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Los retornos de Freud
Historia, escritura, repetición

Roberto Aceituno M.
Psicoanalista

 

La fuerza creadora de un autor no siempre obedece a su voluntad;
la obra sale todo lo bien que puede y a menudo
se contrapone al autor como algo independiente,
y aun ajeno.
S. Freud

Qué es, pues, escribir?
Entiendo por escritura la actividad concreta que consiste en construir sobre un espacio propio,
la página, un texto que tiene poder sobre la exterioridad de la cual, previamente,
ha quedado aislado.
M. de Certeau

 

A nuestra época, se dice, le falta estilo. O bien el estilo se viste hoy como moda o superficie. Enunciados más que enunciación. Tampoco la historia parece necesaria, o por lo menos no está de moda escribirla. Curiosa paradoja: mientras más entramos en el reino del simulacro o de la mascarada burocrática, más entramos en la historia sin quererlo. De ahí esa proliferación de textos que hablan de ella, pero para fijar un mudo y anónimo presente.

Se pensaría todo esto en el marco de una cultura nueva y de una nueva tragedia que ya no se quiere tal. Se pensaría entonces, siguiendo nuestro posmodernismo tan en boga, que la historia ha muerto, se hablaría del fin del relato, de una apocalíptica o esperanzadora cultura otra. Ciberespacio, pérdidas referenciales, otras orfandades y desencantamientos. Impresiones textuales que no remiten más que a si mismas o a su cruel mascarada. Muerte del padre de nuevo. En fin.

Todo esto nos haría pensar que el pensamiento freudiano -o el pensamiento mismo- no sólo decae claramente, sino que su archivo es parte ya de su propio fin. La cultura -o la intelectualidad- posmoderna reivindica una nueva decadencia (de la historia, de la metáfora, del fantasma) en el mismo gesto que querría anularla. ¿Pero no es la decadencia, el ocaso, el crepúsculo, sino el signo de que nada decae tanto en realidad? Esta ilusión, que acaba por comprometer a su crítica misma, funciona como una gran paradoja. ¿Qué más decadente que la alusión a la decadencia que ya ha decaído tantas veces? El ensueño actual (y es el pensarse así lo que lo hace demasiado verdadero) reclama una nueva topología del sujeto, una nueva economía del deseo, una nueva -o renovada, diremos nosotros- relación al tiempo y a la palabra. Y a la historia. Y para ello nada mejor que volver a otros tiempos, pero para decir que nada es igual.

La obra freudiana es en este sentido recuperada también, pero para olvidarla de nuevo. Pensemos en el "retorno a Freud": mientras más lo "recuperamos" -tal como se recupera un archivo informático- más lo sepultamos en su valor y en su originalidad. El clasicismo de Freud -su estilo sobrio pero a veces brutal, su erudición o su duda disfrazada de aparente certeza- pasa así a rechazarse como un mal sueño, de la misma manera que una retórica formalizante lo guarda como un asunto superado. Pero ¿qué se puede esperar de una nueva lectura de Freud que no sea pura repetición, pero tampoco mal remedo de su audacia? Hay detalles de su obra que pesan más que sus grandes mitologias. Partiendo por su estilo.

 

El estilo freudiano: el autor y su otro

Es más o menos fácil "deconstruir" a Freud, si se nos permite la expresión y la ironía. Tal vez porque estaba más cercano a un estilo que nuestra época parece ya no necesitar. Sin embargo, este desprecio desconoce que su obra dice más por aquel trabajo de autor, enfrentado a los límites de su propio saber, que por los enunciados doctrinarios que se quisieran superar. Por eso nuestro tiempo, tan aliado a una originalidad vana, reniega de Freud en el mismo gesto que quiere homenajearlo. Por eso cuando se dice que la época freudiana ya no es la nuestra, se dice la verdad a medias, queriendo inventarla de nuevo.

Es preciso entonces volver a Freud. Pero volver significa aquí leer su estilo, que no puede -no debe- ser archivado como un documento. Y además, sobre todo, significa instalar la pregunta por la escritura de la historia, aquí donde una (la escritura) y la otra (la historia) parecieran anularse.

