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Número 7 - Diciembre 2005

El cuerpo del psicoanálisis: una introducción

Katia Weissberg


Este es un tema que hemos trabajado desde hace tiempo en equipo: la subjetividad en el cuerpo o el cuerpo de la subjetividad, el cuerpo que habla cuando el sujeto no puede decir más que con la enfermedad, el cuerpo como escenario en el que se viven los afectos que no pueden expresarse en palabras.

Hace algunos meses el Secretario de Salud, Julio Frenk, habló en diversos medios de comunicación sobre cambios importantes que estaban ocurriendo en nuestro país en los procesos del enfermar, lo que planteaba retos e interrogantes a los esquemas de atención a la salud. Mencionaba el aumento de enfermedades crónicas, degenerativas, que no se curan con procedimientos o intervenciones únicas, ni con medicamentos específicos administrados en un tiempo determinado; del incremento de patologías que a nivel social involucraban en el ámbito de la enfermedad a más actores que el propio enfermo, básicamente su familia; de padecimientos que llamaban la atención de profesionales fuera del campo de la salud y requerían de su participación para ser remontados. Daba como ejemplos algunos casos de diabetes en los que el enfermo permanece como tal por más de dos décadas y las consecuencias que ello traía: el incremento del deterioro de la salud, del déficit en la calidad de vida, el constante aumento del gasto económico que la familia debía absorber por tiempo prolongado, la imposibilidad de recuperar el desarrollo vital de la persona, de la familia, la cancelación de las oportunidades de contribuir al entorno de una u otra forma y el desgaste emocional que todo ello conlleva.

En este sentido, el campo de la salud ha dejado de ser exclusivo del quehacer médico y los patrones de enfermar, así como los de sanar, convocan cada vez más a otros tipos de pensamiento, con lo que demandan un lugar diverso. Como afirma Carlos Fernández Gaos, "el saber médico se ha visto en la necesidad de reconocer la importancia de los factores subjetivos en el origen y evolución de los fenómenos mórbidos y hasta en su conclusión, sea ésta la curación o la muerte". 3

De igual modo, es claro que el cuerpo puede ser aprehendido desde lecturas diferentes y que, aun no estando enfermo, ha irrumpido en el campo del psicoanálisis para que éste lo escuche, lo atienda y lo ubique de otra forma.

Si bien parecería ser que el campo de acción del psicoanálisis se refiere al ámbito "puramente" emocional, lo cierto que nunca ha estado alejado de lo que sucede en el cuerpo. Así, Colette Soler dice: "Que el inconciente no existe sin incidencia sobre el cuerpo se descubrió desde los comienzos del trabajo de Freud......el inconciente no es sin relación al cuerpo". 4 El mismo Freud escribía a Groddeck en 1917 lo siguiente: "En mi ensayo sobre el Icc que usted menciona hallará una nota apenas visible: ‘Reservamos para otro contexto la mención de otro notable privilegio del Icc’. Le revelaré a qué se refiere esta nota: a la tesis de que el acto inconciente tiene sobre los procesos somáticos una intensa influencia plástica que nunca posee el acto conciente". 5 Esta nota aparece a pie de página del texto sobre Lo Inconciente, justo después de que se enumeran las características propias de funcionamiento del sistema.

Por lo menos desde dos lugares, la histeria y la sexualidad, lo somático ha estado presente siempre, tanto en las teorizaciones como en el trabajo clínico del psicoanálisis.

Desde sus inicios, la histeria planteó un enigma que abrió las puertas al desenvolvimiento del psicoanálisis. Esta mostraba síntomas corporales que resultaban inexplicables biológica o anatómicamente, de tal manera que algunos médicos pensaron que, en el fondo, se trataba sólo de un proceso de sugestión, autosugestión o hasta de simulación.

