandes naciones de raza blanca, dominadoras del mundo y en las que ha recaído la conducción del género humano; de esas naciones a las que se sabía empeñadas en el cuidado de intereses que se extendían por el universo entero, creadoras de los progresos técnicos en el sojuzgamiento de la naturaleza así como de los valores de cultura, artísticos y científicos, de esos pueblos se había esperado que sabrían ingeniárselas para zanjar por otras vías las desinteligencias y los conflictos de intereses. Dentro de cada una de esas naciones se habían establecido elevadas normas éticas para el individuo, quien debía acomodarse a ellas si quería participar en la comunidad de cultura. Estos preceptos, a menudo extremados, le exigían mucho, le imponían una extensa restricción de sí mismo, una vasta renuncia a su satisfacción pulsional. Sobre todo, le estaba vedado valerse de la extraordinaria ventaja que en la lucha competitiva procura el uso de la mentira y el fraude. El Estado civilizado tenía estas normas éticas por base de su subsistencia; adoptaba serias medidas si alguien osaba infringirlas y aun declaraba ¡lícito que el entendimiento crítico las sometiera a examen. Cabía suponer, pues, que él mismo las respetaría y no intentaría nada que contradijera ese basamento de su propia existencia. Por último, podía percibirse que dentro de estas naciones cultas había diseminados ciertos restos de pueblos que eran objeto de general malquerencia y a los que sólo a disgusto, y no en todos los ámbitos, se les dejaría participar en el trabajo en común, en el trabajo de la cultura para el cual habían demostrado ser suficientemente aptos. Pero podía suponerse que los grandes pueblos, como tales, habían alcanzado un entendimiento suficiente acerca de su patrimonio común y una tolerancia tal hacia sus diferencias que «extranjero» y «enemigo» ya no podrían confundirse en un solo concepto, como aún ocurría en la Antigüedad clásica.

 

Confiados en este avenimiento entre los pueblos cultos, innumerables hombres trocaron su morada en la patria por otra, en el extranjero, y dedicaron su existencia a las relaciones comerciales entre los pueblos amigados. Y además, aquel a quien el apremio, de la vida no confinaba de manera permanente en un mismo lugar podía crearse, con todas las ventajas y los atractivos de los países cultos, una nueva patria, una patria mayor, dentro de la cual se paseaba libre de inhibición y de sospecha. Así gozaba del mar azul y del mar gris, de la belleza de los montes nevados y de las verdes praderas, del encanto de los bosques nórdicos y de la magnificencia de la vegetación meridional, de la armonía de los paisajes en que perduran grandiosos recuerdos históricos y de la paz de la naturaleza inhollada. Esta nueva patria era para él también un museo rebosante de todos los tesoros que los artistas de la humanidad culta habían creado y legado desde hace siglos. Y mientras recorría este museo de una sala a otra, podía reconocer con imparcialidad los tipos de perfección que la mezcla de estirpes, la historia y los dones de la Madre Tierra habían plasmado en sus compatriotas, entendidos en este sentido amplio. Aquí se había desarrollado al máximo la energía indómita y atrevida, allí el gracioso arte de embellecer la vida, y en otras partes el sentido del orden y de la ley u otras de las cualidades que han hecho del hombre el amo de la Tierra.

No olvidemos tampoco que cada uno de los ciudadanos del mundo culto se había creado un Parnaso particular y una Escuela de Atenas. Entre los grandes pensadores, creadores literarios, artistas de todas las naciones, había escogido a quienes creía deber lo mejor que le era deparado en goce y comprensión de la vida, y los sumó en su veneración a los inmortales de la Antigüedad así como a los maestros familiares que hablaban su misma lengua. Ninguno de esos grandes le parecía extranjero porque hubiera hablado en otra lengua: ni el insuperable explorador de las pasiones humanas, ni el visionario ebrio de belleza, ni el profeta de tremendas admoniciones, ni el fino satírico; y ello nunca lo llevó a reprocharse infidelidad hacia su propia nación ni hacia su amada lengua materna.

 

El disfrute de la comunidad de cultura fue turbado en ocasiones por algunas voces; ellas advertían que, a causa de diferencias heredadas de antiguo, serían inevitables todavía las guerras entre las naciones que la integraban. No se les quiso dar crédito, pero, ¿cómo se imaginaba una guerra así, sí es que había de sobrevenir? Como una oportunidad para exhibir los progresos del sentimiento comunitario de los hombres desde aquel tiempo en que las anfictionías griegas tenían prohibido destruir a una ciudad perteneciente a la Liga, arrasar sus olivares y cortarle el agua. Como una justa caballeresca que se limitaría a establecer la superioridad de una de las partes, con la máxima evitación de crueles sufrimientos que en nada podrían contribuir a esa decisión, con total piedad por el herido, que debía ser apartado de la lucha, y por los médicos y enfermeros consagrados a su tarea. Y además, desde luego, con toda clase de miramientos por la parte de la población no combatiente, por las mujeres, que permanecen alejadas de las acciones bélicas, y por los niños, que, cuando crezcan, se brindarán -supuestamente- amistad y ayuda por encima de los bandos. También con la preservación de todas las empresas e instituciones internacionales en que ha cobrado cuerpo la comunidad de cultura de tiempos de paz.

Una guerra tal, es cierto, aún habría acarreado una considerable cuota de horror y de sufrimiento, pero no había interrumpido el desarrollo de relaciones éticas entre esos individuos rectores {Grossindividuen} de la humanidad que son los pueblos y los Estados.

La guerra, en la que no quisimos creer, ha estallado ahora y trajo consigo ... la desilusión. No sólo es más sangrienta y devastadora que cualquiera de las guerras anteriores, y ello a causa de las poderosas y perfeccionadas armas ofensivas y defensivas, sino que es por lo menos tan cruel, tan encarnizada y tan inmisericorde como ellas. Trasgrede todas las restricciones a que nos obligamos en tiempos de paz y que habían recibido el nombre de derecho internacional; no reconoce las prerrogativas del herido ni las del médico, ignora el distingo entre la población combatiente y la pacífica, así como los reclamos de la propiedad privada. Arrasa todo cuanto se interpone a su paso, con furia ciega, como si tras ella no hubiera un porvenir ni paz alguna entre los hombres. Destroza los lazos comunitarios entre los pueblos empeñados en el combate y amenaza dejar como secuela un encono que por largo tiempo impedirá restablecerlos.

Trajo a la luz también un fenómeno casi inconcebible: los pueblos cultos se conocen y se comprenden tan poco entre sí que pueden mirarse con odio y con horror. Y hasta una de las grandes naciones cultas es objeto de una malquerencia tan universal que se intentó excluirla por «bárbara» de la comunidad de cultura, aunque desde hace tiempo ha demostrado su aptitud mediante las más grandiosas contribuciones (ver nota). Alentamos la esperanza de que una historiografía imparcial habrá de demostrar que precisamente esta nación, esa en cuya lengua escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, ha sido la que menos infringió las leyes de la convivencia humana. Pero, ¿quién, en tales tiempos, tiene derecho a erigirse en juez de su propia causa?

