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Número 33 - Septiembre 2016

Bases psicosociales del envejecimiento y la senectud:
claves asociadas a la perspectiva biopsicosocial

Dr. Juan Francisco López Pas

Envejecimiento y realidad social

La importancia de los cambios que se van produciendo reside en su valor indicativo. Esto determina nuevas reacciones y, en consecuencia, su manera de vivir. Las diferencias individuales no sólo se manifiestan al comienzo de las transformaciones, por ejemplo, físicas sino también durante el resto del ciclo vital. En nuestra sociedad actual, los 65 años viene a ser la edad en la que comienza la tercera edad y que, frecuentemente, coincide con el momento de la jubilación. En parte, es claro y evidente que la vejez se ha reglamentado; ésto en razón del hecho de que la edad arbitraria y obligatoria de la jubilación es aproximadamente la ya señalada. No obstante, el grupo o colectivo de los mayores engloba un amplio abanico de edades (Cheng, 2010; David, 2014). Y, en efecto, si se considera la distribución por edades de los mayores, se comprueba que se halla repartida entre dos o más generaciones; podemos contemplar, al menos, una tercera y una cuarta edad (mayores jóvenes y mayores ancianos). Es decir, los mayores jóvenes se muestran todavía activos y están aún libres o liberados de problemas claramente invalidantes asociados a un avanzado envejecimiento (Hill & Smith, 2015). El fenómeno de identificación con los estadios tradicionalmente reconocidos como constituyentes de la juventud, la edad madura o la vejez generalmente acompaña a la edad cronológica.

Pero, es evidente y lógico que la identificación con el grupo de jóvenes, adultos, mayores o ancianos no depende exclusivamente de la edad del sujeto sino también de su estado de salud así como de su manera de comprender los términos empleados para designar los diferentes estadios del ciclo vital. Parece existir relación entre la edad cronológica y la serie constituida por los acontecimientos de la vida; sin embargo, los umbrales arbitrarios establecidos conforme a la edad resultan a menudo engañosos ya que son frecuentes las diferencias individuales y los cambios suelen ser graduales (Bendsadon, 2015). Por tanto, ya que se envejece de modo diferente desde el punto de vista físico, social, emocional, ... la edad cronológica sirve para que objetivamente se marque la edad del sujeto. En segundo lugar, el envejecimiento físico se desarrolla gradualmente de forma que resulta a menudo arbitrario precisar el momento en que una persona es físicamente mayor. Las personas para quienes es importante su condición física o las que se preocupan de su aspecto físico, pueden apercibirse de su envejecimiento fisiológico con más facilidad que aquellas cuyas actividades no están centradas en su estado físico. Las modificaciones graduales se aprecian cuando alcanzan un umbral crítico que provoca un cambio.
Es sabido, y concluyente, que los mecanismos físicos declinan muy pronto al comienzo de la edad madura; la mayoría de las personas no toman conciencia del hecho más que en el momento en que afecta notablemente a sus actividades cotidianas. La imagen que se tiene de uno mismo puede cambiar cuando comienza a darse cuenta de que el vello se vuelve grisáceo o más escaso, cuando aparecen arrugas y la sequedad de la piel, e incluso, aumento de peso (Schaie, 2003; Schaie & Willis, 2011; Uribe Otalora, 2014). En definitiva, el envejecimiento físico no solo modifica la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino que también provoca cambios de comportamiento de los demás hacia nosotros.
El término envejecimiento evoca habitualmente cambios físicos desagradables como pérdida de fuerza, disminución de la coordinación, dominio del cuerpo, alteraciones de la salud. Pero, la naturaleza y la amplitud de los cambios físicos así como la forma en que éstos se relacionan con factores procedentes del entorno y del medio social determina las diferencias individuales. Los cambios fisiológicos del envejecimiento deben, pues, ser considerados en sus relaciones con los factores sociales, culturales, ... así como los hábitos propios del sujeto. En tercer lugar, atendemos al envejecimiento psicoemocional que está íntimamente relacionado con las experiencias del sujeto. Se considera que una persona es psicológicamente madura en la medida que puede asumir sus responsabilidades para con la sociedad . Se entiende a priori que la experiencia es más nutrida, cualitativa y cuantitativamente, a los 70 que a los 30 años; pero, no obstante, variables relativas a la instrucción pueden compensar la falta de experiencia en los jóvenes (Payne & Williams, 2005; Randall, 2013).