El psicoanálisis entendió las manifestaciones histéricas como expresión de un conflicto psíquico inconsciente: detrás de los ataques, de las parálisis, las neuralgias, las anestesia, las perturbaciones visuales y alimenticias se encontraban -si se las buscaban adecuadamente- fantasías inconscientes que podían dar cuenta tanto de la génesis de los síntomas como de su mantenimiento.

Estas fantasías, que constituían el núcleo patógeno del cuadro, resultaban inconciliables con el yo del enfermo y lo ponían en aprietos, por lo que tenían que ser expulsadas de la conciencia, dando lugar a la represión de las mismas en lo inconciente. El psicoanálisis le dio al síntoma histérico el lugar de la manifestación simbólica de un conflicto psíquico inconsciente.

Así, más allá de la biología y de la sugestión, en la histeria, un conflicto inconsciente se expresaba en lo corporal por vía de una conversión de la energía psíquica en una inervación somática. En este sentido, la anatomía que en la histeria se pone en marcha es, más que una orgánica, una personal, simbólica, subjetiva y que adquiere sus especificidades en el vivenciar propio del paciente. "La histeria toma los órganos en el sentido vulgar, popular, del nombre que llevan", 6 dirá Freud; es una anatomía trivial, que desconoce los conocimientos de la anatomía nerviosa y que le atribuye, en cambio, un valor de representación, afectivo y vinculado con la historia del enfermo.

Dichas vivencias eran generalmente de tipo sexual. Freud escuchaba a sus pacientes y el asunto irrumpía una y otra vez en sus relatos, de muy diversas maneras; si en algún momento pensó que el contenido de los mismos se había verificado en la realidad, con el tiempo descubrió que su veracidad de los hechos no podía comprobarse y que más bien se trataba de fantasías propias de quienes hablaban. Este traslado de la realidad material concreta al ámbito de la fantasía abrió las puertas de la "realidad psíquica", espacio del deseo inconciente por excelencia donde la fantasía como creación individual, tiene derecho de existencia. Lo que para Freud designa el término no es sólo el campo de acción particular del psicoanálisis sino lo que para el sujeto tiene ‘valor de realidad’; en este sentido, la realidad psíquica constituye una forma particular de existencia, diversa frente a la realidad material, con la que no debe confundirse.

El descubrimiento del mundo de la fantasía, de la realidad psíquica del sujeto, llevó desde el inicio la marca de la sexualidad. Independientemente de que se tuviera en mente un evento o suceso traumático ocurrido en la realidad o una fantasía de seducción, la sexualidad insistía en ser escuchada. Sin embargo, la sexualidad que se ponía en escena una y otra vez en el decir de los paciente no era solamente una genital sino una pulsional, marcada y vinculada con el erotismo y el deseo, producto de las relaciones íntimos del sujeto con los otros en y a lo largo de su vida. Dice Laplanche: "Allí donde Freud la encuentra, en psicoanálisis, es siempre en forma de deseo: éste, a diferencia del amor, depende siempre estrechamente de un soporte corporal determinado y, a diferencia de la necesidad, hace depender la satisfacción de condiciones fantasmáticas que determinan estrictamente la elección del objeto y la ordenación de la actividad". 7

En este sentido, el trabajo de la fantasía con su trasfondo siempre sexual condujo al establecimiento de la sexualidad infantil y a la conceptualización del Complejo de Edipo. De ahí se abrió camino a conceptos como el de la libido y la pulsión, la constitución de la misma y su importancia en creación de la vida psíquica del sujeto. La pulsión definida por Freud tiene una implicación de lo relacional en donde la constitución afectiva toda del sujeto esta comprometida desde una perspectiva corporal: "Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la pulsión nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante (Repräesentant) psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan al alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal".8

En la histeria la afectación del cuerpo es funcional: un órgano queda impedido de llevar a cabo su desempeño fisiológico sin que ningún suceso anatómico lo justifique. En la somatización la lesión hace su aparición afligiendo al sujeto orgánicamente desde el daño anatómico. De la función a la lesión la implicación del sujeto puesto en juego en cada caso no es el mismo y es convocado desde lugares diferentes.

