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¡Que no haya muerte!

Lucía Molina Fallas

Dos escenas.

Los colores pueden ser, dorado, carmín, piel, vino tinto. La acción se desenvuelve en un baile. El espacio es un gran salón, lleno de ventanería, y espejos, hacia el fondo se observa una escalera que lleva hacia las habitaciones de la casa. El vestuario es del siglo XVIII, trajes largos y escotados para las mujeres, mallas y cabelleras largas sujetadas para los hombres. El ambiente es festivo. Esa noche se despide al hijo mayor de la familia, quien saldrá de su casa para estudiar. Esa noche él promete amor y promete regresar.

No hay color, porque el negro es negación del color. La acción es violación, se abren las entrañas del lugar donde reposa la muerte. El espacio es un cementerio, no puede ser descrito un cementerio, un cementerio es... es tierra, concreto, soledad, algunos árboles, aire frío.

El vestuario es el mismo que habíamos indicado para los hombres, pero esta vez, es un solo hombre, y su ropa esta sucia y algo dañada. El ambiente es una mezcla de ansiedad y dolor. Esa noche un hombre reniega de la muerte, esa noche un hombre pretende ir más allá del límite de la vida.

Son imágenes que lleva a la pantalla el director de cine Francis Ford Coppola, en las que nos propone su lectura de la obra literaria de Mary Shelley: "Frankenstein". Tanto la puesta en escena como el texto convocan en quien escribe una pregunta sobre la ética del deseo que ocupa un lugar importante en las reflexiones de Jaques Lacan., que muchas veces parece tomar el lugar de estandarte - también de ideal - del psicoanálisis.

"Yo era su juguete y su dios, más todavía: su hijo; la débil criatura inocente que el cielo les había entregado para que le enseñaran el bien y que sólo ellos podían dirigir hacia la felicidad o el sufrimiento , según como llevaran a cabo sus deberes de padres. [...] Me educaron con tanta dulzura que sólo recuerdo de aquel periodo una continua sucesión de instantes felices."

Un joven bello, inteligente, enamorado, amado, apasionado...¿qué más se podría pedir?. El lo pide. Pide que no haya muerte. No quiere perder a los seres que ama, no quiere que la muerte robe el brillo de sus ojos, no quiere que se acaben sus risas. Y no se trata de algo poético, se trata del cuerpo, de ese que yace en la mohosa tumba.

Todos recordamos que Víctor Frankenstein construyó con pedazos de cadáveres un monstruo, que no es un hijo parido, ni es su gran obra, es sólo un monstruo al que nunca dio nombre. ¿Por qué, en la locura de una noche un hombre construye "algo" que puede destruir su vida?, ¿por qué la pasión como ave de rapiña se apodera del alma de este joven, convirtiéndole en un monstruo?. El no puede negar esta paternidad, el fruto de esa noche de pasión es invariablemente un monstruo.

Acaso tiene que ver con esa dimensión en que lo monstruoso y lo bello se presentan tan cercanos. Los actos de los hombres son diversos. En un sublime acto de amor se concibe un hijo. En un acto de soledad se escribe un libro. Hay también actos de arbitrariedad o locura en las que se manda asesinar a grandes grupos étnicos, y otros actos en los que se fabrican bombas con las más diversas características.

Están esos actos importantes que marcarán nuestra vida y aquellos de los que quisiéramos olvidarnos, y hasta devolver el tiempo para borrarlos. Y están esos otros, esos de todos los días, esos que llamamos cotidianos.

Piedras.

"...como tampoco puede volver a tomar una piedra el que la ha lanzado, pero en su mano estuvo tomarla o arrojarla, ya que el principio de la acción en él estaba."

"Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra."

"Hay quienes tiran la piedra y esconden la mano."

Casualmente estas tres citas que recurren a algo tan concreto como una piedra, remiten al juicio que se puede hacer sobre los actos de los hombres. El lanzar una piedra está del lado de proferir un daño a un otro, e indirectamente remite a la "responsabilidad" que esa persona tiene sobre sus actos.

La primer cita es tomada de ética a Nicómaco, texto en el que precisamente, Aristóteles, se da a la tarea de proponerle a Nicómaco cómo debe guiar su conducta. Propone que el hombre es principio de sus actos, de manera tal que no habría actos involuntarios, y por consiguiente hay responsabilidad con respecto a todo lo que se hace.

La segunda se trata de un texto bíblico, el mismo Jesús es puesto a prueba por los fariseos, se lo confronta con la ley de Moisés, y su salida es proponer un juicio que procede de cada uno. El no va a juzgar a la mujer, ellos tampoco, que cada quien se juzgue a sí mismo, invalidando la universalidad de la ley.

En el tercer caso se trata de un decir popular, "hay quienes tiran la piedra y esconden la mano", el daño ya está hecho, pero su causador esconde su responsabilidad. El mismo se ha juzgado culpable pero se rehusa a que otros reconozcan su participación.

