Estados Generales del Psicoanálisis

Una perspectiva metapsicológica de la crueldad.

Fernando Ulloa

Barcelona, Febrero 2000

Para el propósito que anuncia el título, examinaré prevalentemente aquella forma de la crueldad que denomino, de manera algo paradojal y, que luego aclararé, vera crueldad o crueldad mayor. Tendré presente además otras formas mayores de esta patología; por ejemplo la del sobreviviente de condiciones extremas de marginación social. Algo semejante, pero menos frecuente, puede ocurrir con otro sobreviviente, no ya de la miseria económica, sino de un nefasto ámbito de familia donde priman los atrapamientos incestuosos o los arrasamientos despóticos. Ambos sobrevivientes lo son de condiciones "infamiliares", connotando el carácter siniestro que este término tiene en psicoanálisis. Tampoco dejaré de lado la forma más universal de la crueldad, enmascarada como "lo cruel". Una acostumbrada presencia hecha cultura con la que se convive, por momentos en connivencia, en el sentido de ojos cerrados e incluso guiño cómplice. Lo cruel, como producción sociocultural, se corresponde, en la estructura psíquica, con cierta predisposición universal hacia la crueldad en todo sujeto humano, sobre la que volveré al final.

La vera crueldad necesita de un dispositivo sociocultural, cuyo eje es la encerrona trágica; una situación de dos lugares, el victimario, protegido en su pretensión de impunidad, y la víctima desprotegida de todo auxilio. Falta la presencia eficaz de un tercero de apelación que desarme esa encerrona cuyo paradigma es la mesa de tortura pero con muchas otras formas de expresión en la estructura social, en que sus habitantes están impedidos de ser no sólo hechura, sino también hacedores de la cultura. Un buen caldo de cultivo para la reproducción de la crueldad..

Será útil hacer algunos comentarios previos para abordar, con mayor eficacia, el núcleo esencial metapsicológico de la crueldad mayor. Adelanto que éste gira entorno a una radical falla en el proceso psíquico de la represión, al parecer por causas anteriores a la que Freud conceptualizó como represión originaria y secundaria. Estoy proponiendo una proto-represión asentamiento de las otras dos.

Ya señalé lo controvertido de la denominación vera crueldad. No obstante opté por la misma porque es verdad que la crueldad, desde siempre acompañó, con distintos grados de atrocidad, el proceso cultural humano. Pero si algo caracteriza al agente de la crueldad mayor y a su dispositivo, es la negación de toda verdad que cuestione el saber canalla de quien pretende conocer la verdad absoluta acerca de lo verdadero. Él se propone como cruento legislador al respecto. El saber canalla excluye, odia, y cuando puede aniquila al pensamiento opuesto y a quien lo sostiene; el mismo repudio merecen lo que aparezca culturalmente como distinto, o sólo sea extraño. El racismo y sus posibilidades genocidas ejemplifican esta situación, aunque algunos psiquiatras, sobre todo norteamericanos, sostienen que el racismo es sólo una actitud socialmente reprochable, aun en las formas más virulentas.

Otro rasgo característico de esta patología es la pretensión de impunidad como recusación absoluta de toda ley que no sea la propia normativa a la que el cruel y sus cómplices se ajustan, dentro del dispositivo que los sostiene y los objetivos que se proponen. Además la vera crueldad resulta una explícita producción obscena la mayoría de las veces. Es así que el cruel, en función de atormentar, mira cómo la víctima mira que él mira... su goce sádico, tal vez enmascarado por la indiferencia del acostumbramiento impune. Es frecuente que al tormento físico se agregue el tormento de la violación genital ejercida por el cruel y sus secuaces.

Desde lo anterior resulta grotesco pensar al cruel como objeto de la clínica psicoanalítica, ellos caen totalmente por fuera de una disciplina que lo es con referencia a la verdad, aunque no haga de la misma trofeo. Pero ocurre que la recusación de la culpa deja al cruel sin el recurso de este sentimiento que suele ser una de las defensas frente a la angustia. Si a alguno de ellos, por absurdo que parezca, demanda atención analítica, no será por remordimiento, sino por la angustiante vergüenza de haber caído en desgracia frente a sus cómplices o a sus amos, traicionando sus expectativas. En estas condiciones el cruel tal vez intente paliar su vergüenza pretendiendo reivindicar, en sede clínica, el valor de sus actos criminales. Sería una estúpida parodia pretender exculparlo de sus crímenes. Ellos son acreedores de otras sedes, las de la justicia. En general burlan este encuentro.