La somatización implica fallas en la constitución de la subjetividad. Lo que pone en evidencia es que a falta de una realidad psíquica substantiva que sostenga y de cuenta de la vida interna del sujeto, el cuerpo entra de relevo a expresar su derrumbamiento interno. De ello da cuenta la escasa vida fantasmática de la persona, su dificultad o hasta su imposibilidad para hablar y asociar libremente, sus dificultades para dormir y crear sueños, su fijación a lo concreto y al discurso social como sostén. Si la sintomatología conversiva puede atribuirse a la mediación simbólica del cuerpo, en la somatización no hay simbolización posible. Todas las producciones subjetivas –fantasías, sueños, deseos, asociaciones de lenguaje- quedan puestas en entredicho y el cuerpo, a falta de sujeto que lo haga, habla. Las fallas de la construcción del mundo interno se encarnan y el cuerpo enferma.

Con respecto a la somatización existe algunas discusiones importantes: Para algunos, el campo del acontecer orgánico del paciente está fuera del trabajo del psicoanálisis, cuyo terreno de acción es -como hemos dicho- el de la "realidad psíquica"; que se expresa en lo que la persona habla; lo orgánico como realidad concreta, no tiene nada que ver con el quehacer en el diván y queda excluido de lo que ahí sucede. Sin embargo, esta demarcación arbitraria de campos de acción disciplinaria no necesariamente concuerda con lo que sucede al sujeto y excluye la posibilidad e escuchar y trabajar lo que éste expresa a través de su cuerpo, lo que con el dice y la significación que tiene. Para nosotros, el cuerpo, su constitución y sus manifestaciones son parte de esa realidad psíquica; si bien no se aprehende de la misma forma que lo puesto en palabras, no tiene porque quedar excluido.

Un segundo nivel de discusión se refiere al ámbito de lo estructural. Para algunos autores, la psicosomatosis es una estructura en sí misma, diferenciada de otras como la neurosis o la perversión; para otros, el evento somático puede hacer su aparición en cualquier estructura y no es exclusiva de personas que necesariamente hayan pasado por una vía de estructuración única. Nosotros podemos hablar de momento de somatización o de pasajes al acto en el cuerpo más que de estructura en sí; en este sentido, cualquiera pueda ser sujeto de somatización en determinadas circunstancias de su vida que no son ajenas a su historia. De todas formas es innegable que hay pacientes con fuertes tendencias a la somatización y que su número va en aumento, como corrobora el Secretario de Salud; independientemente de que dicha problemática constituya una estructura establecida de por sí y de las implicaciones que el pensamiento de tipo estructural conlleva, es importante dar lugar a las aportaciones que explican el acontecer del cuerpo a partir de mecanismos y procesos psíquicos específicos que lo involucran directamente.

Todo ello nos permite entender al cuerpo de manera mucho más amplia, esto es, no sólo como el cuerpo enfermo o lesionado sino el cuerpo en sí, desde el lugar corporal del sujeto. Así se abre la vía para entender al sujeto en su cuerpo más allá de una patología específica y de sus síntomas, más allá de un padecimiento médico, en el que se pone el énfasis justamente en la enfermedad orgánica que muestra ese cuerpo, más que en el sujeto portador de la misma. El más allá del cuerpo de la enfermedad es el cuerpo del sujeto, sujeto del cuerpo, campo de acción que el psicoanálisis pretende rescatar y desentrañar cuando mira y escucha al sujeto en su cuerpo. Ello implica, por ejemplo, atender al cuerpo en el diván e incluir sus reacciones en el dispositivo como forma de expresión auténtica que algo representa; implica entender al cuerpo más allá de lo biológico, de lo anatómico, de lo médico y de lo evidente en su físico para descubrir al sujeto que porta ese cuerpo, que algo dice de él, más allá de las palabras que expresa.