Los pueblos están más o menos representados por los Estados que ellos forman; y estos Estados, por los gobiernos que los rigen. El ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones ya había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohibe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla como a la sal y al tabaco. El Estado beligerante se entrega a todas las injusticias y violencias que infamarían a los individuos. No sólo se vale de la astucia permitida, sino de la mentira conciente y del fraude deliberado contra el enemigo, y por cierto en una medida que parece exceder de todo cuanto fue usual en guerras anteriores. El Estado exige de sus ciudadanos la obediencia y el sacrificio más extremos, pero los «priva de su mayoridad mediante un secreto desmesurado y una censura de las comunicaciones y de la expresión de opiniones que los dejan inermes, sofocados intelectualmente frente a cualquier situación desfavorable y a cualquier rumor antojadizo. Denuncia los tratados y compromisos con que se había obligado frente a los otros Estados, y confiesa paladinamente su codicia y su afán de poderío, que después los individuos deben aplaudir por patriotismo.

Y no se objete que el Estado no puede renunciar al uso de la injusticia porque de esa manera se pondría en desventaja. También para el individuo es, por regla general, harto desventajosa la observancia de las normas éticas, la renuncia al ejercicio brutal de la violencia; y el Estado rara vez se muestra capaz de resarcir al individuo por el sacrificio que le ha exigido. Tampoco puede asombrar que el aflojamiento de las relaciones éticas entre los individuos rectores de la humanidad haya repercutido en la eticidad de los individuos, pues nuestra conciencia moral no es ese juez insobornable que dicen los maestros de la ética: en su origen, no es otra cosa que «angustia social» (ver nota). Toda vez que la comunidad suprime el reproche, cesa también la sofocación de los malos apetitos, y los hombres cometen actos de crueldad, de perfidia, de traición y de rudeza que se habían creído incompatibles con su nivel cultural.

Así, ese ciudadano del mundo culto que presentamos antes puede quedar desorientado y perplejo en un mundo que se le ha hecho ajeno, despedazada su patria grande, devastado el patrimonio común, desavenidos y envilecidos sus ciudadanos.

Habría que apuntar algo como crítica a su desilusión. En sentido estricto no está justificada, pues consiste en la destrucción de una ilusión. Las ilusiones se nos recomiendan porque ahorran sentimientos de displacer y, en lugar de estos, nos permiten gozar de satisfacciones. Entonces, tenemos que aceptar sin queja que alguna vez choquen con un fragmento de la realidad y se hagan pedazos.

Dos cosas en esta guerra han provocado nuestra desilusión: la ínfima eticidad demostrada hacia el exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como los guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de individuos a quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se los había creído capaces de algo semejante.

Empecemos por el segundo punto y procuremos sintetizar en una sola frase la opinión que queremos criticar. ¿Cómo es imaginado, en verdad, el proceso por el cual un individuo humano alcanza un nivel superior de eticidad? La primera respuesta dirá, sin duda: «El es bueno y noble desde su nacimiento, desde el comienzo mismo». A esta no hemos de considerarla más aquí. Una segunda respuesta conjeturará que ha de estar en juego un proceso de desarrollo, y sin duda supondrá que este consiste en lo siguiente: las malas inclinaciones del hombre le son desarraigadas y, bajo la influencia de la educación y del medio cultural, son sustituidas por inclinaciones a hacer el bien. Siendo ese el caso, puede uno en verdad maravillarse de que en los así educados la maldad pueda volver a añorar con tanta violencia.

Pero esta respuesta contiene justamente el enunciado que queremos refutar. En realidad, no hay «desarraigo» alguno de la maldad. La investigación psicológica -en sentido más estricto, la psicoanalítica- muestra más bien que la esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales; de naturaleza elemental, ellas son del mismo tipo en todos los hombres y tienen por meta la satisfacción de ciertas necesidades originarias. En sí, estas mociones pulsionales no son ni buenas ni malas. Las clasificamos así, a ellas y a sus exteriorizaciones, de acuerdo con la relación que mantengan con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Ha de concederse que todas las mociones que la sociedad proscribe por malas -escojamos como representativas las mociones egoístas y las crueles- se cuentan entre estas primitivas.

Estas mociones primitivas tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas' guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia. Formaciones reactivas respecto de ciertas pulsiones simulan la mudanza del contenido de estas, como si el egoísmo se hubiera convertido en altruismo, y la crueldad, en compasión (ver nota). Favorece a estas formaciones reactivas el hecho de que muchas mociones pulsionales se presentan desde el comienzo en pares de opuestos, una circunstancia bien asombrosa y ajena al conocimiento popular, que ha recibido el nombre de «ambivalencia de sentimientos». Facilísimo de observar y de comprender es el hecho de que, con gran frecuencia, un amor y un odio intensos aparecen juntos en la misma persona. El psicoanálisis agrega que no raras veces las dos mociones de sentimientos contrapuestos toman también por objeto a una misma persona.

Sólo después de superados tales «destinos de pulsión» se perfila lo que se llama el carácter de un hombre, que, según es notorio, únicamente de manera harto defectuosa puede clasificarse como «bueno» o «malo». El hombre rara vez es íntegramente bueno o malo; casi siempre es «bueno» en esta relación, «malo» en aquella otra, o «bueno» bajo ciertas condiciones exteriores, y bajo otras, decididamente «malo». Interesante es la experiencia de que la preexistencia de fuertes mociones «malas» en la infancia deviene a menudo la condición directa para que se produzca un vuelco muy nítido del adulto hacia el «bien». Aquellos que fueron en su infancia los más crasos egoístas pueden convertirse en los ciudadanos más proclives a ayudar a los demás y a sacrificarse a sí mismos; la mayoría de los :sentimentales, de los filántropos, de los protectores de animales, han sido, de pequeños, sádicos y torturadores de animales.

 

La reforma de las pulsiones «malas» es obra de dos factores, uno interno y el otro externo, que operan en el mismo sentido. El factor interno consiste en la influencia ejercida sobre las pulsiones malas -digamos: egoístas- por el erotismo, la necesidad humana de amar en el sentido más lato. Por la injerencia de los componentes eróticos, las pulsiones egoístas se trasmudan en pulsiones sociales. Se aprende a apreciar el seramado como una ventaja a cambio de la cual se puede renunciar a otras. El factor externo es la compulsión ejercida por la educación, portadora de las exigencias del medio cultural, y prosigue después con la intervención directa de este. La cultura se adquiere por renuncia a la satisfacción pulsional, y a cada recién venido le exige esa misma renuncia. A lo largo de la vida individual se produce una trasposición continua de compulsión externa a compulsión interna. Mediante unos aditamentos eróticos, las influencias culturales hacen que, en proporción cada vez mayor, las aspiraciones egoístas se muden en altruistas, sociales. En definitiva, es lícito suponer que todas las compulsiones internas que adquirieron vigencia en el desarrollo del hombre fueron en el origen, vale decir, en la historia de la humanidad, sólo compulsiones externas. Los seres humanos que hoy nacen traen consigo en calidad de organización heredada cierto grado de inclinación (disposición) a trasmudar pulsiones egoístas en pulsiones sociales, y unos débiles enviones bastan para que ello se consume. Otra parte de esa trasmudación de pulsiones tiene que realizarse en la vida misma. De tal modo, el individuo no recibe sólo la influencia de su medio cultural del presente; está sometido también a las influencias de la historia cultural de sus antepasados.