El cambio se ha convertido en un modo de vida en sí mismo; y, los cambios psicológicos pueden contemplarse bajo dos planos: el plano de lo cognitivo que aglutina a todos aquellos cambios que afectan a la manera de pensar así como a las capacidades personales y, por otro lado, el plano afectivo y de la personalidad. Estas modificaciones no son, como ya ha quedado patente, espontáneas. La personalidad y las funciones cognitivas se ven afectadas por acontecimientos como la jubilación, la muerte del cónyuge, ... La manera de afrontar y reaccionar ante las múltiples experiencias determina aspectos importantes del envejecimiento. Y finalmente, en cuarto lugar, el envejecimiento social que viene designado y determinado por los roles que se pueden, se deberían, se pretenderían, se desearían o han de desempeñar en la sociedad. Llegados a este punto, hay que postular que determinados roles sociales pueden entrar en conflicto con los apropiados a determinadas edades cronológicas (Voli, 2005; Siegler et al., 2012; Wahl, Iwarsson & Oswald, 2012).

El conflicto entre las edades social, psicológica y cronológica constituye una forma de disonancia. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que no están conformes con su rol de trabajador y desean, antes de la edad propia de la jubilación, jubilarse. Determinadas variables sociales es evidente que evolucionan con la edad, pero sin seguir necesariamente a la edad cronológica (Iso-ahola & Coleman, 1993; Wurm, Ziegelmann & Tesch-Römer, 2012). Una de estas variables puede ser la dependencia-independencia; mientras que se va emancipando de manera gradual la siguiente generación, los padres puede llegar a retornar a un estado de dependencia respecto de sus hijos o de la propia sociedad. Esta dependencia puede producir efectos diferentes en unas y otras personas en función de factores sociales y psicológicos.

 

El ciclo vital vertebrador y referencial

Esta perspectiva del ciclo vital constituye un enfoque que ofrece numerosas explicaciones al fenómeno del envejecimiento. Este enfoque supone poder resolver cuatro cuestiones fundamentales: por un lado, la naturaleza dinámica, contextual y procesual del envejecimiento; por otro lado, las transacciones relacionadas con la edad y las trayectorias vitales; una tercera cuestión se centraría en constatar cómo el envejecimiento está relacionado con y moldeado por los contextos sociales, los significados culturales y la posición en la estructura social; y, finalmente, concretar cómo el tiempo y la cohorte modelan el proceso de envejecimiento para los individuos así como para los grupos sociales (Yang, 2010; Fernández Ballesteros, 2009; Heller & Heumen, 2014). Las principales características teóricas de esta perspectiva, entre otras:

La primera de las características se refiere a la modificabilidad intrapersonal a lo largo del desarrollo es algo consustancial a dicho proceso, y esta plasticidad se vincula con las experiencias y las condiciones que le acontecen a un sujeto a lo largo de su existencia. Con la edad, las diferencias interindividuales se incrementan. Asimismo, el desarrollo ontogenético que es propio de un proceso a lo largo de toda la vida, y no  un proceso orientado hacia una meta universal. Ningún periodo de edad mantiene la primacía en la regulación del desarrollo, no aceptándose la idea de que las experiencias infantiles configuren de forma necesaria y definitiva el desarrollo psicológico en la vejez (Dubert, Hernández & Andrade, 2007; Hummert, 2011; Cho, 2012). Este desarrollo ontogenético puede variar sustancialmente en función de las condiciones histórico-culturales presentes en un momento concreto, y cada generación se ve sometida al influjo de determinadas circunstancias históricas, diferentes a las de generaciones precedentes y, con toda probabilidad, a las de las venideras.

Por otro lado, el desarrollo de cualquier tipo de conducta en los mayores, como en otras etapas, alberga una gran complejidad en cuanto está constituido por la ocurrencia de ganancias (crecimiento) y pérdidas (declive). Y, a lo largo de los distintos periodos evolutivos, algunos sistemas de comportamiento muestran un incremento, en tanto otros declinan en su nivel de funcionamiento, dependiendo en gran medida de su canalización biológica o social. Se podría decir que en la vejez, lo cultural compensa deficiencias biológicas (Yanguas, 2006; Willis & Blaskewicz, 2015).
Finalmente, el curso del desarrollo individual puede ser comprendido como resultado de las interacciones entre tres sistemas de influencias: las influencias normativas que se relacionan con la edad, las influencias normativas que se relacionan con los acontecimientos históricos y culturales, y aquellas otras influencias que, por su carácter idiosincrático para cada individuo, reciben el apelativo de no normativas (Battaglia, 2015). De estos sistemas de influencias, de su peso, importancia e interacción dependen las diferencias interindividuales en las personas mayores; y, las que desempeñan un papel primordial son las no normativas y las histórico-culturales.  
 
La normalidad como indicador de calidad en un proceso de envejecimiento

La vida humana es, a la par, riesgo y oportunidad, peligro y desafío. Somos seres de posibilidades y, por tanto, el desarrollo personal es la oportunidad que nos da la vida de ser y explicarnos como personas y de responsabilizarnos tanto de la naturaleza como del futuro de nuestra especie. Nuestra peculiar evolución nos ha otorgado flexibilidad, variabilidad, cambio y diversidad para poder coevolucionar y hacer frente a retos y desafíos que los tiempos y el contexto social generan (Stebbins, 2005; Han, 2012).