Así hemos entrado al terreno del sujeto. A diferencia de la psicología y la filosofía, que entienden por sujeto al de la conciencia o el del comportamiento, desde el psicoanálisis hablamos del sujeto del Inconciente. Aunque Freud habló de individuo, dio cuenta justamente del conflicto que atraviesa a la persona en su división interna, intrasubjetiva, que lo amarra a la vez que lo constituye y que, a su vez, abre paso a su verdad más profunda e íntima. Así, en este sentido de la palabra sujeto, en tanto sujeto sujetado, Lacan introduce en el psicoanálisis el sujeto que Freud inauguró y cuya filosofía bordeó permanentemente, pero que no desarrolló explícitamente. 9

El sujeto del Inconciente es pulsado por mociones que, a pesar de ser propias y constitutivas de sí, le son desconocidas. Es un sujeto carente que jamás está completo, aunque lo parezca, un sujeto sujetado en lo subjetivo por el lenguaje que lo precede y lo estructura, por los otros a los que necesita primero para vivir y luego para sobrevivir, que lo marcan, lo aman, lo satisfacen o lo frustran y de los que realmente nunca se separa del todo.

El sujeto del psicoanálisis es el del deseo. El sujeto desea porque algo le falta y esa presencia de lo que no tiene lo marca y le abre las puertas del deseo. Si lo tuviera todo, si fuera todo, nada desearía. A su vez, sin deseo del otro no hay sujeto psíquico. El sujeto del psicoanálisis existe antes del nacimiento de su organismo en la estructura familiar y social, que le da un lugar si lo esperaba y puede proyectarlo a futuro, o se lo niega o condiciona si llega "por sorpresa"; también vive más allá de la muerte orgánica a través de los otros que lo han incorporado como objeto, de amor, de dolor, de duelo, de recuerdo y que han recibido su nombre. De este modo, su cuerpo no deja de ser un organismo que no se hace un cuerpo, subjetivo, propio del sujeto, "su-yo" –recordemos que para Freud el yo es en mucho un yo corporal- sin pasar por procesos de constitución y apropiación psíquica.

A su vez, la constitución del sujeto corporal está marcada por el deseo del otro y su participación en el proceso es fundamental: la supervivencia misma del bebe depende de que haya alguien que la desee y, al hacerlo, sitúe sus necesidades corporales más allá de lo biológico. La madre otorga al bebe un doble cuerpo: el organismo que parió de sí y el discurso con el que interpreta y construye lo que en el acontece; así ubica lo que en él ocurre a nivel de la inscripción simbólica de la que partirá la historia que el sujeto podrá ir construyendo en el tiempo; el discurso que sobre las necesidades y eventos orgánicos haga la madre es constitutivo del aparato psíquico del niño y de su ubicación como sujeto; el cuerpo –simbólico- del bebe dependerá enteramente del modo en que la madre lo arrope, lo alimente, lo limpie, lo mueva, le permita dormir y crecer. En este sentido, la palabra de la madre funge como ladrillo y se presta como elemento de construcción del yo del niño, concretamente de sus sensaciones corporales. Existe, así, una relación privilegiada entre el cuerpo fundamental del niño, y el cuerpo emocional de la madre que lo erotiza e instala con ello un registro diverso al puramente orgánico; la libidinización que de el hace la madre constituye la activación corpórea de los sentidos del bebé y la excitación de la actividad somática gracias a la conjunción de su organismo con el cuerpo de la madre; es la puesta en marcha de la funcionalidad orgánica del primero a partir de la simbolización que de él hace la segunda. El discurso interpretativo y simbolizante de la madre sobre los acontecimientos orgánicos del bebe representan, simultáneamente, su puesta en vida.