Retomaré la cuestión del sobreviviente de la extrema marginación social, capaz también de una crueldad mayor. Para ellos el anidamiento inicial resultó nido de víboras y no de ternura. En estas condiciones el precario paquete instintivo con que nace un niño, puede reactivar la astucia y la agresión necesarias para sobrevivir, llevándolos con frecuencia, si es que no encuentran otra salida, a conductas delictivas, sobre todo cuando la sociedad que los margina se muestra totalmente indiferente, sin acudir en su auxilio. Dos cosas los diferencian de la vera crueldad; primero el que inicialmente fueron víctimas, y luego repetidores violentos de lo que recibieron. Pero también el que su impunidad no es baluarte, por el contrario tienen una ley a cara o cruz que los empuja a ir matando, o al menos violentando, hacia su propia muerte ya decretada; una muerte instalada como mandato desde que nacieron. Difícilmente escapen a este mandato por más que intenten apoderarse de él. Pronto los esperarán tres instituciones: el manicomio, la cárcel, o el cementerio. Si sobreviven podrían ser tributarios de la clínica psicoanalítica, aunque difícilmente se avengan a hacerlo espontáneamente.

Pese a todos estos impedimentos para el acceso directo de la clínica a la crueldad mayor, la construcción de una perspectiva metapsicológica, no es mera conjetura y puede fundarse en observaciones clínicas. La experiencia la tendremos, entremezclada, en la práctica cotidiana y hasta diría que en la psicopatología de la vida cotidiana, sobre todo si no nos vela el acostumbramiento. Mi principal fuente de información es el trabajo clínico psicoanalítico con la numerosidad social, ya se trate de instituciones asistenciales o educativas, o de familias siniestramente infamiliares. Estos ámbitos me aproximan al núcleo mismo de encerronas trágicas, de todos los grados, inherentes a la crueldad, en las que el clínico –tal vez debería decir la clínica psicoanalítica- cobra el significado de una verdadera terceridad que intenta desarmar estas encerronas. Todo esto sin perder necesariamente el beneficio metodológico y ético de la abstinencia psicoanalítica pero sin que la neutralidad clínica, haga del analista sujeto neutralizado.

Por supuesto que otra fuente de observación acerca de la crueldad, es el trabajo con las víctimas directas y con sus familiares, de lo que se conoció hasta no hace demasiado tiempo, como la represión integral del terrorismo de estado: secuestro, inexorable tormento, desaparición de personas y pretensión de impunidad. Esto último aun tiene nefasta vigencia. Operar clínicamente con estas situaciones, cuando han sobrevivido, supone hacerlo con los afectados directos y con sus familiares. Los primeros, además de víctimas fueron testigos forzados del accionar de la vera crueldad, dentro del dispositivo en que estaban cautivos. Sus testimonios aportan mucho a la comprensión del accionar patológico de sus agentes, testimonios por momentos insufribles en su horror. El mismo horror que se desprende de un "peritaje tipo" 1 que en representación de Abuelas de Plaza de Mayo, elevamos cuatro colegas psicoanalistas ante el juez que conduce la causa contra los mayores responsables en el apoderamiento de niños. Preguntaba el juez acerca de lo siguiente: "¿Qué efectos inmediatos y futuros tendrá sobre un niño aun no nacido, y cuya madre ilegalmente cautiva (secuestrada) es sometida a tormento y muerta después del parto, y el niño entregado a apropiadores totalmente ajenos a él?". Obviamente un niño cuya madre es torturada antes de que él nazca, es lisa y llanamente un niño torturado. Este peritaje fue para mí el motor para la elaboración conceptual, y de hecho personal, acerca de lo que vengo hablando.

Finalmente iré al propósito central, examinando la crueldad desde los niveles tópicos, dinámicos y económicos, conque Freud pensó su metapsicología. Cabe empezar con una afirmación algo radical: la crueldad es una patología de fronteras. De fronteras mal establecidas entre el suceder instintivo, epílogo biológico del cuerpo real, y el acontecer pulsional, asentamiento del cuerpo erógeno. Será el notorio fracaso de la represión lo que constituye el eje de la patología cruel. Parafraseando a Lou Andrea Salomé -ella se refería a los perversos- diré que: los crueles (también) tienen acceso al lado oscuro de sus sentimientos. Lado oscuro que parece ser la espúrea mezcla instintivo-pulsional producto de esa falta de límite entre ambos. A eso llamo patología de fronteras, como falta de apartamiento entre el suceder (metonímico) del instinto y el acontecer (insinuando metáfora) de la pulsión, cuando ésta, por estar precariamente establecida, no sólo no logra coartar (reprimir) el suelo instintivo, sino que la endeble pulsión terminará corrompiendo la índole natural del instinto. El instinto articulado a la lucha por la subsistencia, en la evolución de las especies, no es en sí mismo cruel, ni hay goce en su agresividad.