Por ello, el envejecimiento y el desarrollo personal son procesos biopsicosociales complejos. Afrontamos un desarrollo ontogenético de la mente y del comportamiento dinámico, multidimensional, multifuncional y no lineal con un vigoroso acento en lo contextual, en lo adaptativo, en lo probabilístico y en la dinámica autoorganizativa (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Villar, Faba & Celdrán, 2013). El conocer y optimizar aquellas situaciones, condiciones o comportamiento por medio de los cuales se pueda favorecer una calidad de vida razonable es tarea prioritaria de la gerontología.

Ocuparse en, y preocuparse por, una vida de calidad está pasando a ser la meta más perseguida y valorada en gerontología. El énfasis tradicional dado a la supervivencia, a añadir exclusivamente más tiempo a la vida, está siendo equilibrado por el interés en añadir más salud a ese tiempo de vida y más vida a esos años. No es de extrañar, por tanto, que los indicadores de esperanza de vida estén dando paso a los indicadores de esperanza de vida activa o libre de discapacidad.

Incluso desde la geriatría se insiste en que el objetivo de la atención a la persona mayor es la prevención y reducción de la discapacidad y la mejora de su calidad de vida (Burns, Pahor y Shorr, 1997; Kaplan, 1994; Csikszentmihalyi, 1998; Gibson, 2014). La salud, las creencias positivas o las existenciales, los recursos y las condiciones materiales, las habilidades sociales o el apoyo social, podrán ser importantes, pero nunca determinantes para una vida de calidad.

El comportamiento es la cuestión central para un envejecimiento y vejez de calidad. Gran parte de lo que hace o desarrolla la persona mayor está influido por las consecuencias en su medio. Se ha llegado a afirmar que la pérdida del funcionamiento adaptativo en muchos ancianos no es únicamente el resultado de un declive o de cambios biológicos negativos, sino sobre todo resultado de un ambiente que establece y decide la ocasión para el comportamiento deficitario y que refuerza el comportamiento ineficaz y de dependencia.
Más concretamente, las personas hacen más a menudo lo que se espera de ellas que lo contrario, la importancia de nuestras expectativas en el grado de actividad y competencia del anciano es notoria; en definitiva, aseguramos su probabilidad de aparición. En concreto, los estudios sobre aprendizaje de los últimos 30 años nos confirman que la adquisición y asimilación de nuevos comportamientos, conocimientos, aptitudes, actitudes o hábitos se puede dar en cualquier edad. Puede modificarse, eso sí, la velocidad o tiempo de asimilación, o el aprendizaje asociado a rendimiento y a productividad. Tiempo, interés, práctica y motivación constituyen los ingredientes fundamentales para un aprendizaje efectivo para y en la vejez, desde la adquisición y mantenimiento de comportamientos sencillos hasta la tarea de aprendizaje complejo propia y final de la vejez consistente en encontrar un sentido a la vida como totalidad, en aprender a comprender (Villanueva, 2003; Castañeda, 2009; Siegler, Elias, Brummert & Bosworth, 2013). El comportamiento aprendido y por aprender pasa a ser la cuestión central, tanto para un envejecimiento y desarrollo personal saludables y satisfactorios como para una atención psicoeducativa de calidad.

El comportamiento de la persona mayor, en los distintos procesos de conceptualización y de consolidación que se considere, es funcional e instrumentalmente tan competente, cuando menos, como en otras edades adultas para afrontar posibles problemas de salud, situaciones que afecten a su calidad de vida, o para reconducir nuevos programas personales significativos en la vida. Las personas mayores, en principio, y en comparación con otros adultos más jóvenes, se comportan de manera más sana, asumen menos riesgos, son más cautelosos, más activos en la prevención de enfermedades, y afrontan mejor las consecuencias de deficiencias y problemas de salud (Jerram y Coleman, 1999; Mock & Eibanch, 2011). Todo ello, a pesar de que los problemas de salud y la declaración de enfermedades aumentan con los años, y la salud autopercibida como buena disminuye con la edad, las personas mayores continúan siendo competentes y eficaces, manteniendo una adecuada sensación de control y conservando una visión positiva de su autoconcepto y del desarrollo personal (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Pérez, Malagón & Amador, 2006). Esta imagen positiva de la adultez tardía se apoya, asimismo, en una serie de modelos que se han propuesto para explicar por qué la gran mayoría de las personas mayores afrontan razonablemente bien el envejecimiento y la vejez.
La teoría de que el envejecimiento y la vejez implican tanto pérdidas y disminuciones como aumentos, ganancias y perfecciones, en la actualidad, se sigue defendiendo. Los estudios actuales van demostrando que las personas mayores son eficaces a la hora de mantener una sensación de control y una visión positiva tanto de sí mismos como del desarrollo personal. Desde distintos modelos se ha intentado dar respuesta a una adecuada descripción y explicación de los modos más convenientes de lograr un comportamiento adaptativo y en elevado bienestar psicológico.