El estilo es el hombre. Pero preguntarse por el estilo de alguien -aquí Freud- requiere suponer que ese hombre tiene un destinatario, aun cuando éste no sea más que el desdoblamiento propio a su misma escritura y a su palabra, y aun cuando reciba del otro su "mensaje invertido". Ciertamente, esa alteridad que contiene el estilo -incluida ahí no sólo la escritura, sino también la vida, con sus recorridos y sus riesgos- es problemática, porque seguramente toda la magia inconsciente del autor -en su vida y en su obra- consiste en ocultarla. Y sin embargo permanece, aunque sea por el hecho que la voluntad de quien escribe - o vive simplemente- se vea superada por lo ajeno que la interviene sin querer. Ello se puede leer en la escritura freudiana, cuya correspondencia no suele pensarse demasiado a la hora de considerar sus "descubrimientos", quedando archivada como un paréntesis cotidiano y menor. En cambio, se puede pensar que la Teoría Psicoanalítica le debe en gran parte sus mayúsculas a la letra manuscrita del amor a Martha, a la inconfesable devoción a Fliess, a sus homenajes epistolares o a la autoridad (a veces autoritaria) de sus cartas, amistosas o rivales.

Asimismo, esta alteridad en la escritura freudiana contiene el diálogo -invisible a veces, explícito también- con las producciones culturales de su tiempo, y de otros más o menos lejanos. Allí esa exterioridad -en tiempos, en lugares, en conceptos-, tan necesaria e inevitable para su autoria, puede olvidarse al considerarla como siendo parte de un tiempo que ya no existe más. Sin embargo -permítasenos una cita extemporánea- esa relación a lo otro que en tiempo y lugar hace posible un presente, es planteada por Freud con la simplicidad de lo sabido desde siempre, pero que requiere ser repetido de nuevo; así, dice en Una neurosis demoniaca del siglo XVII: las neurosis de las infancias nos han enseñado que en ellas se conoce sin trabajo, a simple vista, mucho más de lo que más tarde sólo es posible discernir mediante una investigación exhaustiva. Esperamos algo semejante respecto a las enfermedades neuróticas de siglos anteriores, y así ocurrirá, en efecto, con tal que estemos preparados para reconocerlas bajo rótulos diversos que los de nuestras neurosis de hoy.

 

Para Freud, un "pasado remoto" se esconde en las huellas visibles de lo actual. Pero más radicalmente: un presente problemático (síntoma, sueño, acto fallido, relato o fantasma) crea a posteriori -retroactivamente- las condiciones para que ese pasado se produzca como memoria y olvido a la vez. Esta lógica que tramita el tiempo como presente anterior, si se me permite la expresión, está instalada de comienzo a fin en la obra de Freud. Y esto ya sea que se trate de la formación de síntomas, de la naturaleza ficcional del fantasma (cuya estructura es mítica en la medida que refiere un origen, siempre problemático) o de la transmision de la cultura a través del retorno a una violencia primordial (Totem y Tabú). El caso del Hombre de los Lobos (interminable, por utilizar la expresión de Freud acerca del análisis: terminable e interminable) reúne de manera ejemplar ese movimiento por el cual la historia es escritura: ya sea como síntoma, como presente o cómo sueño. Ahí, la famosa escena primordial del sexo parental, la transmisión genealógica (filogenética, llega a decir Freud) de un tiempo inmemorial, la propia infancia, son recuperadas para crearlas nuevamente. No es un detalle menor que este relato del Hombre de los Lobos haya servido a Freud para instalar política y conceptualmente el valor de su doctrina, no dejando someterse a la ilusión jungiana, desexualizada y espiritual. Por lo demás, esta referencia problemática a la historia reaparecerá de nuevo para tramitar otra crisis que "amenazaba" al psicoanálisis -y no sólo a éste, ciertamente-: volverá cuando escriba Moisés y la religión monoteista, en el momento en que, casi al morir, Freud imaginaba el destino de su trabajo y el de su propio pueblo, partiendo a su último exilio en la víspera de la realización totalitaria.