En el nivel social esta patología de frontera corresponde al clásico tema de civilización y barbarie. Una civilización que ha empeñado sus valores éticos en la colonización corruptora de otras culturas, posiblemente más primitivas, o tal vez sectores marginados de su propia cultura. Ella denomina bárbaros a los que pretende someter, degradando el sentido original de este término que connota extranjeridad o extraño. Entonces el término bárbaro resultará antitético al de civilización. Todo esto obviando la responsabilidad corruptora que cabe a esa colonización.

Cuando se ha logrado establecer una brecha franca entre el piso instintivo y el techo pulsional, ahí morará lo que denomino la protorepresión, haciendo frontera.

Si algo parece aportar la clínica de la crueldad, es que la represión originaria y secundaria, en tanto "piedra angular del aparato psíquico" necesita para establecerse, de esa frontera. La protorepresión constituye otro tiempo más en la organización del proceso represivo. Una presencia junto a las dos ya conocidas, sin que indique algún orden cronológico aunque, por lo que planteo, pareciera realmente acreedora a lo que designa la partícula proto. Se mantiene la idea de una represión originaria, tal como lo propuso Freud, como el "núcleo duro" del proceso represivo organizador de la tópica inconsciente. Es posible que la represión originaria sea una adquisición que se va perfeccionando sobre todo en los primeros tiempos de la vida. Esto sería un argumento para sostener que la represión originaria no es necesariamente represión inicial, sino la expresión de un logro fundamental de la estructura psíquica de sujeto con destino hablante.

Todo lo anterior es opinable, en cambio resulta una observación clínica, que la falta de tal brecha fronteriza entre el instinto y lo pulsional, es lo propio de la vera crueldad. La misma resulta ser el paradigma de la falla dada en los procesos de represión, necesarios para la constitución ética del sujeto, y para que éste sea compatible con la dinámica del malestar de la cultura.

Para avanzar en el esclarecimiento de lo que vengo diciendo, será útil presentar, aunque sea en un apretado bosquejo, otro dispositivo también sociocultural, antitético y en ocasiones vecino, a la crueldad. Estoy introduciendo la idea de la ternura como inicial escenario donde el cachorro nacido humano, accederá a la condición de sujeto pulsional. El psicoanálisis se ha ocupado poco de la ternura, Freud, dentro de lo poco que dijo, señaló algo esencial: "la ternura resulta de la coartación del fin último de la pulsión". Pienso que en este sentido, la ternura es una primera estación de sublimación, que habrá de producir dos ordenadores fundamentales para los suministros que le son propios en relación al niño. En primer término la empatía que garantiza el adecuado suministro, esencialmente el abrigo y el alimento. En segundo término el miramiento, un mirar con amoroso interés a alguien que, aun salido de las propias entrañas, es advertido como sujeto otro, sujeto ajeno. El miramiento garantizará el gradual desprendimiento de este sujeto a través de los años. Además es la esencia de un tercer suministro, el buen trato, idea que alude a la naturaleza propia del amor, conque es pensada la ternura. Un trato según arte. Desde este buen trato, que suma a los suministros esenciales de la ternura la eficacia de la palabra, la madre irá donando su código simbólico a quien nació inválido del mismo. Pronto el infantil sujeto pondrá vocablos audibles en las huellas que han dejado las experiencias de satisfacción y de frustración. Huellas inscriptas en el aparato psíquico como letras capaces de resonar con la palabra propia y ajena.

Satisfacción y frustración abrirán el acceso a los dos principios freudianos: el del deseo y el de realidad, conque pronto el sujeto de la ética, deberá ir calculando su destino social. Por un lado la ética del deseo, por otro la del compromiso balanceando entre sí. Los deseos ajenos pronto trocarán en complejas matemáticas, el inicial juego de sumas y restas entre los dos principios freudianos y entre ambos ejes éticos.