Sí llamamos aptitud para la cultura a la capacidad de un ser humano para reformar las pulsiones egoístas bajo la influencia del erotismo, podemos enunciar que consta de dos partes, una innata y la otra adquirida en el curso de la vida, y que es muy variable la proporción de ambas entre sí y con respecto a la parte de la vida pulsional que permanece inmutada.

En general nos inclinamos a exagerar la importancia de la parte innata; además, corremos el riesgo de sobrestimar la aptitud total para la cultura en su comparación con la vida pulsional que ha conservado su estado primitivo. En suma, erramos juzgando a los hombres «mejores» de lo que en realidad son. En efecto, resta todavía otro factor que enturbia nuestro juicio y falsea el resultado en un sentido favorable.

Las mociones pulsionales de otro hombre escapan desde luego a nuestra percepción Las inferimos por sus acciones y su conducta, que reconducimos a motivos procedentes de su vida pulsional. Una inferencia de esa índole es por fuerza errónea en cierto número de casos. Idénticas acciones culturalmente «buenas» pueden provenir de motivos «nobles» en un caso, y en otro no. Los teóricos de la ética llaman «buenas» sólo a las acciones que son expresión de mociones pulsionales buenas, y deniegan a las otras su reconocimiento. Pero la sociedad, guiada por propósitos prácticos, hace caso omiso de ese distingo; se conforma con que un hombre oriente su conducta y sus acciones de acuerdo con los preceptos culturales, y pregunta poco por sus motivos.

Como ya sabemos, la compulsión externa (la que ejercen la educación y el medio) provoca en el hombre una reforma de su vida pulsional hacia el bien, una vuelta del egoísmo en altruismo. Pero este no es su efecto necesario ni regular. La educación y el medio no sólo tienen premios de amor por ofrecer; trabajan también con otra clase de premios de conveniencia: recompensas y castigos. Por tanto, su efecto puede ser que el sometido a su influencia se decida por la acción culturalmente buena sin haber consumado dentro de sí un ennoblecimiento pulsional, una trasposición de inclinaciones egoístas a inclinaciones sociales. El resultado será, en líneas generales, el mismo; sólo bajo particulares condiciones se revelará que un individuo actúa siempre bien porque sus inclinaciones pulsionales lo fuerzan a ello, mientras que otro sólo es bueno en la medida en que esta conducta cultural le trae ventajas para sus propósitos egoístas, y únicamente durante el tiempo en que ello ¿curte. Pero un conocimiento superficial del individuo no nos proporciona medio alguno de discernir entre esos dos casos, y sin duda nuestro optimismo nos llevará a sobrestimar en mucho el número de los hombres que se han trasformado en el sentido de la cultura.

La sociedad de cultura, que promueve la acción buena y no hace caso de su fundamento pulsional, ha conseguido así obediencia para la cultura en un gran número de hombres que en eso no obedecen a su naturaleza. Alentada por este éxito, se vio llevada a imprimir la máxima tensión posible a los requerimientos éticos, y forzó en sus miembros un distanciamiento todavía mayor respecto de su disposición pulsional. Esta es sometida entonces a una continua sofocación, cuya tensión se da a conocer en los más extraordinarios fenómenos de reacción y de compensación. En el ámbito de la sexualidad, donde esa sofocación encuentra la máxima dificultad para realizarse, ello provoca los fenómenos reactivos de los diversos modos de contracción de neurosis. En lo demás, la presión de la cultura no hace madurar consecuencias patológicas, pero se exterioriza en las deformaciones del carácter y en la propensión de las pulsiones inhibidas a irrumpir hasta la satisfacción cuando se presenta la oportunidad adecuada. Quien se ve precisado a reaccionar constantemente en el sentido de preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones pulsionales, vive -entendido esto en su aplicación psicológica- por encima de sus recursos, y objetivamente merece el calificativo de hipócrita, sin que importe que haya alcanzado conciencia clara de ese déficit. Es indiscutible que nuestra cultura presente favorece en extraordinaria medida la conformación de ese tipo de hipocresía. Podría aventurarse esta aseveración: está «edificada sobre esa hipocresía, y tendría que admitir profundas modificaciones en caso de que los hombres se propusieran vivir de acuerdo con la verdad psicológica. Existen, por tanto, muchísimos más hipócritas de la cultura que hombres realmente cultos. Y aun podría examinarse este punto de vista: Es posible que la aptitud para la cultura ya organizada en los hombres de hoy sea insuficiente para conservar esta, y por eso siga siendo indispensable cierto grado de hipocresía. Por otra parte, la conservación de la cultura, aun sobre una base tan precaria, ofrece la perspectiva de propender en cada generación nueva, en cuanto portadora de una cultura mejor, a una reforma más vasta de las pulsiones.

Las elucidaciones anteriores nos ofrecen hoy lo menos un consuelo: la afrenta y la dolorosa desilusión que experimentamos por la conducta inculta de nuestros conciudadanos del mundo en la presente guerra no estaban justificadas. Descansaban en una ilusión de la que éramos prisioneros. En realidad, no cayeron tan bajo como temíamos, porque nunca se habían elevado tanto como creímos. Para ellos, el hecho de que los individuos rectores de la humanidad, los pueblos y los Estados, abandonaran las restricciones éticas en sus relaciones recíprocas fue una natural incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura y a permitirse transitoriamente la satisfacción de sus pulsiones refrenadas. Es probable que no se produjera quiebra alguna en la eticidad relativa de los individuos en el interior de su propio pueblo.