En este sentido, Francoise Dolto habla de una auténtica arquitectura relacional, ".....que lo es únicamente sí, mientras presta sus cuidados al niño, la madre nutricia habla: arquitectura centrada por los lugares erógenos de placer (en particular los agujeros del cuerpo, pero no solamente ellos), los cuales siempre están articulados a un lugar funcional donde la percepción es esperada, a veces convocada mediante gritos, espera satisfecha o rehusada por la madre nutricia. En ninguna parte mejor que en el nivel de la imagen de base y del narcisismo primordial puede captarse el conflicto que opone entre sí pulsiones de vida y pulsiones de muerte, pudiendo las últimas seguir predominando largo tiempo en un bebé cuando la madre (o el entorno) trata al lactante como si fuera un paquete, como un objeto de cuidados, sin hablar a su persona".10

Así, el psicoanálisis inaugura un concepto diferente del ser humano; éste, a pesar de ser racional, cae en el equívoco, se siente en falta y es fallido -como muchas de sus producciones más genuinas-; a pesar de "ser conciente", es agresivo, puede sentir una gran tristeza o ver-se invadido por la envidia y la rabia; a veces, sólo quisiera amar, a veces ser amado y a veces quisiera amar y ser amado. El sujeto del psicoanálisis es el de los afectos y los conflictos inconscientes a que conducen, a los que más sujeto queda mientras menos quiere saber de ellos.

Su cuerpo, el del sujeto, el del psicoanálisis, no es el de la medicina. Es un cuerpo que habla y se expresa más allá de su anatomía, que está atravesado por el deseo del Otro y de los otros y que, por sobre todas las cosas, siente o está impedido de hacerlo, afectado por la subjetividad.

Para dar un ejemplo hemos tomado un capítulo de los Teatros del Cuerpo de Joyce McDougall que se titula "Un cuerpo para dos". Lo he elegido porque presenta el caso de un analizado polisomatizante, que no se restringe a un padecimiento orgánico, lo que hace evidente la necesidad de trabajar con el sujeto que circula en los diversos padecimientos, más allá de la patología misma o incluso de la posibilidad de encontrar "la" fantasía que soporta la enfermedad específica. También muestra claramente la participación del otro, sobre todo la madre, en la construcción de un cuerpo enfermo, asunto que retoman casi todos lo autores desde diversas perspectivas: el deseo de la madre o su falta: abortos, niños no deseados, etc. Además es un tratamiento analítico con desenlace positivo. No todos son así; de hecho el texto de McDougall presenta más de un caso dramático con finales trágicos de muerte o hasta suicidio. En cuarto lugar, habla específicamente del manejo de la contratransferencia, asunto que quisiera ampliar a continuación.

El motor del proceso psicoanalítica y de la cura a la manera de cómo es entendida por el psicoanálisis es la transferencia, esencia misma de la relación entre analista y analizado. Designa un proceso mediante el cual los deseos inconscientes infantiles se trasladan y se actualizan sobre determinadas personas con las que se tiene cierto tipo relación. Lo que se vive en la transferencia es la reedición en la figura del analista de prototipos infantiles inconscientes, derivados básicamente de las figuras parentales ambivalentes. Ello implica la actualización viva e intensa en y con la figura del analista de conflictos con objetos infantiles.

La contratransferencia hace referencia al proceso transferencial invertido, es decir, la forma en la que el analista recibe la transferencia del analizado y lo que hace con ella; pero implica también lo que el analista deposita de sí en los pacientes y a lo que de su historia remueve cada uno de ellos.

Si durante mucho tiempo se pensó que las transferencias debían ser eliminadas por ser obstáculo del proceso al ser fuente de resistencia al trabajo analítico, pronto se descubrió que en realidad esto sólo se refería a la transferencia negativa y que su contraparte, la positiva era el motor mismo del tratamiento. Así, Freud habló de neurosis de transferencia como el campo específico de acción del psicoanálisis, argumentando que quienes eran incapaces de establecer transferencia no podían ser tratados por el psicoanálisis; en este sentido, la contratransferencia debía ser eliminada por el analista, que debía abstenerse de cualquier manifestación subjetiva propia en aras de promover las asociaciones del paciente y la proyección transferencial de su mundo fantasmático. Ahora sabemos que el hecho de no establecer transferencias neuróticas no implica la imposibilidad de hacer transferencia; el proceso esta fuertemente marcado tanto por la subjetividad del analizado como la del analista, que utiliza su contratransferencia como instrumento puesto en acción en el trabajo con el analizado.