Cuando comencé a trabajar sobre estas cuestiones solía recurrir, algo imaginativamente, a lo que llamé los tres saltos posteriores a la sexuación. La sexuación, como avance evolutivo, supera la "eternidad" de la partenogénesis. Ahora serán necesarias dos gametas para que de su acople surja un nuevo ejemplar, con alguna posible modificación evolutiva y los progenitores afuera. Es así que la muerte resulta un gran acelerador evolutivo. En esta nueva situación, lo femenino y lo masculino están separados por un espacio y un tiempo a recorrer. Será necesario el salto del instinto para el encuentro de ambos géneros. Un instinto que en tanto epílogo biológico, todavía tiene mucho de la continuidad metonímica; una fuente somática, un inexorable y único camino, y la descarga en un objeto también único; al menos en las formas más arcaicas de las especies. Luego será el salto de la pulsión inaugurando la condición humana. Este salto ya esboza la metáfora pues también parte de una fuente somática, pero los caminos y los destinos son alternativos. Se insinúa ya la metáfora como lo semejante en distinto lugar y de distinto modo. Finalmente el salto del loquis, la palabra, como reino posible de la metáfora plena.

Hay algo de funcionalidad autogestiva en esta circulación entre el polo metafórico de la cultura y el polo metonímico de la natura. La cultura y su palabra, será capaz de organizar, desde la materia pulsional, la sublimada estación de la ternura. Estación que a su vez será cuna de un nuevo sujeto pulsional, con su cuerpo erógeno, sus tópicas inconsciente y preconciente, su dinámica intertópicas y su economía libidinal. La eficacia de esta circulación marca el proceso de subjetividad que va desde lo metonímico del instinto, a lo metafórico de la cultura. Desde esta última la palabra operará sobre la bisagra pulsional para consolidar la piedra angular de la represión, ahora del sujeto mismo y no del edificio metapsicológico, manteniendo la frontera entre el acontecer del cuerpo erógeno y el suceder del cuerpo biológico.

Cuando fracasa esta circulación de posibilidad autogestiva, la falla puede ocurrir en cualquiera de las estaciones del círculo, ya sea de la ley como expresión de la cultura, o de la pulsión mal establecida, con la consecuencia de una ternura inexistente, tal vez reemplazada en el orden materno, por un atávico y eficaz instinto. Son todas situaciones que harán desvanecer la metáfora como lo necesario a la sublimación. Es posible entonces que sea la fijeza metonímica del instinto "bárbaro", tanáticamente exaltado y corrompido por la "civilización", el que tome cruentamente el comando.

Todo lo anterior, siendo válido en cuanto a la singularidad de los crueles, no alcanza a explicar la crueldad colectiva de grandes masas sociales, atrapadas en un accionar participativo o en una indiferencia con distintos grados de complicidad. Será necesario retomar lo que he presentado como latente disposición universal hacia la crueldad. Una latencia que va desde un contenido rencor, pronto a desplegarse, a verdaderos escotomas psíquicos promotores de indiferencia. Será el oportuno surgimiento del dispositivo social, generalmente en la forma de políticas lideradas por crueles déspotas, con frecuencia sumado a descalabros socioeconómicos, lo que hará que unos se alinien en el accionar cruel, y otros en la complicidad indiferente. Entre ambos todos los matices de la renegación.

En el siglo VI A.C., Bias de Priane decía: "la mayoría de los hombres son malos". En el siglo XVIII Lichtenberg, matemático de Gotinga, completaba el aforismo: "El bienestar de muchos países se decide por mayoría de votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gentes malas que buenas". Interesante el cuestionamiento de la democracia porque destaca su razón de ser: proteger el bien común de esa posible maldad mayoritaria. Más allá de buenas o malas razones personales, el hecho es que el sujeto humano puede ser hacedor y hechura de la cultura. Entonces lo que importa es en qué contexto democrático, con sus imperfecciones, o en qué certeza despótica y cruel, se toman las medidas de bien común. La naturaleza de ese contexto no sólo definirá la índole justa o perversa de ese bienestar, y a quienes beneficia, sino que será un dispositivo propicio a la resolución o a la exaltación de esas universales disposiciones hacia la crueldad. Sería un grosero error pensar que la crueldad está inexorablemente sobredeterminada desde la inicial patología de fronteras, consecuente a la falla de la proto-represión. Claro que la pretensión de impunidad del vero cruel pareciera demostrarlo así, y en efecto los psicoanalistas no descartamos la presencia de la sobredeterminación en algunos cuadros clínicos, tal como ocurre con algunas formas severas de perversión y en estructuras francamente psicóticas. El repudio de la castración en cuanto límite que aparece en los perversos, y la certeza propia de algunos cuadros psicóticos, también se encuentra en la vera crueldad, aproximándola a esas patologías. Pero debo señalar que los posteriores dispositivos sociales por los que atraviesa un sujeto cruel, no deben ser descartados en cuanto a los efectos reparadores, o de agravamiento, sobre él. Entre estos dispositivos cobra importancia una "justicia justa", no ajena a la justicia social, que no sólo se ocupe de ajusticiar, sino que opere pertinentemente sobre alguien, cuya especial patología le impide acceder a los procesos de represión como fundamento del sujeto ético.