Pero podemos profundizar todavía más en la comprensión del cambio que la guerra ha revelado en nuestros ex compatriotas, y ello nos aleccionará para no hacerles injusticia. Los desarrollos del alma poseen una peculiaridad que no se encuentra en ningún otro proceso de desarrollo. Cuando una aldea crece hasta convertirse en ciudad o un niño se vuelve hombre, aldea y niño desaparecen en la ciudad o en el hombre. Sólo el recuerdo puede refigurar los antiguos rasgos en la imagen nueva; en realidad, los materiales o las formas antiguas se dejaron de lado y se sustituyeron por otras nuevas. En un desarrollo anímico las cosas ocurren diversamente. Aquí la situación no es comparable con aquellas, y no puede describirse sino aseverando que todo estadio evolutivo anterior se conserva junto a los más tardíos, devenidos a partir de él; la sucesión envuelve a la vez una coexistencia, y ello a pesar de que los materiales en que trascurre toda la serie de trasformaciones son los mismos. Por más que el estado anímico anterior no se haya exteriorizado durante años, tan cierto es que subsiste, que un día puede convertirse de nuevo en la forma de manifestación de las fuerzas del alma, y aun en la única forma, como si todos los desarrollos más tardíos hubieran sido anulados, hubieran involucionado. Esta plasticidad extraordinaria de los desarrollos del alma no es irrestricta en cuanto a su dirección; puede designársela como una capacidad particular para la involución -para la regresión-, pues suele ocurrir que si se abandona un estadio de desarrollo más tardío y elevado no pueda alcanzárselo de nuevo. Ahora bien, los estados primitivos pueden restablecerse siempre; lo anímico primitivo es imperecedero en el sentido más pleno.

Las llamadas enfermedades mentales tienen que despertar en el lego la impresión de que la vida mental y anímica ha sufrido una destrucción. En realidad, tal destrucción sólo alcanza a las adquisiciones y desarrollos más tardíos. La esencia de la enfermedad mental consiste en el regreso a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. Un destacado ejemplo de la plasticidad de la vida anímica nos lo da el estado del dormir, al que todas las noches nos disponemos. Desde que nos hemos ingeniado para traducir también sueños locos y confusos, sabemos que cada vez que nos dormimos arrojamos de nosotros, como a una vestidura, esa eticidad nuestra que hemos adquirido con tanto trabajo ...para volvérnosla a poner cada mañana. Este desnudamiento no es, desde luego, peligroso, pues mientras dura el estado del dormir estamos paralizados y condenados a la inactividad.

Sólo el sueño puede dar testimonio de la regresión de nuestra vida afectiva a una de las etapas de desarrollo más tempranas. Digno de notarse es, por ejemplo, que todos nuestros sueños están gobernados por motivos puramente egoístas (ver nota). Uno de mis amigos ingleses sostuvo esto en una reunión científica realizada en Estados Unidos; una de las damas presentes le replicó con esta observación: muy bien podía ser válido para Austria, pero de sí misma y de sus amigos se juzgaba autorizada a aseverar que incluso en sueños tenían sentimientos altruistas. Mi amigo, no obstante pertenecer también a la raza inglesa, debió contradecirla de la manera más enérgica, basado en sus propias experiencias de análisis de sueños: La noble norteamericana era en sueños tan egoísta como la austríaca.

Y siendo así, también la reforma pulsional en que descansa nuestra aptitud para la cultura puede ser deshecha de manera permanente o temporaria por las influencias de la vida. Sin duda, los efectos de la guerra se cuentan entre los poderes capaces de producir semejante involución; por eso, no necesariamente hemos de negar aptitud para la cultura a todos los que en el presente se comportan de manera inculta, y nos es lícito esperar que su ennoblecimiento pulsional habrá de restablecerse en épocas más pacíficas.

Ahora bien, otro, síntoma exhibido por nuestros conciudadanos del mundo no nos ha sorprendido ni espantado menos, quizá, que el hundimiento, que tan dolorosamente sentimos, de su elevación ética. Aludo a la falta de penetración que se advierte en las mejores cabezas, a su tozudez, su inaccesibilidad para los argumentos más evidentes y su credulidad acrítica hacia las aseveraciones más discutibles. Esto nos ofrece un cuadro bien triste, y quiero destacar expresamente que en modo alguno, como un secuaz enceguecido, veo todos los defectos intelectuales en uno solo de los bandos. No obstante, este fenómeno es todavía más fácil de explicar y menos dudoso que el considerado antes. Conocedores del hombre y filósofos nos han enseñado desde hace mucho que caeremos en un error si concebimos nuestra inteligencia como un poder autónomo y descuidamos su dependencia de la vida afectiva. Nuestro intelecto, nos han dicho, sólo puede trabajar de manera confiable apartado de las influencias de poderosas mociones afectivas; en caso contrario, se comporta simplemente como un instrumento al servicio de una voluntad, y ofrece el resultado que esta quiera arrancarle. Los argumentos lógicos son entonces impotentes frente a los intereses afectivos, y por eso el disputar con argumentos, que, según el dicho de Falstaff, abundan como la zarzamora, es tan infructuoso en el mundo de los intereses.

 

La experiencia psicoanalítica no ha hecho sino realzar, si cabe, este aserto. Puede mostrar todos los días que los hombres más perspicaces caen repentinamente en una conducta sin acumen, como de idiotas, tan pronto como la intelección requerida tropieza en ellos con una resistencia afectiva, pero también recuperan toda su inteligencia cuando esta es vencida. Por tanto, la ceguera para lo lógico que esta guerra, como por arte de magia, ha producido justamente en los mejores de nuestros conciudadanos es un fenómeno secundario, una consecuencia de la excitación afectiva, y está destinada, así podemos esperarlo, a desaparecer con ella.

Si de esta manera volvemos a comprender a nuestros conciudadanos, alienados de nosotros, con facilidad mucho mayor sobrellevaremos la desilusión que nos han deparado los individuos rectores de la humanidad, los pueblos, pues las exigencias que a ellos podemos plantearles son mucho más modestas. Quizá repitan el desarrollo de los individuos y todavía hoy estemos frente a etapas muy primitivas de la organización, de la formación de unidades superiores. En armonía con ello, el factor pedagógico de la compulsión externa a la eticidad, que hallamos tan eficaz en el individuo, en aquellos es apenas rastreable. Habíamos esperado, es cierto, que la grandiosa comunidad de intereses establecida por el comercio y la producción constituiría el comienzo de una compulsión así; no obstante, parece que en esta época los pueblos obedecen más a sus pasiones que a sus intereses. Se sirven a lo sumo de los intereses para racionalizar las pasiones; ponen en el primer plano sus intereses para poder fundar la satisfacción de sus pasiones. ¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se odian, se aborrecen, y aun en épocas de paz, y cada nación a todas las otras? Es bastante enigmático. Yo no sé decirlo. Es como si, al reunirse una multitud, por no decir unos millones de hombres, todas las adquisiciones éticas de los individuos se esfumasen y no restasen sino las actitudes anímicas más primitivas, arcaicas y brutales. Esta situación lamentable quizá sólo pueda ser modificada en algo por desarrollos que sobrevendrán después. Pero un poco más de veracidad y de sinceridad en todas las partes, en las relaciones recíprocas de los hombres, y entre ellos y quienes los gobiernan, allanarían el camino a esa trasmudación (ver nota).