La escritura es historia, y viceversa. O, para decirlo con Michel de Certeau, la operación histórica marca las fronteras de una operación escritural; como relato remite a una ficción que, sin ser puro mito, es producción, desecho y también imaginario ideal. La historia como producción, como escritura, marca en tiempo la relación a lo Otro que el lenguaje -o la cultura- señala como diferencia entre palabras y actos. La cuestión de la historia puede pensarse entonces como "la puesta en evidencia de la relación que establece un modo de comprensión con lo incomprensible que hace surgir". Si Freud habla de otro tiempo para iluminar el suyo, encandilado por la extrañeza familiar y cotidiana de lo actual; si recurre a Una historia demoniaca del siglo XVII para hablar de la "neurosis de nuestro tiempo"; sin en fin, quiere preguntarse por la memoria a partir de lo que queda fuera de su inscripción y del "archivo" (Proyecto de Psicologia...), ello no ocurre sin que en ese mirar atrás algo se pierda también. Es a través de estos restos inasimilables de la transmisión (o de la comprensión) histórica, tramitados mediante el recordar, repetir o elaborar, por donde viaja esa relación del tiempo a las palabras, en un real que éstas no logran decir totalmente.

La escritura de la historia -aquí la escritura de la historia del psicoanálisis- nos lleva a un enigma que nuestro tiempo reitera parcialmente: ¿cómo el tiempo se hace huella, cómo la(s) cultura(s) crea sus preguntas, repitiéndolas; cómo lo mismo es siempre otro, incluida aquí, en esa alteridad irreductible, la historia misma?; en fin: ¿cómo lo real -exceso o falta, enigma o huella- se instala en los restos por los cuales viaja lo inevitable de cada presente?

Pero nos interesa abordar este asunto volviendo a Freud. Ya no solamente para recuperar sus apuestas o para llenar sus lagunas (como el propio Freud decía que había que trabajar analíticamente), sino para hablar del retorno tomando como referencia su propia escritura y su propia vida.

 

Freud a la letra. Retornos y repeticiones


Para la deformación de un texto, ocurre lo mismo que para un asesinato.
La dificultad no reside en la ejecución del acto, sino en la eliminación de sus huellas.
S.Freud

En un bello libro, Ilse Gubrich-Simitis describe y escribe sobre los manuscritos freudianos. Ella realiza, con el placer (imaginamos) del coleccionista de palabras, la empresa enorme de hablar de los detalles de la escritura de Sigmund Freud. Ahí aparece su letra manuscrita, también sus tachaduras (... y en la página 9 del borrador se encuentra en el cuerpo del texto un pasaje donde Freud señala por un ‘etc.’ y por un gran trazo en diagonal que saltó aquí algo), o sus textos olvidados que algún buen samaritano de los textos perdidos recuperó para nosotros. Las páginas de Freud son mostradas aquí con la feliz indiscreción de publicar lo que estaba destinado a eliminarse (Barthes decía, más o menos a este respecto, que nada hay más indiscreto que ver escribir a alguien, agregando que la escritura y la lectura son prácticas clandestinas).

En este libro aparece entonces el estilo freudiano en gloria y majestad, incluidos sus propios residuos. Asistimos a través de notas, fragmentos, esquemas, espacios en blanco o tachaduras, al trabajo de autor; aquél que Jacques Lacan reconocería en la escritura de Joyce, quien anudaba su locura con la publicidad de su nombre, y aquél que Pessoa -decimos nosotros, para ir menos lejos- inscribía en plural con su desasosiego y con sus nombres.

Freud: ¿en qué reside su autoria, imposible y eficaz a la vez, aquella que su escritura teje feliz o infelizmente? ¿Qué nos deja como testimonio de un trabajo que se produce a costa -y no a pesar- de sus propios límites o limitaciones?. ¿Qué hay de la historia que se transmite a través de estas resistencias?