Intentaré hacer algunas consideraciones, algo conjeturales, acerca del origen de la universal disposición hacia la crueldad. Para ello me valdré de un texto, a fe que curioso, de Ronald Fairbairn, que leí hace más de cuarenta años y que él escribió próximo a mi edad actual. En su momento descarté el valor teórico del mismo, pero nunca olvidé sus ideas que prefiero evocar sin releerlo, permitiendo que se estructure según mi recuerdo. Él debería decir más o menos lo siguiente: si un lactante, frente a la demora de los suministros necesarios a su vida, pudiera pensar, pensaría a sus padres como incondicionalmente crueles, pues habiéndolo traído a la vida, lo matan con indiferente abandono. La única manera de hacer condicional esa incondicionalidad, dependería de otro pensamiento: no es que ellos sean crueles, es que los odio y me castigan, si los amo viviré.

Pienso que esta imaginativa construcción insinúa el posible antecedente infantil de la disposición hacia la crueldad y también de su renegación. Cuando Fairbairn hace "pensar" a un lactante, es posible que esté poniendo, muchos años después, palabras a sus propias vivencias infantiles. Otro tanto estaría haciendo yo, al dar finalmente crédito, a algo teóricamente descartado en una antigua lectura nunca olvidada. Finalmente ambos estaríamos "sabiendo" lo que siempre "supimos". De hecho éste es el núcleo de la perelaboración en un proceso psicoanalítico.

En la Biblia se alude al impronunciable nombre de Dios. Aquel que entregó a Moisés las primeras tablas, aun no de la ley, donde figuraba ese ilegible nombre. Fueron las tablas que Moisés rompió con tremenda ira, ordenando el exterminio de los idólatras, sus antecesores y sus descendientes. Un genocidio consignado bíblicamente. En las segundas tablas, las de la ley, están grabados, ahora con letras pronunciables, los mandamientos divinos, entre ellos: no matarás y también no pronunciarás en vano -es decir con indiferencia- el nombre de Dios.

Los mitos constituyen un mensaje que encamina hacia la verdad histórica. Bien puede este mito de las tablas ilustrar el que construyó Fairbairn, cuando puso palabras a las impensables huellas de sus infantiles vivencias en relación a la crueldad. Vestigios que en el autor, como en todo sujeto, aluden a un mítico enfrentamiento con el Señor incondicional de la muerte o de la vida, en ese orden, según fuera sea la respuesta. Así se prefigura, en la estructura psíquica del ser humano, la posibilidad de una deidad terrible, que demanda el sacrificio como eje de religiosidad. Para algunos este odio sacrificado, será el recurso pronto ante el señor de los cruel, con quien además se identifica. Para otros será mortificada renegación y aun estructural ceguera. Ambos ante el acto más cruel, tenderán a creer que "por algo será".

Para un psicoanalista resulta esencial despejar en sí mismo, estos puntos ciegos; lo contrario supone el riesgo de una connivencia con lo cruel, aproximando aquello de "matar con la indiferencia". La abstinencia deja de serlo cuando se degrada a indolencia, literalmente eludir el dolor. Algo entendible como resistencia en un paciente, pero que constituye una falla metodológica y aun ética en el psicoanalista.