 

Nuestra actitud hacia la muerte

El segundo factor por el cual, según yo infiero, nos sentimos así de ajenos en este mundo otrora tan hermoso y familiar es la perturbación en la actitud que hasta ahora habíamos adoptado hacia la muerte.

Esa actitud no era sincera. De creérsenos, estábamos desde luego dispuestos a sostener que la muerte es el desenlace necesario de toda vida, que cada uno de nosotros debía a la naturaleza una muerte y tenía que estar preparado para saldar esa deuda; en suma, que la muerte era algo natural, incontrastable e inevitable. Pero en realidad solíamos comportarnos como si las cosas fueran diversas. Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio; y aun tenemos [en alemán] el dicho: «Creo en eso tan poco como en la muerte». En la muerte propia, desde luego. La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse en la escuela psicoanalítica esta tesis: En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad.

Por lo que toca a la muerte de otro, el hombre culto evitará cuidadosamente hablar de esta posibilidad si el sentenciado puede oírlo. Sólo los niños trasgreden esta restricción; se amenazan despreocupadamente unos a otros con la posibilidad de morir, y aun llegan a decírselo en la cara a una persona amada, por ejemplo: «Mamá querida, cuando por desgracia mueras, haré esto o aquello». El adulto cultivado no imaginará la muerte de otro ni siquiera en el pensamiento sin considerarse a sí mismo desalmado o malo; a menos que, en calidad de médico, de abogado, etc., tenga que ocuparse profesionalmente de ella. Y menos todavía se permitirá pensar en la muerte del otro si con este acontecimiento se asocia una ganancia en materia de libertad, de propiedad o deposición social. Desde luego, este sentimiento tierno nuestro no impide que sobrevengan los casos de muerte; cuando ocurren, nos conmueven en lo profundo y es como si nos sacudieran en nuestras expectativas. Por lo general, destacamos el ocasionamiento contingente de la muerte, el accidente, la contracción de una enfermedad, la infección, la edad avanzada, y así dejamos traslucir nuestro afán de rebajar la muerte de necesidad a contingencia. Una acumulación de muertes nos parece algo terrible en extremo. Frente al muerto mismo mantenemos una conducta particular, casi de admiración, como si hubiera llevado a cabo algo muy difícil. Suspendemos toda crítica hacia él, le disculpamos cualquier desaguisado, ordenamos «De mortuis nil nisi bene», y hallamos justificado que en el discurso fúnebre o en su epitafio se lo honre con lo más favorable. Ponemos el respeto por el muerto, que a este ya no le sirve de nada, por encima de la verdad, y la mayoría de nosotros lo valora más incluso que al respeto por los vivos.

Esta actitud cultural-convencional hacia la muerte se complementa con nuestro total descalabro cuando fenece una de las personas que nos son próximas, cuando la muerte alcanza a nuestro padre, a nuestro consorte, a un hermano, un hijo o un caro amigo. Sepultamos con él nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces; no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos. Nos portamos entonces como una suerte de Asta, de esos que mueren cuando mueren aquellos a quienes aman.

Ahora bien, esta actitud nuestra hacia la muerte tiene un fuerte efecto sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse. Se vuelve tan insípida e insustancial como un flirt norteamericano, en que de antemano se ha establecido que nada puede suceder, a diferencia de un vínculo de amor en el Continente, donde ambas partes deben tener en cuenta permanentemente las más serias consecuencias. Nuestros vínculos afectivos, la insoportable intensidad de nuestro duelo, hacen que nos abstengamos de buscar peligros para nosotros y para los nuestros. No osamos considerar cierto número de empresas que son peligrosas pero en verdad indispensables, como los ensayos de vuelo, las expediciones a países lejanos, los experimentos con sustancias explosivas. Nos paraliza para ello este reparo: ¿Quién ha de sustituirle a la madre su hijo, a la mujer su esposo, a los hijos su padre, si es que acaece una desgracia? La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones. Y no obstante, la divisa de la Hansa decía «Navigare necesse est, vivere non necesse!»: Navegar es necesario, vivir no lo es.

Por eso, no puede ocurrir de otro modo: es en el mundo de la ficción, en la literatura, en el teatro, donde tenemos que buscar el sustituto de lo que falta a la vida. Ahí todavía hallamos hombres que saben morir, y aun que perpetran la muerte de otro. Y solamente ahí se cumple la condición bajo la cual podríamos reconciliarnos con la muerte: que tras todas las vicisitudes de la vida nos reste una vida intocable. Es por cierto demasiado triste que en la vida haya de suceder lo que en el ajedrez, donde una movida en falso puede forzarnos a dar por perdida la partida; y encima con esta diferencia: no podemos iniciar una segunda partida, una revancha. En el ámbito de la ficción hallamos esa multitud de vidas de que necesitamos. Morimos identificados con un héroe, pero le sobrevivimos y estamos prontos a morir una segunda vez con otro, igualmente incólumes.

Es evidente que la guerra ha de barrer con este tratamiento convencional de la muerte. Esta ya no se deja desmentir {verleugnen}; es preciso creer en ella. Los hombres mueren realmente; y ya no individuo por individuo, sino multitudes de ellos, a menudo decenas de miles un solo día. Ya no es una contingencia. Por cierto todavía parece contingente que un determinado proyectil alcance a uno o a otro; pero al que se salvó quizá lo alcance un segundo proyectil, y la acumulación pone fin a la impresión de lo contingente. La vida de nuevo se ha vuelto interesante, ha recuperado su contenido pleno.

Aquí debería trazarse una separación en dos grupos: los que arriesgan su vida en la batalla, y los que quedaron en casa y no tienen otra cosa sino esperar que la muerte les arrebate uno de sus seres queridos por herida, enfermedad o infección. Sería muy interesante, sin lugar a dudas, estudiar las alteraciones producidas en la psicología de los combatientes, pero yo sé demasiado poco sobre eso. Tenemos que atenernos al segundo grupo, al que nosotros mismos pertenecemos. Ya dije que a mi juicio el desconcierto y la parálisis de nuestra productividad, que ahora sufrimos, están comandados esencialmente por la circunstancia de que no podemos conservar la relación que hasta ahora mantuvimos con la muerte, y todavía no hemos hallado una nueva. Quizá nos auxilie en esto dirigir nuestra indagación psicológica a otras dos relaciones con la muerte: la que podemos atribuir al hombre primordial, al hombre prehistórico, y la que todavía se conserva en cada uno de nosotros pero permanece oculta en estratos más profundos, invisible para nuestra conciencia.

La conducta que el hombre de la prehistoria pudo haber tenido hacia la muerte la conocemos, desde luego, sólo por inferencias retrospectivas y reconstrucciones, pero opino que estos recursos nos han proporcionado unas noticias bastante dignas de confianza.