Esto es particularmente fuerte e importante con pacientes somáticos. "Esta tarea presenta considerables riesgos, en la medida en que nos enfrentamos a una dimensión de muerte interna que infiltra el discurso analítico y que amenaza a nuestra propia vitalidad". 11 Si en ellos la subjetividad ha quedado entre comillas y todo su mundo interno es amenazante, inexistente o ha quedado devastada por las vicisitudes de su historia personal, recurren a la del analista para el sostenimiento del proceso analítico. Al hacerlo, lo convocan desde lugares más primarios que muy frecuentemente no pasan por la palabra y que, por tanto, envían mensajes directamente a las sensaciones del analista; así, el efecto del discurso desafectivizado del un analizado somatizante lo siente el analista. Al mismo tiempo, la ambivalencia es puesta en acción: el analizado necesita al analista al tiempo que lo amenazan, lo buscan a la vez que quisiera no encontrarlo y ataca su realidad psíquica en la medida en que el mismo la tiene deteriorada. Lo que el sujeto enfermo no ha podido poner en palabras se pone de manifiesto en el proceso transferencial y aquello que el enfermo no ha podido decir no quiere que sea dicho tampoco por el analista. Entonces ataca todas sus producción subjetivas del analista, desde su poder pensar hasta en dispositivo mismo.

En cuadros neuróticos transferencia y palabra son complementarias. En analizados somatizadores la contratransferencia sustituye a la asociación libre de la que el enfermo es incapaz; su palabra no constituye un proceso simbólico, de ligazón y elaboración sino un acto y como tal se manifiesta en el proceso analítico, en el que se activan resistencias más fuertes. La participación subjetiva del analista es convocada más fuertemente, lo que implica, por supuesto, la obligación de enfatizar la necesidad de que el analista haya pasado por su propio diván para poder soportar el proceso.

El caso. G. es una analizada polisomatizante que "ha vivido de manera intensa y hasta a veces cruel la imposibilidad de constituirse como sujeto, de abandonar el cuerpo-madre, creando así un cuerpo combinado en lugar del propio cuerpo, cuerpo-monstruo que la psique intenta hacer ‘hablar’" (159).

G. sufría varias enfermedades; lo hacía desde la primera infancia, cuando veía signos de muerte por todas partes, pero éstas no eran el motivo del análisis, ni hablaba al principio de ellas; de hecho cuanto más sufría G. por sus enfermedades, más se sentía psíquicamente en paz, le confirmaban que el suyo era un cuerpo vivo y que en su interior ella era una individuo de pleno derecho. De todos modos, frecuentemente mencionaba el temor a perder sus límites corporales.

Tampoco hablaba de lo concerniente a su representación de cuerpo de mujer, que le repugnaba, le angustiaba y le impedía pensar. Ya avanzado el análisis se descubriría que para escapar del atrapamiento mortífero con su madre le daría todo: su feminidad, su sexualidad y su maternidad, hasta se convertiría en "galán" de su madre. Para G. la mirada de la madre la penetraba o la agredía nunca era tierna, y cuando niña sentía una fuerte necesidad de estar pegada a ella, aun cuando ella no la tocara.

Anorexia, asma, anginas, rinitis y gripes, úlcera gástrica y reumatismo, problemas ginecológicos, arritmia y taquicardia, eczema y urticaria y alergias. Las últimas eran compartidas con su madre. "Para G. –dice J. M.- aquello quería decir: ‘Tu eres yo; no existes’. Quizá por esta razón aquellos fenómenos alérgicos fueron los últimos en desaparecer del teatro somático de G.; ·".....representaban un vínculo erótico primitivo con el cuerpo materno y, ....., funcionaban también como una equivalente simbólica que servía para combatir un insospechado vínculo sexual con la imagen paterna" (166).