En las tres situaciones propuestas el reducto final es el individuo, es él quien juzga sus actos y las consecuencias de los mismos, se sabe implicado, el vuelve su mirada hacia si mismo y determina su responsabilidad.

Todo lo que hacemos tiene consecuencias, desde los actos más importantes de nuestra vida, hasta los más simples. Pero no es cierto que siempre seamos conscientes de ellos o de sus consecuencias. De esto da cuenta el psicoanálisis, de un sujeto dividido, de algo que es hablado en el sujeto más allá de su voluntad. De los fenómenos del inconsciente, de la pulsión de muerte, de los frutos de la pasión o de la locura , de "eso" no podemos dar cuenta.

 

Laberinto.

Parece un callejón sin salida. Por un lado podríamos decir con Aristóteles que el hombre es dueño de sus actos de principio a fin, y por otro lado podemos decir con el psicoanálisis que hay una escisión que se produce en el sujeto, que no hay unidad.

Del callejón sin salida pasamos al laberinto en que nos introduce Lacan con su pregunta de juicio final:

¿Ha actuado usted, consecuentemente, con el deseo que le habita?.

Retornemos a Víctor Frankenstein que ante semejante pregunta se torna menos monstruoso, dada la monstruosidad de la pregunta, ¿cómo saber si se ha actuado en conformidad con el deseo que nos habita?, si el deseo es ese inquilino misterioso, que algunas veces ni siquiera nos paga la renta, si el deseo es ese perfecto desconocido que nos propone una cita, a la que si es que asistimos, porque no siempre asistimos a sus citas, al fin de cuentas no sabemos si estuvimos con él o no. Algunas veces una especie de intuición y un sentimiento de alegría o de emoción nos hace creer que si, que al menos rozamos su gabardina, aunque no hayamos visto su rostro. Nosotros a diferencia de Psiquis nos conformamos con esto.

Pero retornemos a Frankenstein:

"Algunas veces mi carácter era violento y mis pasiones vehementes. Pero gracias a cierta peculiaridad de mi espíritu, aquellos arrebatos, en vez de orientarse a fines pueriles, hallaban su expresión en el deseo de aprender todo cuanto fuera posible."

Cuando este personaje sale de su casa para estudiar lleva en mente regresar, lleva su corazón comprimido por el dolor de dejar a quienes ama tanto. Su pasión por el saber le hizo permanecer tres años continuos sin mayor comunicación con su familia: "Quien no haya experimentado la irresistible atracción de la ciencia no podrá comprender su tirania..." (Shelley, M. IBID. P.36). Su afán por desentrañar los misterios de la vida y la muerte lo llevan a recorrer el camino que bien conocemos, a perder a causa de su "creación" a las personas más amadas, y con ello la vida misma perdió todo valor, todo sentido.

¿Cómo se pierde en este laberinto?, ¿se puede seguir así ciegamente un deseo?

El deseo es deseo del Otro.

Tal vez es bueno para finalizar ir al inicio, saber donde inicia este camino, indudablemente es en el Otro materno, que le da un lugar en su deseo a ese pequeñito que tiene entre sus brazos, la madre deja al niño porque hay un Otro que la llama, que le pide que deje a ese niño, que le deje ser, que no lo absorba, ella lo deja, pero lo deja marcado, lo deja deseante. Ese deseo, que es la marca de que ella estuvo ahí, lo libera y al mismo tiempo lo aprisiona. Su deseo es deseo del Otro, desea al Otro, desea lo que el Otro desea.

El otro es punto de partida y punto de llegada, el sujeto se constituye ahí, en los espacios que hay entre las partidas y las llegadas. La propuesta lacaniana es que el deseo es del Otro, nos habla de lo horroroso de esa enajenación, de que esa identidad se construya a partir del espejo y también de lo horroroso de la pérdida del lazo social, de la locura que ello implica.

En los momentos de climax, la dimensión de otredad aparece anulada; un poco como se nos propone que ocurre en la psicosis. Si el deseo aparece como esa irreductible diferencia del sujeto, esa diferencia no es tal que borre la dimensión del Otro, y es tal vez esa dimensión la que se pierde en el personaje, se puede intentar actuar conforme al deseo, pero el deseo es deseo del Otro. Se produce como resto de esa demanda de amor que hacemos. Se produce porque hacemos una demanda de amor.

La pregunta por la ética del deseo es una pregunta vigente.

En su obra Mary Shelley hipotetiza, ¿qué sucedería si un hombre pudiese construir un ser y darle aliento de vida?. Lo humano mismo es expuesto con la mayor fuerza en una de las más duras novelas escritas. El Víctor Frankenstein de Mary Shelley, es sin duda una propuesta ética.

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