El hombre primordial adoptaba una actitud muy extraña hacia la muerte. No era unitaria, sino, más bien, directamente contradictoria. Por una parte, la tomó en serio, la reconoció como supresión de la vida y se valió de ella en este sentido; por otra parte, empero, dio el mentís a la muerte, la redujo a nada. Esta contradicción fue posibilitada por el hecho de que frente a la muerte del otro, del extraño, del enemigo, adoptó una actitud radicalmente diversa que frente a la suya propia. La muerte del otro era para él justa, la entendía como aniquilamiento del que odiaba, y no conoció reparos para provocarla. El hombre primordial era sin duda un ser en extremo apasionado, más cruel y maligno que otros animales. Asesinaba de buena gana y como un hecho natural. No hemos de atribuirle el instinto {Instinkt} que lleva a otros animales a abstenerse de matar y devorar seres de su misma especie.

La historia primordial de la humanidad está, pues, llena de asesinatos. Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden en la escuela como historia universal es, en lo esencial, una seguidilla de matanzas de pueblos. El oscuro sentimiento de culpa que asedia a la humanidad desde tiempos primordiales, y que en muchas religiones se ha condensado en la aceptación de una culpa primordial, un pecado original, es probablemente la expresión de una culpa de sangre que la humanidad primordial ha echado sobre sus espaldas. En mi libro Tótem y tabú (1912-13), siguiendo las indicaciones de W. Robertson Smith, Atkinson y Charles Darwin, me he empeñado en desentrañar la naturaleza de esta antigua culpa, y opino que la doctrina cristiana de nuestros días nos permite inferirla retrospectivamente. Si el Hijo de Dios debía ofrendar su vida para limpiar a la humanidad del pecado original, entonces, según la ley del talión (la venganza con lo mismo), ese pecado ha sido una muerte, un asesinato. Sólo esto pudo exigir como expiación el sacrificio de una vida. Y si el pecado original fue un agravio contra Dios Padre, el crimen más antiguo de la humanidad tiene que haber sido un parricidio, la muerte del padre primordial de la horda primitiva, cuya imagen en el recuerdo fue después trasfigurada en divinidad (ver nota).

La muerte propia fue para el hombre primordial sin duda tan inimaginable e irreal como lo es hoy para cada uno de nosotros. Pero a él se le presentaba un caso en que esas dos actitudes contrapuestas hacia la muerte chocaban y entraban en conflicto recíproco, y este caso devino muy importante y muy rico en consecuencias de vasto alcance. Ocurría cuando el hombre primordial veía morir a uno de sus deudos, su mujer, su hijo, su amigo, a quienes ciertamente él amaba como nosotros a los nuestros, pues el amor no puede ser mucho más reciente que el gusto de matar {MordIust}. Entonces debía hacer en su dolor la experiencia de que también uno mismo puede fenecer, y todo su ser se sublevaba contra la admisión de ello; es que cada uno de esos seres queridos era un fragmento de su propio yo, de su amado yo. Pero por otra parte a esa muerte la consideraba merecida, pues cada una de las personas amadas llevaba adherido también un fragmento de ajenidad. La ley del sentimiento de ambivalencia, que todavía hoy preside nuestros vínculos afectivos con las personas a quienes más amamos, reinaba por cierto aún más incontrovertible en épocas primordiales. Así, esos difuntos queridos habían sido también unos extraños y unos enemigos que despertaron en él una porción de sentimientos hostiles (ver nota).

Los filósofos han aseverado que el enigma intelectual que le planteaba al hombre primordial el cuadro de la muerte lo obligó a reflexionar y devino el comienzo de toda especulación. Yo creo que los filósofos piensan en esto demasiado ... filosóficamente; descuidan los motivos eficaces primarios. Por eso, querría restringir y corregir aquella aseveración: Frente al cadáver del enemigo aniquilado, el hombre primordial habrá triunfado, sin hallar motivo alguno para devanarse los sesos con el enigma de la vida y de la muerte. No fue el enigma intelectual ni cualquier caso de muerte, sino el conflicto afectivo a raíz de la muerte de personas amadas, pero al mismo tiempo también ajenas y odiadas, lo que puso en marcha la investigación de los seres humanos. De este conflicto de sentimientos nació ante todo la psicología. El hombre ya no pudo mantener lejos de sí a la muerte, pues la había probado en el dolor por el difunto. Pero no quiso admitirla, pues no podía representarse a sí mismo muerto. Así entró en compromisos, admitió la muerte también para sí, pero le impugnó el significado del aniquilamiento de la vida, para lo cual no había tenido motivo alguno cuando se trataba de la muerte del enemigo. Frente al cadáver de la persona amada, inventó los espíritus, y su conciencia de culpa por la satisfacción entreverada con el duelo hizo que estos espíritus recién creados se convirtieran en demonios malignos que había que temer. Las alteraciones [físicas] del muerto le sugirieron la descomposición del individuo en un cuerpo y un alma (originariamente fueron varias); de esa manera, su ilación de pensamientos iba paralela al proceso de disgregación que la muerte introducía. El perdurable recuerdo del difunto fue la base para que se supusieran otras formas de existencia; le dio la idea de una pervivencia después de la muerte aparente.

Estas existencias posteriores fueron al comienzo sólo apéndices de aquella que tronchó la muerte; eran como la de una sombra, vacías, y hasta épocas muy avanzadas se las menospreció; tenían todavía el carácter de unas reproducciones lamentables. Recordemos lo que el alma de Aquiles respondió a Odiseo:

« " ... antes, cuando vivías {le dice Odiseo al alma de Aquiles}, los argivos te honrábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos. Por lo cual, oh Aquiles, no debe entristecerte que estés muerto".

»Así le dije, y me contestó enseguida: "No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría vivir aquí en la tierra y servir como labrador a otro, a algún hombre indigente de pocos recursos, antes que reinar sobre todos los muertos"» (ver nota).

O en la potente versión de H. Heine, amargamente paródica:

«El más ínfimo filisteo vivo
de Stuckert junto al Neckar
es mucho más feliz que yo,
el pelida, el héroe muerto,
príncipe de las sombras
en el mundo subterráneo».

(Ver nota)

Sólo más tarde lograron las religiones presentar esta existencia postrera como la más valiosa, como la existencia plena, y rebajar la vida tronchada por la muerte a un mero prolegómeno. Y era consecuente con ello que después se prolongara la vida hacia el pasado, se imaginaran las existencias anteriores, la trasmigración del alma y la reencarnación, todo con el propósito de arrebatar a la muerte su significado de canceladora de la vida. Esa desmentida de la muerte que hemos llamado cultural-convencional comenzó en tales épocas tempranas.

Frente al cadáver de la persona amada no sólo nacieron la doctrina del alma, la creencia en la inmortalidad y una potente raíz de la humana conciencia de culpa, sino los primeros preceptos éticos. El primer mandamiento, y el más importante, de esa incipiente conciencia moral decía «No matarás». Se lo adquirió frente al muerto amado, como reacción frente a la satisfacción del odio que se escondía tras el duelo, y poco a poco se lo extendió al extraño a quien no se amaba y, por fin, también al enemigo.