Digamos, parafraseando un título de Freud mismo ("Los que fracasan cuando triunfan"), que Freud triunfa cuando fracasa, al escribir. O bien: el discurso de Freud -su construcción teórica- alcanza un real cuando se encuentra con los límites que le impone su propio saber. Lo diremos más adelante, a propósito de la escritura de su Moisés..., o lo decimos inmediatamente a partir de la clínica: lo real de la experiencia ofrece las resistencias necesarias para que una hipótesis, un texto, una obra, se construya a sus expensas.

Esta tensión que la experiencia ofrece a la teoría, y que ésta somete a la primera, no opera sin dejar un resto. Un resto que es producido por esa misma operación de pensamiento. Es por eso tal vez que Freud vuelva una y otra vez a decir -o a mirar- lo mismo, encontrando en cada retorno un nuevo enigma y un nuevo paso. Los manuscritos freudianos son la prueba material de este gesto que es monumental y residual a la vez.

Por eso podemos decir que no necesariamente en las Obras Completas se presenta la originalidad del estilo de Freud, aún cuando sus detalles pueden figurarla textualmente. Gran parte de las inflexiones teóricas de Freud están marcadas más por los detalles descuidados de una primera aproximación, por los intersticios de sus escritos monumentales, por sus intuiciones tal vez más insomnes, que por las Leyes generales de su Palabra. Para decirlo de otro modo, es a través de los restos de su elocución formal, a través de los fragmentos episódicos de su trabajo "cientifico", que algo más allá de la idealización doctrinaria podrá viajar como testimonio de la verdad de su tiempo -y del nuestro. Ahí quedan emparentadas: la extrañeza mínima y violenta de los pequeños detalles, la insistencia de un real que hace límite a la completud de un saber, las resistencias de la clínica a la teoría, con sus conceptos más infames y, tal vez, más fecundos: la insistencia pulsional, el lado oculto de la imagen narcisista del sujeto, el retorno de lo reprimido como acto o como huella -es decir de aquello que el sujeto no quiere nada saber. De ahí, en definitiva, que la dialéctica por la cual la deriva freudiana necesitó de los ires y venires -lógicos e históricos, lo veremos luego- del tiempo para tramitar esas grandes o pequeñas intuiciones, rindiera culto, de hecho -es decir, en el movimiento mismo de su propia historicidad- a aquello que lo singular de la transferencia había mostrado como sufrimiento, como deseo y como palabra.

Desde este punto de vista, no es trivial que los escritos freudianos oscilen entre la claridad sistemática de sus modelos teóricos -desde el Proyecto hasta el Esquema, pasando por el "capital" tratado de la Tramedeutung- y los textos episódicos, fragmentarios, de sus inquietantes y familiares extrañezas (Lo ominoso). Una misma tensión recorre a ambos tipos de escritura: en un caso, como despliegue de un decir lo mismo muchas veces, en la fría repetición de lo ya dicho; en el otro, mediante las inquietantes brevedades de lo puntual, del acontecimiento.

 

Freud, Moisés: escritura y repetición

Freud escribe volviendo varias veces al mismo lugar. Tal como vuelve a Roma para mirar de nuevo el Moisés de Miguel Angel.

Freud va a Roma, observa la imagen monumental -y también desfalleciente- del padre del judaismo (terminable e interminable, de nuevo, si utilizamos la expresión de Yerushalmi). Lo mira en su ira, en su autoridad, en su gesto difícil. Pronto escribirá un artículo para fijar esa impresión llena de entusiasmo y de misterio. Pero algo falta sin embargo. No es tan sólo el padre lo que mira ahí, no es solamente su propia autoridad y su tragedia. Es necesario volver a mirarla. Por lo demás, ¿qué otra cosa mira Moisés, aparte de la traición; desde donde mira, si no es solamente desde la impotencia, la ira o la duda?, ¿en qué detalle descuidado de una primera mirada está el mismo Miguel Angel, con su autoria y su deseo?, ¿qué descuida Freud en su propia interpretación que lo concierne, dado que tal vez está demasiado próximo todavía a su presente?