Una de las primeras propuestas ha sido la teoría de la vinculación–desvinculación social que aporta un modelo fundamentalmente descriptivo que permite aclarar si resulta conveniente o no seguir comprometiéndose en actividades sociales que se llevaban a cabo anteriormente, y si ello resulta adaptativo y satisfactorio para la persona. En esta línea, otros autores como Havihurst con teoría de la desvinculación-vinculación selectiva han destacado que con los años lo que se desea es una reestructuración cualitativa de las actividades sociales y no tanto una disminución cuantitativa. Y, por otro lado, el modelo psicoecológico de Lawton (Pérez,. Navarro y Cantero, 2011; Kotter-Grühn & Hess, 2012) y el modelo de optimización selectiva con compensación de Baltes et al. (1999) constituyen un destacado avance al situar al mismo nivel tanto los recursos de competencia personal como la presión o influencias del contexto.

La probabilidad de presencia de condiciones positivas de comportamiento adaptativo y de bienestar psicológico o afecto positivo se verá favorecida por el equilibrio entre la presión del entorno y los recursos de competencia del individuo. Si la presión ambiental no supera mucho el grado de competencia, se estará potenciando en el mayor un comportamiento de desafío, alerta, satisfacción, un mayor grado de autonomía y actividad; en definitiva, una mayor calidad de vida. Si la competencia no excede mucho el grado de presión ambiental, la comodidad y la seguridad de la persona mayor queda asegurada. Y, por otro lado, una presión fuerte junto a un nivel de competencia bajo, o un nivel alto de competencia junto con una presión ambiental baja, favorecerían la aparición de comportamientos desadaptativos y de afecto negativo.
En el modelo de Baltes, referido a la optimización selectiva con compensación, se establece que para conseguir una vida efectiva la persona mayor debe hacer modificaciones en sus tareas previas, entre otras: debe seleccionar determinadas actividades, debe optimizarlas con, por ejemplo, más tiempo, más ensayos, y debe compensar para afrontar pérdidas y disminuciones (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Vacha-Haase, Hill & Bermingham, 2012). La aplicación de los mecanismos de optimización selectiva con compensación, aplicados a cualquier ámbito de la vida, posibilita una mayor longevidad y salud biológica, salud mental y otros aspectos positivos como eficacia cognoscitiva, competencia social, productividad, control personal y satisfacción.

En definitiva, lo que hace la persona mayor y cómo lo hace pasa a ser el aspecto fundamental de la calidad de vida en gerontología.

 

Afectividad y personalidad del mayor como recursos para la adaptación            

El afecto es, sin duda, necesario e imprescindible para una adaptación satisfactoria en la vida. Tanto los afectos positivos como los negativos son claves para una adaptación con éxito y para nuestros sistemas intrapersonal e interpersonal. Estos no son los extremos opuestos de un continuo, sino que coexisten en frecuencia e intensidad. Diversos autores (Dixon, 2011; Battaglia, 2015) han plasmado el interés por el estudio de la afectividad en la persona mayor en base a una serie de motivos o razones, entre otros: conocer y comprender los factores que regulan el comportamiento con la edad, conocer el papel de la afectividad en los cambios que se producen a nivel fisiológico, expresivo, funcional, cognoscitivo o social, estudiar la afectividad para entender la salud física y mental de los mayores, y conocer los cambios afectivos asociados a edad. La idea de una elevada prevalencia de afecto negativo en la vejez queda rebatida por innumerables estudios que demuestran lo contrario. Los datos avalan no sólo una mayor estabilidad emocional con los años, sino una disminución en malestar psicológico. Incluso, con anterioridad, ya señalaba Bromley (1990) que las emociones intensas son de más duración en los mayores y éstos presentan mayores dificultades en su neutralización. El estereotipo predominante establece una mayor rigidez con la edad y poca oscilación de los estados afectivos; sin embargo, los datos apuntan a una menor variación a nivel de un mismo día, pero se reconoce una mayor variabilidad en las fluctuaciones periódicas. La presencia de una menor unidimensionalidad en la vivencia emocional, de más matices en las experiencias afectivas (Schiman, 1999; Lucacel & Baban, 2014). 
          
