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Se expresan los adultos mayores

Pasos

Tarambana

Dr. Alejandro José Ramón

2do Premio del 1er Concurso Literario (género Cuentos)
organizado por la Asociación de Médicos Jubilados de la Provincia de Buenos Aires.

Me sentí amparado en la oscuridad silenciosa y cabal. Tan cerrada era la noche que los andamios parecían flotar en un enorme vacío.

Ya no advertía el palpitar de la ciudad bajo mis pies ni sus destellos ni su vocinglería. Sólo llegaba hasta mí el sonido opaco de los pasos breves, como arrastrado por la brisa. Al oír los primeros, el chorro de adrenalina que ingresó al torrente circulatorio me puso en estado de alerta. Tenso como cuerda de violín, agucé los sentidos. Sentía la boca seca y miles de agujitas clavándoseme bajo la piel de todo el cuerpo.

Sí, eran inconfundibles. Tantas veces los había escuchado que en mi mente estaban registrados hasta los más mínimos detalles de aquella cadencia. Pero ¿porqué tanta inquietud, dudaba de que no fuesen los de ella, acaso no era capaz de reconocerlos entre una multitud? Por supuesto que sí lo era, pero ese día sería distinto a los demás.

 

A los pasos se le sumó un inopinado roce contra la cerca. No conforme con la idea de que alguien pudo haberse recostado contra ella para encender un cigarro, me acuclillé junto a las tablas y volví a esforzar el oído.

Mezclada con el minúsculo "fru fru" percibí la respiración contenida de un hombre. Eso fue lo que supuse, a una mujer difícilmente se le ocurriría emboscarse en medio de una negrura tan honda.

No lo había visto, debió llegar después que yo pero... ¿y sus pasos? no recordaba haberlos escuchado. Algo confundido espié por una hendija.

Allí estaba con su abrigo oscuro, tan sólo lo separaba de mí el delgado espesor de la madera. Hasta puede oler el tufo a sudor viejo, a tabaco y a la humedad que los amalgamaba.

Tal vez el uso de un calzado con suela de goma hizo que pasase desapercibido. Sin embargo se había aproximado sin producir el menor ruido de hojas secas o baldosas flojas. Se trataba de alguien sigiloso que procuraba no delatar su presencia, quizás un asaltante.

Era innegable que no se ocultaba de mí. ¿De quién entonces, de una eventual presa?

La inesperada presencia en medio de esa atmósfera sin volúmenes ni formas ni colores, me inquietó.

 

Mientras tanto ella avanzaba con el mismo ritmo y a la misma velocidad, como despreocupada, sin que el peso de la noche le infundiese esa clase de aprensión que suele asaltar a las mujeres, y a no pocos hombres, al atravesar parajes mal iluminados. Esto no hacía más que ratificar la impresión que de ella me había formado: Se trataba de una joven segura de sí misma.

No debió advertir a quien quiera que pudiese estar asechándola, o quizás éste fuese lo suficientemente conocido como para no despertarle temores. Aunque, si lo era, porqué evitaba exponerse.

Qué haría ante un hipotético ataque del merodeador, me pregunté. No me dejaría ver, al fin y al cabo se trataba sólo de una extraña con la que no mantenía relación alguna. Por otra parte nadie podría reprocharme no haber actuado, porque nadie sabría de mi presencia en el lugar. Sin embargo titubeé. A decir verdad, no se trataba de una absoluta desconocida. Estaba al tanto de su nombre, dónde trabajaba, el horario de entrada y salida, el medio de transporte en que viajaba y varias cosas más.

La posibilidad de un secuestro empezó a crecer en mi mente. Imaginé que pronto llegarían cómplices, que la amordazarían, la subirían a un vehículo y desaparecerían raudamente. Cómo defenderla frente a varios, me matarían, quizás nos matasen a ambos. Tampoco podría ir en busca de ayuda, si le perdía el rastro la dejaría librada a su suerte. Concluí en que, llegado el momento, tendría que improvisar.

Está visto que muchas veces no se puede decidir nada antes de que las cosas y las situaciones lo hagan por sí mismas. Así fue como yo, que pensaba pasar desapercibido, iba camino de convertirme en protagonista.

En eso estaba cuando, repentinamente, volaron algunas tablas con estrépito. Por el hueco abierto entre ellas entraron rodando dos bultos fundidos en una sola sombra, hasta parar contra el montículo de arena.

—Dejame, no, por favor te lo pido, socorro —chillaba ella.

Demasiado tarde, ya la había pasado del otro lado.

—Ayúdenme, alguien que me ayude, me están asaltando —volvió a gritar.

Resistía instintivamente. Nadie la escucharía en ese mustio arrabal de calles desiertas. La pobre estaba a su merced.

—Si no te callás te corto —advirtió el hombre con voz rasposa.

Forcejeó con empeño hasta sentir el filo del cuchillo contra la garganta. A partir de allí todo fue llanto y súplica.

—No me mates, por favor no me mates.

—Te dije que no grites, ¿querés que te corte, que desfigure? Ya vas a ver que te va a encantar, a las putitas como vos les gusta que se lo hagan —dijo él por lo bajo.

Lo imaginé refregando su boca babosa por el cuello, la oreja, los labios. Me invadió una sensación de asco.

Sintiéndose dominador, le hizo saltar los botones de la camisa. Sus pechos surgieron cenicientos en la oscuridad. Desde mi lugar los alcancé a ver majestuosos e indefensos al manoseo.

Apenas soltaba unos sonidos guturales, una especie de graznidos. Tenía concentrada toda su energía en el vano esfuerzo de juntar las piernas. Luchaba por mantener incólume el último bastión aún a riesgo de la propia vida. Pero el otro no cejaba. Levantó su falda y le arrancó la bombacha de un tirón. Pobrecita, aún no comprendía que su suerte estaba echada.

 

Logré contenerme hasta ver que se bajaba el cierre de la bragueta. Entonces me le aproximé por detrás dominado por una inusitada exaltación. Un nuevo chorro de adrenalina ingresó en mi torrente. Los latidos acelerados me provocaban punzadas dolorosas en las sienes.

Lo así de los cabellos grasientos con una mano y tiré de ellos hasta dejar su cabeza de costado. Después apoyé el caño de la pistola en su nuca y disparé.

Se quedó sin parpadear, con la mirada perdida. Ni siquiera atinó a cubrirse. En sus ojos fijos mantenía aprisionado el miedo. Aún no había en ellos repugnancia ni sed de venganza ni desolación, sólo miedo en su estado más puro. Era comprensible. El tiro, el cuerpo aplastándola, la sangre mojando su cara, su blusa, sus manos, había sido demasiado para ella.

De un empujón se lo quité de encima . El muerto dio un tumbo y quedó boca arriba, con una mueca grotesca incrustada debajo de sus ojos de asombro.

A eso había venido. Cuando le separé las piernas ni se resistió, se quedó quietita sin soltar un solo lamento.

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