Escribe finalmente -pero no es el final aun- Moisés y la religión Monoteista. Ahí construye una "novela histórica" que por muy insólita que parezca, habla de la verdad del origen, siempre múltiple. Y lo escribe, al menos, dos veces. Se disculpa, y uno no sabe si se está disculpando de lo que dice o de lo que no pudo decir antes, demasiado encandilado por la majestad de Moisés y por su propia gloria. Escribe:

La parte que sigue de estos estudios no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas explicaciones y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo literal, de la primera parte … Sé que este modo de exposición es tan inadecuado como contrario al arte. Yo mismo lo desapruebo sin reservas. ¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para mi fácil de hallar, mas no de confesar. No fui capaz de borrar las huellas de la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo. (…) En realidad fue escrito dos veces… Hay cosas que deben ser dichas más de una vez, y que nunca pueden ser dichas suficientes veces…

Freud no sólo inscribe, también escribe, con sus desplazamientos, con sus viajes -¿cómo representar el movimiento sino realizándolo?- lo que permanece oculto todavía en las aparentes certezas de sus invenciones teóricas y en su literatura. La errancia, el viaje, el volver al mismo lugar, es también escritura. Freud repite entonces y regresa a un lugar que ya no es el mismo, porque el tiempo ha pasado y porque el retorno crea un nuevo lugar -el de su propio recorrido-. La repetición no es pura memoria o pura compulsión.

Poco antes de morir, Freud escribe entonces de nuevo su Moisés, tal como había vuelto a mirar en él su propia mirada y su propio origen. ¿Pero es tan nuevo realmente este otro Moisés? Vuelve a él como quien regresa a su ciudad, devastada por la guerra; vuelve tal como rehace el camino a Roma para mirar de nuevo esa mirada. Vuelve en fin a una tradición de la cual no puede, a decir de Freud, hablar tan fácilmente: porque no es fácil escribir así no más de una religión que, como toda religión, es parte de la neurosis infantil de nuestras culturas (El porvenir de una ilusión) y que sin embargo lo concierne - a él mismo- directamente.

Freud está muriendo varias veces cuando escribe el último Moisés. Porque no sólo es su historia la que es recapitulada en sus detalles ignorados o en su culpabilidad. No es sólo que esté muriendo el porvenir de una ilusión, ni que sólo el psicoanálisis desfallezca ante la amenaza del exterminio. Está también muriendo también con él la ilusión de que su descubrimiento podría sobrevivir por si mismo. Sin embargo, estas muertes permiten un último gesto que señala el valor de un autor. Porque este último regreso ya no es pura culpabilidad por su propia traición, mirando la biblia que su padre le había vuelto a regalar en algún nuevo aniversario. Porque ahora escribe en nombre propio. Siempre lo había hecho tal vez, pero ahora, casi al morir, lo hace repitiendo lo que es necesario decir más de una vez. Aquí su deseo es también escritura, la que se dirige al futuro anudando ese deseo a una insistencia que no lo puede dejar.

Escribir la historia es escribir sobre sus restos. Pensar el presente es no olvidar lo otro que siempre lo hace hablar. El lenguaje no basta para que las huellas sean pisadas de nuevo, borradas y vueltas a hacer en el tiempo. Es necesario un riesgo que requiere del pasado, pero también de su rechazo como nostalgia o como ciego ideal.

Notas

1 G1 Grubrich-Simitis, I.: Freud: retour aux manuscrits. Faire parler des documents muets. Paris: PUF, 1997. (Orig. 1993).

2 Barthes, R.: Le plaisir du texte. Précedé de Variations sur l’écriture. Paris: Seuil, 2000.

3 Ver a este respecto, Assoun, P.L. : L’imaginaire metapsychologique de S. Freud. En: Texte, 1996.

4 Yerushalmi, : Judaisme terminable et interminable. Ver también: Derrida, J. : Mal de archivo. Ed. Trotta, Madrid, 1997

5 Freud, S. : Moisés y la religión monoteista.En: Obras Completas. Buenos Aires: Amorrortu, 1990. (Orig. 1939).

 

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