Las personas de mayor edad son menos irritables y muestran un menor grado, por ejemplo, de ira en comparación con adultos jóvenes. Es decir, todos estos datos apuntan que es el ambiente, tanto estructural como psicosocial, lo que determina el riesgo de este tipo de emociones negativas. Los afectos funcionan, pues, como dispositivos adaptativos de la condición humana (función activadora de ganancia, peligro, abuso, pérdida), y expresarlos y canalizarlos adecuadamente constituye una señal inequívoca de salud. Su transformación en riesgo patológico vendrá dada por una serie de variables: la intensidad (alta), la reacción (desproporcionada), la duración (prolongada), la repetición rígida y prolongada, el sufrimiento o daño (alto y duradero) o el grado de interferencia (profundo) en lo biopsicosocial.
En esta línea, los estudios asociados a la personalidad como constructo integrador de las disposiciones o tendencias básicas, del autoconcepto, de las adaptaciones típicas, de la biografía objetiva y de las influencias externas, concluyen que todo ello permite describir, explicar y predecir el comportamiento, en este caso, del mayor (Costa y McCrae, 1994; Spaniol, 2011). El énfasis puesto en cualquiera de estos cinco conceptos ha dado lugar a posicionamientos distintos en la psicología de la personalidad y relativo al desarrollo y envejecimiento personal. Por un lado, las teorías intrapsíquicas que presuponen unos elementos estables y consistentes (rasgos, tendencias) de la personalidad que permiten explicar el comportamiento independientemente del ambiente y de los acontecimientos. Así, por ejemplo, se encuentran el modelo pentafactorial norteamericano de Costa y McCrae o el modelo europeo de Eysenk. Por otro, el posicionamiento que corresponde al marco del aprendizaje social que reconoce el ambiente externo como condicionante más importante del comportamiento (Costa y McCrae, 1995; Fernández ballesteros, Molina, Schettini & Rey, 2012). El ambiente y las situaciones moldean, desde la perspectiva conductista de las teorías ambientalistas, cómo sienten, piensan, actúan y son las personas. Y, por otro lado, las teorías interaccionistas asumen una relación recíproca entre las características de la persona y el ambiente; y, desde aquí, se entiende la personalidad como el producto de la interacción específica en un momento concreto de la vida entre las tendencias básicas del sujeto y los acontecimientos que vive con sus intereses y preocupaciones personales; la continuidad aquí significa estabilidad, pero con pequeños cambios y adaptaciones.      
 
La personalidad de los mayores se relaciona con los resultados de salud, de calidad de vida y, en definitiva, con un envejecimiento saludable gracias a que, por un lado, la personalidad influencia la salud como variable etiológica de implicación directa o como predisposición; por otro lado, algunas disfunciones o deficiencias en su salud dejan huella en la personalidad; un tercer aspecto a añadir relativo a que la personalidad crea el medio que genera y mantiene la mala salud; asimismo, tanto la personalidad como la salud son producto del mismo proceso subyacente; un quinto aspecto, se refiere a ésta y la dimensión estresante del contexto como factores de riesgo para la salud; un aspecto más, que la contempla como variable moduladora de la repercusión del estrés sobre la salud; y, por último, los autoinformes de salud o de sintomatología vinculados a determinados rasgos de personalidad. En definitiva, se pueden contemplar los ejes vertebradores de la personalidad, las tendencias básicas, las adaptaciones típicas y el autoconcepto en dos patrones básicos y diferenciales del envejecimiento: el patrón abierto a la vida o el patrón cerrado a la misma (Reig, 1998; García & Ellgring, 2004; Chuman, 2015).
Concretamente, la persona mayor abierta a la vida se considera valiosa y capaz; utiliza el humor como reacción positiva; se siente bien consigo misma y con los demás; piensa que merece la pena el esfuerzo de vivir y de comprometerse con determinadas metas objetivas. Poseedora de este autoconcepto positivo, tiende a percibir los hechos, los cambios y las dificultades de la vida como desafíos a resolver, como acontecimientos susceptibles de aprendizaje, como ganancias en descubrimiento y comprensión. Los rasgos como la tendencia a no claudicar, el sentido de coherencia, el control personal, el lugar interno de control, la confianza interpersonal, el optimismo disposicional, la integridad del yo o la personalidad tenaz y resolutiva hacen que este mayor presente un acomodamiento a la vejez con serenidad, con integridad y con calidad de vida. Los estilos adaptativos principales que caracterizan el papel de éste son, en definitiva, los de serenidad, generosidad, sabiduría, sentido del humor y dignidad.

Y, al contrario, la persona mayor cerrada a la vida, sin embargo, se siente inferior a los demás; se ve rodeada de un ambiente hostil y amenazador; se rechaza a sí misma y a los demás; desconfía de todo; se cree incapaz e incompetente; esclava de la voluntad ajena; siente que cualquier esfuerzo es inútil, que nada vale la pena. Dominada por este autoconcepto negativo, los hechos, los cambios, las dificultades se perciben como amenazas, injusticias y pérdidas irreparables. Incapacitada para afrontarlas con estrategias flexibles y adaptativas, bloqueada como defensa y desmotivada para aprender, su adaptación típica se caracteriza por la presencia de comportamientos de frustración, resentimiento e indefensión aprendida. Los rasgos predominantes son el dominio del control externo y la pérdida de control personal. Este mayor se instala en la vejez con amargura, en la línea de la desesperanza.