En este último caso el hombre civilizado ya no siente esa reacción. Cuando la pugna salvaje de esta guerra se haya decidido, los combatientes victoriosos regresarán a su hogar, junto a su mujer y a sus hijos, y lo harán impertérritos y sin que los turbe pensar en los enemigos a quienes dieron muerte en la lucha cuerpo a cuerpo o mediante las armas de largo alcance. Es digno de nota que los pueblos primitivos que todavía viven sobre la Tierra y están por cierto más próximos que nosotros al hombre primordial se conducen en este punto de otro modo (o se conducían así cuando aún no habían sufrido la influencia de nuestra cultura). El salvaje -australiano, bosquimano, o de la Tierra del Fuego- en modo alguno es un matador sin remordimiento; cuando vuelve a casa triunfante de la empresa bélica, no osa pisar su aldea ni tocar a su mujer antes de limpiarse de sus hechos de muerte por medio de una expiación a menudo prolongada y trabajosa. Fácil es, desde luego, explicarlo por su creencia supersticiosa; el salvaje teme todavía la venganza del espíritu del enemigo aniquilado. Pero este espíritu no es sino la expresión de su mala conciencia por causa de su culpa de sangre; tras esta superstición se oculta un filón de fina sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido (ver nota).

Almas piadosas que a toda costa querrían saber a nuestra naturaleza alejada del contacto con lo malo y lo bajo no dejarán sin duda de extraer, de la temprana aparición y del carácter imperativo de la prohibición de matar, confortantes inferencias acerca de la fuerza de unas mociones éticas que tienen que habernos sido implantadas. Por desdicha, este argumento prueba todavía más lo contrario. Una prohibición tan fuerte sólo puede haber ido dirigida contra un impulso igualmente fuerte. Lo que no anhela en su alma hombre alguno, no hace falta prohibirlo (ver nota), se excluye por sí solo. Precisamente lo imperativo del mandamiento «No matarás» nos da la certeza de que somos del linaje de una serie interminable de generaciones de asesinos que llevaban en la sangre el gusto de matar, como quizá lo llevemos todavía nosotros. Las aspiraciones éticas de la humanidad, cuya fuerza e importancia no hace falta andar criticando, son una conquista de 'la historia humana; y han devenido después, en medida por desdicha muy variable, el patrimonio heredado de la humanidad que hoy vive.

Dejemos ahora a los hombres primordiales y dirijámonos a lo inconciente dentro de nuestra propia vida anímica. Aquí nos apoyamos exclusivamente en el método de indagación del psicoanálisis, el único que alcanza a tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se comporta nuestro inconciente frente al problema de la muerte? La respuesta tiene que ser: Casi de igual modo que el hombre primordial. En este aspecto, como en muchos otros, el hombre de la prehistoria sobrevive inmutable en nuestro inconciente. Por tanto, nuestro inconciente no cree en la muerte propia, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro «inconciente» (los estratos más profundos de nuestra alma, compuestos por mociones pulsionales) no conoce absolutamente nada negativo {Negativ}, ninguna negación {Verneinung} -los opuestos coinciden en su interior-, y por consiguiente tampoco conoce la muerte propia, a la que sólo podemos darle un contenido negativo. Entonces, nada pulsional en nosotros solicita a la creencia en la muerte. Y quizá sea este, incluso, el secreto del heroísmo. La fundamentación del heroísmo según la ratío descansa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y universales. Pero opino que más frecuente ha de ser el heroísmo instintivo e impulsivo que prescinde de cualquier motivación de esa índole y sencillamente arrostra el peligro, tras asegurarse, como Juancito Picapiedra, el personaje de Anzengruber: «Eso nunca puede sucederte a ti». O bien aquella motivación sirve sólo para desechar los reparos que podrían detener esa reacción heroica que corresponde a lo inconciente. La angustia de muerte, que nos domina más a menudo de lo que pensamos, es en cambio algo secundario, y la mayoría de las veces proviene de una conciencia de culpa (ver nota).

Por otra parte, admitimos la muerte de extraños y enemigos, y la fulminamos sobre ellos tan pronta y despreocupadamente como el hombre primordial. Es verdad que aquí aparece una diferencia que en la realidad habrá de manifestarse decisiva. Nuestro inconciente no ejecuta el asesinato, meramente lo piensa y lo desea. Pero sería equivocado restar a esta realidad psíquica todo valor por comparación con la fáctica. Es lo bastante significativa, y está grávida de consecuencias. En nuestras mociones inconcientes eliminamos día tras día y hora tras hora a todos cuantos nos estorban el camino, a todos los que nos han ultrajado o perjudicado. El «¡Que el diablo se lo lleve!», que un despecho sarcástico tantas veces hace añorar a nuestros labios, y que en verdad quiere decir «¡Que la muerte se lo lleve!», es en el interior de nuestro inconciente un serio y poderoso deseo de muerte. Y más: nuestro inconciente mata incluso por pequeñeces; como la vieja legislación ateniense de Dracón, no conoce para los crímenes otro castigo que la muerte; y hay en eso una cierta congruencia, pues todo perjuicio inferido a nuestro yo omnipotente y despótico es, en el fondo, un crimen laesae majestatis {de lesa majestad}.

Así, también nosotros, si se nos juzga por nuestras mociones inconcientes de deseo, somos, como los hombres primordiales, una gavilla de asesinos. Es una suerte que todos estos deseos no posean la fuerza que los hombres eran todavía capaces de darles en épocas primordiales (ver nota); bajo el fuego cruzado de las maldiciones recíprocas, hace tiempo que la humanidad se habría ido a pique, incluso los mejores y más sabios entre los hombres, y las mujeres más hermosas y encantadoras.

Por tesis como esta, el psicoanálisis no suele ser creído por los legos. Las desaprueban tildándolas de calumnias indignas de tenerse en cuenta frente a las aseveraciones de la conciencia, y hábilmente se omiten los mínimos indicios por los cuales lo inconciente suele también delatarse a esta última. Por eso es oportuno señalar que muchos pensadores que no pudieron estar influidos por el psicoanálisis han condenado con claridad suficiente la predisposición de nuestros pensamientos secretos a eliminar lo que se nos interpone en el camino, con prescindencia de la prohibición de matar. En remplazo de otros muchos, escojo un único ejemplo que se ha hecho famoso.

En Le Pére Goriot, Balzac alude a un pasaje de las obras de J.J. Rousseau, quien pregunta al lector qué haría si -sin abandonar París y, desde luego, sin ser descubierto- pudiera dar muerte a un viejo mandarín pequinés cuya desaparición hubiera de granjearle sumo beneficio. Deja entrever que no juzga muy a salvo la vida de ese dignatario. «Tuer son mandarin» se ha convertido desde entonces en expresión proverbial para esta secreta predisposición, que es también la de los hombres de hoy.