Cuestiones en torno a la ética

A esta altura, a nadie se le escapan algunas cuestiones arduas acerca de cómo evaluar, sobre todo desde el punto de vista de la ética y de la justicia, al cruel. Hay sobradas razones para descartar una explicación primordialmente instintivista de la crueldad mayor, del vero cruel, y del sobreviviente, aun admitiendo aquella espúrea mezcla donde, por falta de una protorepresión, la precaria pulsionalidad corrompe la índole natural del instinto, sin poder coartarlo. Pero debo señalar que sería un error desplazar esta sobredeterminación, como único origen absoluto e inexorable de la crueldad, hacia las tempranas y graves fallas del círculo que acabo de describir. Riesgo en el sentido de pensar que la situación se juega únicamente ahí, no tomando en cuenta que los posteriores dispositivos socioculturales por los que atraviesa el sujeto, jugarán en uno u otro sentido como factor de resolución o de agravamiento. Entre estos dispositivos están los educacionales, laborales, políticos, etc., y de manera especial la solidaridad o la indiferencia que entornen a quien tal vez viene mal parado desde su inicio. No hay que excluir, como un dispositivo especialmente importante, "el de una justa justicia" operando sobre alguien perturbado, en grados patológicos, en sus propias posibilidades de represión. Una justicia que no se ocupe solamente de ajusticiarlo, sino que sea ante todo justicia social. Claro que para la eficacia reparadora de esta justicia, también es pertinente pensar en forma semejante a los ya señalados impedimentos para la acción terapéutica, sobre todo cuando se trata de la vera crueldad, su impunidad y su saber canalla.

El riesgo extremo de pensar sólo en términos de sobredeterminación implicaría el absurdo de considerar a la crueldad y su dispositivo sociocultural como un atenuante, a la manera de la "emoción violenta", afín a la coartada de la "obediencia debida", del cruel, a su dispositivo y a la línea de mandos; ésto vale prevalentemente para la vera crueldad. Por el contrario, en el otro extremo, también se puede caer en el error de pensar que todo sujeto cruel, me refiero prevalentemente al sobreviviente, es sujeto irrecuperable. Sin embargo desde la práctica clínica psicoanalítica no podemos descartar totalmente la cuestión de la sobredeterminación. Lo vemos clínicamente en las neurosis de destino y, de manera más dramática, en las estructuras psicóticas víctimas de los atrapamientos trágicos que llegan a tener efectos irreversibles. También hay que considerar un cuadro muchos más extendido de lo que habitualmente se lo advierte, el ya mencionado mandato de muerte, impregnando a un sujeto permanentemente encaminado a situaciones límites, por dentro o por fuera de la crueldad. Un intento, de hecho inconsciente, de apoderarse y poner fin a lo que siente ajeno a él. Son tantos los riesgos a que está expuesto, entre ellos la violencia y la droga, que suele morir en el intento.

Entonces cabe la pregunta de fácil respuesta y difícil solución: ¿Es siempre punible el comportamiento del cruel? Claro que lo es, pero de una manera que no debería quedar reducida sólo al actor directo del accionar cruel, debería incluir en la sanción, por más utópico que parezca, distintos círculos concéntricos que constituyen el imprescindible dispositivo sociocultural para el accionar cruel, sobre el que he insistido a lo largo de este trabajo. Los que dan apoyatura logística, los que organizan políticas socioeconómicas a partir de los aparatos de terror, verdaderos responsables intelectuales y activos beneficiarios de la crueldad. Pero también los que por vía de la renegación o de la ceguera, no sabiendo a qué atenerse terminan ateniéndose a las consecuencias, cayendo en la posición del idiota, sin que el término resulte un insulto o designe un cuadro neuropsiquiátrico. ¿Será que la expresión descalificadora de "idiotas útiles", conque los sectores sociales más reaccionarios aluden con frecuencia a aquellos que se presentan afines a políticas solidarias, terminará cobrando otro sentido no precisamente solidario?

No cabe duda que la banalización del término ética, puede llegar a jugar a favor de una connivencia con lo cruel, cuando designa sólo una actitud abstinente que se limita a hacer únicamente lo correcto. No deja de ser un mérito, pero muy alejado de un accionar activo y eficaz. Una ética no abstinente puede llegar a configurar una forma moderna de la utopía, con tópica hoy, en tanto se propone otra doble negación, ahora en sentido opuesto al de la renegación que además de negar, niega que niega. Aquí se trata de negarse a aceptar lo que niega lo real. La crueldad es una instancia real.

Pensándolo bien, es posible que la propuesta de una ética con tópica hoy, confrontada a la magnitud cotidiana de lo cruel, resulte verdaderamente una utopía pero en el sentido clásico. Tal vez sólo una esperanza. Al respecto recuerdo que cuando leí un aforismo de Ciorán: "La esperanza es el estado natural del delirio", completé su pensamiento así: si la esperanza es el estado natural del delirio, en cuestiones límite (la vera crueldad lo es), el delirio es el estado heroico de la esperanza.

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