 

La diversidad una realidad del envejecimiento

La vejez dentro del proceso vital y reconocido su componente de diversidad, resulta pertinente considerarla atendiendo a sus capacidades y habilidades en relación con su vida cotidiana en los distintos entornos en los que ésta se desarrolla. No es posible abordar las competencias o los niveles de autonomía sin incorporar los aspectos culturales o sociales o las características del hábitat. Asimismo, la vejez debe considerarse una etapa cambiante a lo largo del tiempo. En la actualidad, un mayor número de años y la mejora de las condiciones sociales y sanitarias son algunas de las características que configuran el envejecimiento y la vejez.
El importante número de personas mayores y su mayor proporción respecto al conjunto de la población constituye un elemento característico de las sociedades occidentales en la actualidad. El aumento de la esperanza de vida acompañado del descenso de la natalidad ha modificado la estructura, antes piramidal, de la población. Al tiempo que se produce el incremento de los subgrupos de edad más avanzada, en los que la fragilidad se da en mayor medida, se plantean nuevos requerimientos tanto a los miembros de sus familias, adultos activos laboralmente o jubilados, como a la comunidad y a los sistemas de protección social (Bulmer, Sturgis & Allum, 2006; Hill & Duffy, 2013). Cambian las representaciones sociales, las expectativas, los valores y los modos de hacer. En este contexto surgen nuevas propuestas, opuestas a la visión exclusiva las personas mayores como ciudadanos receptores de pensiones y de cuidados, sin capacidad de aportar, elegir, decidir o desear algo distinto a lo que se les ofrece.
En lo que respecta a la evolución biofisiológica, existe la creencia de que el ser mayor implica pensamiento confuso, desorientación y la incapacidad para resolver los problemas es incorrecta. El envejecer está asociado con los cambios en el cerebro y el sistema nervioso, pero en los individuos sanos las consecuencias prácticas son relativamente poco importantes. Sensación y percepción se encuentran estrechamente interrelacionadas en la vida real. La forma en que percibimos está relacionada con diversos comportamientos y rasgos, tales como la forma de conducir, el estilo de aprendizaje o las características de personalidad. Además, el enlentecimiento en la realización de diversas tareas, la precaución con que se hagan o la mayor o menor rigidez en los comportamientos, tienen amplias repercusiones sobre la vida diaria de las personas mayores. La estimulación del entorno llega al cerebro a través del sistema sensorial. A medida que las personas envejecen, los cinco sentidos se vuelven menos agudos, lo que conlleva que el acceso al conocimiento de lo que los rodea sea más difícil de obtener. La mayoría de las personas necesitan más tiempo para procesar la información. Necesitan más tiempo para entender cómo funciona un programa de ordenador, ... Al envejecer, los sentidos pierden parte de su funcionalidad, llegando a afectar tanto al estilo de vida habitual como a las relaciones sociales de los ancianos. La pérdida de audición y visión, por ejemplo, contribuyen al aislamiento social, por un lado, y a la pérdida de estimulación cognitiva, por otro. A la luz de los diferentes hallazgos, el proceso de envejecimiento afecta en mayor o menor grado a todos los canales sensoriales.
En lo que respecta a la evolución de procesos cognitivos, se sabe que todos los todos los aspectos de la función cognitiva pueden considerarse en términos del modo en que se procesa la información. La información se manipula, se almacena, se clasifica y se recupera. Utilizamos mecanismos básicos de la cognición como el reconocimiento, la exploración del entorno, la integración de la información de diversos sentidos y el aprendizaje. La mayoría de los investigadores está de acuerdo en que, por término medio, el envejecimiento se acompaña de un declive en la habilidad para procesar nueva información. Dicho declive se ha encontrado consistentemente en tareas experimentales relacionadas con la atención, el aprendizaje y la memoria. Pero dicho deterioro es menos severo y se produce en una proporción más pequeña de lo originalmente pensado. Puesto que las sucesivas generaciones gozan de mejor salud y educación, obtienen mejores resultados en las pruebas que las generaciones más mayores, por lo cual los declives con la edad reflejarían realmente mejoras en generaciones sucesivas (Edginton, Hudson, Dieser & Edginton, 2004; Diehl, Wahl, Barrett, Brothers & Miche, 2014).