Hay, además, toda una colección de chistes y de anécdotas cínicas que testimonian en este mismo sentido, como aquella declaración atribuida al cónyuge: «Si uno de nosotros muere, me mudo a París». Tales chistes cínicos no serían posibles si no comunicaran una verdad desmentida que no se podría confesar de manera expresa, seriamente y sin disfraz. En broma, como es sabido, puede decirse hasta la verdad.

Tal como le sucedía al hombre primordial, también para nuestro inconciente se presenta un caso en que las dos actitudes contrapuestas frente a la muerte -una que la admite como aniquilación de la vida, y la otra que la desmiente como irreal- chocan y entran en conflicto. Y este caso es, como en las épocas primordiales, la muerte o el peligro de muerte de uno de nuestros seres queridos, un padre o cónyuge, un hermano, un hijo o un amigo entrañable. Estos seres queridos son, por un lado, una propiedad interior, componentes de nuestro yo propio, pero, por el otro, también son en parte extraños y aun enemigos. El más tierno y más íntimo de nuestros vínculos de amor, con excepción de poquísimas situaciones, lleva adherida una partícula de hostilidad que puede incitar el deseo inconciente de muerte. Pero de este conflicto de ambivalencia no surgen, como en aquellos tiempos, la doctrina del alma y la ética, sino la neurosis, que nos permite penetrar hondamente incluso en la vida anímica normal. Hartas veces los médicos que practican el tratamiento psicoanalítico se han encontrado con el síntoma del cuidado hipertierno por el bienestar de los familiares, o con autorreproches totalmente infundados tras la muerte de una persona amada. El estudio de estos hechos no les ha dejado duda alguna sobre la difusión y la importancia de los deseos inconcientes de muerte.

El lego siente un extraordinario horror frente a la posibilidad de tales sentimientos y toma esta repugnancia como fundamento legítimo de su incredulidad hacia las aseveraciones del psicoanálisis. Creo que se equivoca. No se intenta desvalorización alguna de nuestra vida amorosa, ni va implícita en ello. Bien lejos está, sin duda, de nuestra inteligencia y de nuestro sentimiento el acoplar de esa manera amor y odio. Pero toda vez que la naturaleza trabaja con este par de opuestos, logra conservar al amor siempre despierto y siempre fresco, para reasegurarlo así contra el odio que acecha tras él. Es lícito decir que los despliegues más hermosos de nuestra vida afectiva los debemos a la reacción contra el impulso hostil que registramos en nuestro pecho.

Resumamos ahora: Nuestro inconciente es tan inaccesible a la representación de la muerte propia, tan ganoso de muerte contra el extraño, tan dividido (ambivalente) hacia la persona amada como el hombre de los tiempos primordiales. ¡Cuánto nos hemos distanciado de ese estado originario con la actitud cultural-convencional hacia la muerte!

Fácil es señalar el modo en que la guerra se injerta en esta disarmonía. Nos extirpa las capas más tardías de la cultura y hace que en el interior de nosotros nuevamente salga a la luz el hombre primordial. Nos fuerza a ser otra vez héroes que no pueden creer en la muerte propia; nos señala a los extraños como enemigos cuya muerte debe procurarse o desearse; nos aconseja pasar por alto la muerte de personas amadas. Pero la guerra no puede eliminarse; mientras las condiciones de existencia de los pueblos sean tan diversas, y tan violentas las malquerencias entre ellos, la guerra será inevitable. Esto plantea la pregunta: ¿No hemos de ser nosotros los que cedamos y nos adecuemos a ella? ¿No debemos admitir que con nuestra actitud cultural hacia la muerte hemos vivido de nuevo en lo psicológico por encima de nuestros recursos? ¿No daremos marcha atrás y reconoceremos la fatal verdad? ¿No sería mejor dejar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que por derecho le corresponde, y sacar a relucir un poco más nuestra actitud inconciente hacia ella, que hasta el presente hemos sofocado con tanto cuidado? No parece esto una gran conquista; más bien sería un retroceso en muchos aspectos, una regresión, pero tiene la ventaja de dejar más espacio a la veracidad y hacer que de nuevo la vida nos resulte más soportable. Y soportar la vida sigue siendo el primer deber de todo ser vivo. La ilusión pierde todo valor cuando nos estorba hacerlo.

Recordamos el viejo apotegma: «Si vis pacem, para bellum»: Si quieres conservar la paz, ármate para la guerra.

Sería tiempo de modificarlo: «Si vis vitam, para mortem»: Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.

 

Carta al doctor Frederik van Eeden

[Esta carta fue escrita por Freud a fines de 1914, pocos meses después del estallido de la Primera Guerra Mundial y pocos meses antes de redactar «De guerra y muerte». El destinatario de la misiva, Van Eeden, era un psicopatólogo holandés a quien, sin embargo, se lo conocía más como literato. Hizo larga amistad con Freud, aunque nunca aceptó las ideas de este. La carta fue publicada por primera vez en alemán por Van Eeden en un semanario de Amsterdam, De Amsterdammer, 1 el 17 de enero de 1915 (nº 1960, pág. 3). Aparentemente, nunca más volvió a imprimirse en alemán. Ernest Jones la tradujo al inglés en el segundo volumen de su biografía de Freud (1955, pág. 413).] (ver nota)

 

 

Viena, 28 de diciembre de 1914

Distinguido colega:

Esta guerra hace que me atreva a recordarle dos tesis sustentadas por el psicoanálisis que indudablemente han contribuido a su impopularidad.

Partiendo del estudio de los sueños y las acciones fallidas que se observan en personas normales, así como de los síntomas de los neuróticos, el psicoanálisis ha llegado a la conclusión de que los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido en ninguno de sus individuos sino que persisten, aunque reprimidos, en el inconciente (para emplear el término de nuestro lenguaje), y que esperan las ocasiones propicias para desarrollar su actividad. Nos ha enseñado también que nuestro intelecto es una cosa débil y dependiente, juguete e instrumento de nuestras inclinaciones pulsionales y afectos, y que todos nos vemos forzados a actuar inteligente o tontamente según lo que nos ordenan nuestras actitudes [emocionales] y resistencias internas.

Ahora bien, si repara usted en lo que está ocurriendo en esta guerra -las crueldades e injusticias causadas por las naciones más civilizadas, el diferente criterio con que juzgan sus propias mentiras e iniquidades y las de sus enemigos, la pérdida generalizada de toda visión clara de las cosas-, tendrá que confesar que el psicoanálisis ha acertado en esas dos tesis.

Es posible que no haya sido totalmente original en ello; son muchos los pensadores y los estudiosos de lo humano que han formulado afirmaciones semejantes a estas; pero nuestra ciencia las ha elaborado detalladamente, empleándolas a la vez para descifrar muchos enigmas de la psicología.

Confío en que volveremos a vernos en tiempos mejores. Suyo cordialísimo,

Sigmund Freud


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