A pesar de sentirse siempre anulada por la madre, que la miraba como si no existiera, G. la llamaba y buscaba constantemente: "Nunca es de mi de quien habla; o si me mira de una forma agresiva y erótica a la vez..... No me deja respirar, a veces creo que voy a explotar. Pero cuando no está conmigo, empiezo a sentir nostalgia y a desear su presencia". Ante esto J. M. responde: "Parece tener en mente a dos madres diferentes, una a quien llama para que la ayude y tranquilice, y otra que la anula y asfixia" (162).

G. vivía a su madre como invasora, asfixiante, narcisistamente volcada en sí misma, tolerante con la niña sólo en la medida en que ésta respondía exactamente a lo que ella esperaba de ella, para luego desinvetirla cuando no lo hacía. Era una madre omnipotente que no le concedía ninguna autonomía, ni le reconocía ninguna independencia. G. parecía sólo existir en la medida en que desempeñaba el papel de un muerto.

En el caso de G. el fracaso en la introyección de una imagen materna protectora y tranquilizante, continente del sufrimiento, no podía darse. "Lo que hubiera tenido que venir de fuentes psíquicas internas, es decir, una representación de un entorno maternizante interiorizado capaz de restituir al niño el sentimiento de sus límites corporales y permitirle controlar sus emociones, debía buscarse ahora en el cuerpo que sufre " (172).

G. lloró todas las lágrimas de su cuerpo, que no dejó de manifestarse a lo lago de todo el análisis. Si soportaba el dolor físico, se quejaba del sufrimiento que sentía en la relación transferencial, una transferencia materno-pasional que le provocaba no sólo angustia sino alergias antes de cada separación, incluso los fines de semana; antes de vacaciones, soñaba con caer al abismo y quedar suspendida en el vacío mientras, literalmente, se aferraba al diván.

G. se vivía a si misma como propiedad de su madre, quizá solamente su cuerpo le pertenecía verdaderamente. En el terreno de la transferencia, "la lenta reconstrucción de su fantasía de ‘formar uno conmigo’ nos llevó no obstante a dar un nuevo sentido a sus múltiples órganos febriles y a sus dolorosas somatizaciones. A través de aquella transferencia en ósmosis pudimos comprender que no había límites entre mi cuerpo y el de G., ni entre mi ser y el suyo...... Todos sus sueños, así como sus fantasías de aquella época, mostraban claramente que sólo había un cuerpo para nosotras dos" (168-9). En su fantasía, cuando su cuerpo sufría un ataque lo padecía igual el de la analista, justo castigo que debía sufrir por haberla abandonado; a su vez y de este modo, era G. quien privaba a la analista de su ser como sujeto.

A la vez que se reducían los padecimientos orgánicos, crecía la angustia. Si dejaba de enfermarse, dejaría de existir, decía G. Además su madre no se conmovía con su tristeza, sólo con su sufrimiento físico; quizá a la analista le sucedería lo mismo...

El asma, decía G., la salvó de la locura: ".....en las crisis de asma yo luchaba sola contra la muerte; me sentía a salvo de ella [la madre]. Al mismo tiempo, me aferraba a su presencia porque ella representaba también la vida. Sin ella, yo no existía" (171).

Posteriormente apareció también la dimensión del odio hacia su madre y sus hermanas: "cuando mi piel, y mis bronquios gritaban y el estómago se me desgarraba, mi rabia sólo de dañaba a mi misma..... Enferma, mi cuerpo me pertenece y mi rabia también" (173). A través del tratamiento el odio que sentía por su madre dejó de atemorizarla para comenzar a sorprenderla, al tiempo que descubría que ese odio no le impedía amarla.

Avanzado el análisis G. logró decir: "¡Sí! Sólo a través de mi dolor corporal mantengo un vínculo profundo con usted. ¡Qué extraño descubrimiento!" (174).