Por otro lado, es indudable que el envejecimiento va acompañado generalmente de cambios en el sistema de memoria. A pesar de que en el sistema visual se producen diversos cambios con la edad, no se han demostrado déficits consistentes a medida que aumenta la edad ni en la capacidad para identificar estímulos visuales presentados brevemente, ni en la persistencia de la información almacenada en el registro sensorial visual. En la memoria a corto plazo, sí se comprueba la afectación que sufre con la edad, sobre todo, en lo referido a la recuperación y organización de la información que se produce de manera más lenta; la familiaridad, por ejemplo, reduciría las diferencias. Y, en la memoria a largo plazo, vuelven a aparecer las dificultades fundamentalmente con la codificación; ésta mejora notablemente si se acompaña de una intervención pautada.
En lo que respecta a la evolución de la inteligencia, es de destacar la importancia que tiene el mantenimiento estimulativo adecuado, de cara a la conservación el mayor tiempo posible de las facultades intelectuales de la persona mayor (Rojek, Shaw & Veal, 2006; Jon, 2013; Gibson, 2014). La estimulación ambiental acostumbra a tener un papel preponderante en cuanto a facilitar la movilización psíquica y física de la persona. 

Y, finalmente, en lo que respecta a la evolución socioafectiva, podemos destacar que la socialización abarca el conjunto de procesos que hacen desarrollar al individuo y convertirle en un ser social capaz de participar en la sociedad. Pueden presentarse hasta cuatro tipos de dependencia: económica, física, psíquica y social. El estar considerado y el tener roles que corresponden a la edad del ciudadano mayor con frecuencia es percibido como un descenso en el estatus y en el poder. El caso de la jubilación como símbolo social de transición a la vejez, constituye un signo para el individuo y para la sociedad de que algo importante ha cambiado. En ocasiones, se ha visto el envejecimiento y la jubilación como dos aspectos convergentes; sin embargo, la jubilación es sólo uno de los acontecimientos más importantes de la vida de una persona que contribuye al significado de la vejez en nuestra sociedad. La jubilación no puede ser equivalente a la vejez. Esta etapa evolutiva puede definirse de muchas formas. El hecho de que una persona se perciba como jubilada depende de la definición que adoptemos de jubilación. Esta puede definirse como: una ausencia de participación en el trabajo, una aceptación de una pensión, una reducción en las horas de trabajo, una percepción subjetiva de jubilado, un abandono de la propia carrera profesional. Presenta, en definitiva, múltiples formas en cada persona y en cada situación. En las últimas décadas se ha convertido en un destacado factor de organización social y de regulación del empleo y de la productividad (jubilación voluntaria/involuntaria, total/parcial). Indudablemente, es un proceso continuo que pasa por diversas etapas (Atchley, 1989; Hummert, 2011; Kunzmann, Kappes & Wrosch, 2014): la prejubilación, la propiamente de jubilación atendiendo a una vivencia relativa a luna de miel, rutina o relax, una tercera etapa de desencanto y depresión, una más avanzada de reorientación, la rutinaria y, por último, la final.
El ocio es sabido que, en principio, puede generar bienestar físico y psíquico, y se encuentra muy relacionado con los índices de satisfacción de la vida. Durante la vejez, las actividades de ocio adquieren especial relevancia. Pero, si el ocio no obedece en general a una planificación, con ritmos definidos en la estructura del mismo que intenten motivar al individuo a partir de un conocimiento de sus necesidades reales, se podrá convertir en receptáculo de ansiedades. Para adecuar el ocio hacia metas de eficacia funcional, debemos profundizar previamente su diseño y aplicación en varios aspectos básicos: el tiempo libre como objeto, la valoración del objeto en su utilidad funcional, la profundización desde una visión dinámica (integración de lo interno y externo del mayor) y la valoración del proceso desde una visión teleológica. El ocio, lógicamente, dependerá del equilibrio biopsicosocial del mayor, de su educación, estatus, nivel socioeconómico y experiencias previas, ... (Rojek et al., 2006; Hummert, 2011; Han, 2012). Cada persona crea su propio repertorio de actividades de ocio en función de la competencia percibida y del confort psicológico que le reportan.

Como ser social que es, sigue y debe seguir estableciendo relaciones sociales con ese conjunto de personas con las que esta persona se siente vinculado en algún sentido. Esta malla, construida por individuos y constituida por la familia, conocidos, ... está formada por dos tipos de lazos grupales que, si en el caso del colectivo adulto es fácilmente diferenciable, se confunden muchas veces entre el colectivo de mayores. En este colectivo, los límites de esta división se diluyen: el que había sido un compañero de trabajo (reuniones formales) se convierte, en algunos casos, en un amigo con quien jugar a las cartas o con quien ir al monte (relaciones informales). Y a los miembros familiares (relaciones informales) se les obliga a cumplir funciones concretas y muy definidas, tales como tramitar burocracia en un sentido amplio, acompañarle al médico (funciones de tipo formal), incluso estas relaciones se establecen en nombre de los lazos afectivo-familiares, que deben respetarse aunque no lo considere así el familiar. La disolución de la red social del mayor es lo que denominamos como desarraigo social, y que se puede dar en mayor o menor medida de si vive lejos o cerca de su familia o carece de ella, si es trasladado o no a una residencia extraña o no, si mantiene contacto con su medio habitual (red social) hasta este momento. El primer paso del desarraigo puede ser la jubilación, y el siguiente puede ser causado por la disgregación de la estructura familiar tradicional y la muerte de sus amistades (Noval, Gonzáles & Hurle, 2005; Uribe Otalora, 2014). Por tanto, la calidad de las relaciones sociales del mayor viene condicionada por variables como el nivel cultural formal, la forma de residencia, el nivel económico, el pasado individual, el sexo, el estado físico y mental, el contexto social en que habita, ... y prefigura que sean satisfactorias o bien que estén teñidas por el desarraigo parcial o total.

 

Perspectiva de futuro / Orientaciones a futuro: envejecimiento activo y saludable

El cambio de actitudes de la sociedad y de la propia persona es nuestro principal reto, siempre y cuando entendamos que: por un lado, el principal recurso es la propia persona y, por otro lado, la formación sólida de una conciencia colectiva (identificación con y de diferentes colectivos).

El significado implicado en el término conceptual de “intentar asumir el envejecimiento”, debe entenderse como la respuesta madura resultante de valorar objetivamente la real y nueva situación de cada persona, sin adoptar conductas de escape permanente o de evasión continuada; para lograrlo, a estas personas les resultará de suma utilidad toda mejora de su calidad y capacidad comunicativa, de su ubicación física y afectiva, así como de la vivencia de utilidad subjetiva de su existencia, destacando en ello la respuesta ambiental a sus necesidades.

Los años posteriores a los 65 ofrecen oportunidades únicas para el individuo crezca, se desarrolle y cambie. Las personas mayores, con más recuerdos y una historia más larga, conservan la capacidad y deseo humano de controlar el entorno y la necesidad de amar y ser amados. El modo en que cumplen sus tareas evolutivas depende en gran medida en cómo han cumplido las anteriores en etapas previas de su vida. Aunque la mayoría de las personas de la tercera edad están dispuestas a renunciar a su responsabilidad con la sociedad, muchos todavía permanecen activos e involucrados con las generaciones más jóvenes. De hecho, la creciente población de adultos jóvenes y mayores, que están sanos y vigorosos, están alargando la fase de la generatividad a la tercera edad (Rusell, 2005; Kim, 2013). Esto significa que para muchas personas la tarea final de la vida, enfrentarse a la muerte, llega más tarde en su ciclo vital que para sus padres y abuelos.
    
En síntesis, se puede concluir con diversos puntos en que coinciden la gran mayoría de los estudios y teorías: Desde el nacimiento a la muerte, la vida humana se caracteriza por la continua adaptación a los cambios. La adaptación es definida como la habilidad para enfrentarse con los eventos producidos por la combinación de las modificaciones internas (personalidad, cognición, ...), en contacto con lo que externamente sucede; es decir, la interacción entre mundo interno y eventos externos.

Pese a que los diferentes autores relacionan los estadios a determinadas edades cronológicas, esto no significa necesariamente que cada persona experimente una crisis en un punto del tiempo de su vida. Esto constituiría una interpretación mecanicista a modelos que pretenden ser una guía heurística para estudiar el desarrollo humano. Las transacciones no tienen que estar indefectiblemente ligadas a las edades, sino que cada estadio representa el nivel de desarrollo alcanzado por el sujeto en la comprensión de su propia existencia (Pruchno & Rosenbaum, 2003; Gibson, 2014). Cualquiera que sea el enfoque del desarrollo adulto, todos reconocen que hay una progresión de tareas que acompañan los roles sociales a través del curso de la vida. Sea en la teoría de los estadios (Erikson), la teoría del desarrollo moral (Kohlberg) o la teoría del desarrollo cognitivo (Sternberg) en todas subyace el supuesto que el crecimiento personal y el aprendizaje están fuertemente vinculados.
Los estudios del ciclo vital describen el desarrollo como una secuencia de periodos de estabilidad entremezclados con periodos de inestabilidad, en los que surgen incertidumbres. La transición de una fase a otra se realiza en un marco de incertidumbre y el pasaje a una nueva fase de estabilidad es uno de los más significativos momentos de la vida. Esos periodos de transición son claves para el crecimiento personal y el desarrollo. Es obvio que las transiciones ocurren en tiempos diferentes para personas diferentes y que un amplio número de ellas están controladas por factores sociales, económicos, culturales, psicológicos, ... (Lucacel & Baban, 2014; Bensadon, 2015). Enfrentarse a la idea de la propia mortalidad, de la finitud de la existencia y el envejecimiento inevitable es propio de la crisis. La idea de tiempo vivido es reemplado por la del tiempo que queda por vivir.
Por último, señalar que una de las ideas más relevantes es que las personas adultas que se hallan en la segunda mitad de la vida experimentan una crisis personal que resulta en un cambio importante sobre cómo ellos se ven a sí mismos. Ser persona adulta y mayor, anciano tiene diferentes significados en diferentes tiempos pero, además, siempre cambiará para cada individuo.

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