Las reacciones dérmicas y los padecimientos dérmicos de G., que remitían a un deseo de muerte y terror fueron, paradójicamente, los últimos en desaparecer. La introducción tardía del padre en su mundo interno, que implicó la construcción de un nuevo eslabón vital entre los dramas ocultos de su vida psíquica, fue determinante en este sentido: "Frente a su deseo de niña, caníbal enamorada, de comerse a su madre, G. no pudo acudir ni a su madre ni a su padre para obtener confirmación de que ella también se convertiría algún día en mujer, con derecho a una vida amorosa y al placer sexual. Se vio por el contrario ..... sin lugar propio" (185). Los padres con relaciones sexuales fallidas no ofrecieron un modelo que le permitiera integrar los deseos homosexuales con su madre ni superar un complejo de Edipo incompleto que le impidió volcarse al padre. Las emociones edípicas que habían quedado reprimidas precozmente se trabajaron entonces.

A veces las enfermedades somáticas representan intentos de supervivencia psíquica, el refugio del mundo interno, que no encuentra otras vías de expresión. En este paradójico sentido, la enfermedad somática no deja de ser una creación propia del sujeto que, si bien pone en peligro la vida orgánica, es quizá recurso de salvación de la psíquica. En este sentido, Fernández Gaos afirma: "el re-encuentro con esta dimensión subjetiva de la persona significa la recuperación, revaloración y reformulación de concepciones y prácticas referidas a la salud en las que el propio sujeto, fundamento y destinatario de ellas, participe y se reconozca como tal. El psicoanálisis, en tanto hace de lo subjetivo su objetivo, está llamado a ello". 12

Lugar y forma de la sexualidad en estos pacientes: sexualidad antes que ternura. Invasión del otro –la madre- mediante la sexualidad, que pone en entredicho el ser y la vida misma del hijo... Sexualidad invasora de la madre, no contenedora.

Notas

1 Conferencia presentada en el marco de XI Semana de Psicología, Universidad Justo Sierra, 23 de Noviembre de 2004.

2 Katia Weissberg es socióloga de formación y psicoanalista egresada del Círculo Psicoanalítico Mexicano. También es docente del Diplomado "Introducción al estudio psicoanalítico de las afecciones somáticas".

3 FERNÁNDEZ GAOS C., "Subjetividad, cuerpo y salud", versión fotocopiada de la Ponencia Magistral presentada en el evento "Cien Años de Psicoanálisis", ENEP-Iztacala, 28-30-abr-1997, p. 5-6.

4 SOLER C., "El cuerpo en la enseñanza de Lacan" en GORALI (comp.), Estudios de Psicosomática, vol. 1, ATUEL-CAP, 2ª. Ed., 1994, Bs. As., p. 93.

5 FREUD S., "Lo Inconciente" en Obras Completas, tomo XIV, Amorrortu, 3ª. Reimp, de la 2ª Ed., 1990, p. 184, nota 6.

6 FREUD, S. "Algunas consideraciones con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas" en Obras Completas, t. I, Amorrortu, 2ª. Reimp. de la 2ª. Ed. 1991, Bs. As., p. 206.

7 LAPLANCHE Y PONTALIS, Diccionario de Psicoanálisis, Labor, 2ª. Reimp. de la 2ª Ed.,1979, Barcelona, entrada sobre "Sexualidad", p. 424.

8 FREUD S., "Pulsiones y destinos de pulsión". En: Obras Completas, vol. XIV, Amorrortu, 3ª. Reimp, de la 2ª Ed., 1990, p.117.

9 Cfr. FERNÁNDEZ GAOS C., Op. Cit.

10 DOLTO F. La imagen inconsciente del cuerpo, Paidós, Psicología profunda No. 104, 1ª. Ed., 1986, Barcelona, p. 45.

11 MCDOUGALL J., Teatros del cuerpo, Julián Yébenes, 2ª. Ed., 1995, España, p. 134.

12 FERNÁNDEZ GAOS C., Op. Cit., p. 6.

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