Crisis Mundial

Imágenes de un atentado mediático
LOS TRANSCONTEXTOS TELEVISIVOS: LA SEDUCCION DEL HORROR

Alvaro Cuadra
alvarocuad@latinmail.com

 

1.- La realidad como efecto especial

El desastre del World Trade Center es el resultado de un atentado terrorista de nuevo cuño, pues muestra las posibilidades inéditas de escenificar la violencia para millones de personas en el mundo. Más allá de las claras connotaciones políticas, económicas, éticas y religiosas; lo primero que salta a la vista es que la tragedia de Nueva York, y en menor escala, el ataque al Pentágono, constituye un atentado mediático.

No parece casual que los trágicos sucesos de aquel 11 de septiembre del 2001 parecieran imitar las más audaces producciones de Hollywood . Tal parece que se ha implementado una mise en scène, calculada para producir el máximo efecto mediático del ataque. Aún cuando las consecuencias inmediatas del ataque son espeluznantes; éstas no se aproximan ni de lejos a las noches de Londres durante la Segunda Guerra Mundial ni, mucho menos, a la tragedia de Hiroshima. ¿Qué es lo que nos golpea y llama a la indignación?. Hay a lo menos dos factores: primero, la inmediatez , nos referimos desde luego a ser testigos en tiempo real de una tragedia mayúscula. Segundo, el anonimato e infamia del agresor: el no saber quiénes han sido capaces de ejecutar fríamente un plan tan demencial que ha costado la vida a varios míles de personas inocentes.

Los medios de comunicación, y especialmente la televisión, transforman un hecho en noticia; para que esto sea posible el hecho deber ser visible y telegénico. Así, un avión sobre el Pentágono ocupará un discreto segundo plano en cuanto no poseemos imágenes de vídeo del impacto; por el contrario, la televisión es capaz de recrear ad nauseam el choque de los dos aviones contra las torres del World Trade Cente r. Las imágenes ofrecidas por las distintas cadenas de televisión recogen, incluso, vídeos amateur con distintos puntos de vista sobre el suceso. La lógica televisiva ha transformado la realidad en efecto especial, haciéndola visible y telegénica.

Desde otro punto de vista, los autores del crímen, no fueron en absoluto ajenos al fenómeno mediático. No es necesario ser un analista muy perspicaz para advertir que quienes planificaron el atentado, lo planearon en términos mediáticos. Veamos, se eligieron blancos puramente simbólicos de escaso o nulo valor militar que sólo veríamos en las manidas películas de Hollywood como maquetas : las torres del World Trade Center como monumento al capitalismo estadounidense, el Pentágono como símbolo añejo del poderío militar norteamericano y, quizás, la Casa Blanca como símbolo político de Estados Unidos. Es claro que estos íconos están ya sedimentados en el imaginario de la población mundial vehiculados, precisamente, por toda la industria del entertainment , desde el Dia de la Independencia a Superman. Se atacó aquello que representa lo más clisé de los Estados Unidos; opción que pudiera parecer infantil, pero que sin embargo asegura el más alto impacto emocional en la audiencia. La modalidad misma de los ataques posee todas las características de espectacularidad inherentes al cine: un avión estalla en llamas al chocar contra un ícono de la cultura occidental. Se recrea un tópico y un lugar común: el flujo televisivo encuentra todos los elementos para construir su relato en vivo y en directo. Asegurados los íconos reconocibles , el impacto emocional, y recreados los tópicos de un relato, sólo resta la oportunidad y el rating.

Al observar la secuencia de eventos de aquella fatídica mañana de septiembre en Manhattan, podemos advertir que entre los dos impactos hay un décalage de 18 minutos aproximadamente, tiempo más que suficiente para que la televisión se haga presente en el lugar de los hechos y comience a construir la noticia. El ataque genera así el espacio de espera para que la televisión sea oportuna, de tal manera que el choque de la segunda aeronave tenga asegurada su cobertura y eleve el rating a escala planetaria.

El maridaje entre el atentado y la lógica mediática se hace todavía más evidente al considerar la hora en que se realizó. Cuando en Nueva York son las nueve de la mañana, tanto en Europa como en el Medio Oriente los massmedia están preparando sus emisiones de la noche y en el Lejano Oriente Y Australia dichas emisiones están ya en curso. En pocas palabras, un hecho de esta magnitud puesto en el satélite llegará en vivo al más alto número de personas en cuestión de minutos.

2.- Del relato mediático al relato mítico

La televisión norteamericana es, por cierto, una de las más desarrolladas y ricas del mundo. Con los recursos tecnológicos, financieros y humanos para desplegar su mirada sobre cualquier lugar del globo, es el agente ideal para poner en relato una acción de esta magnitud. Todavía permanecen frescas e inmarcesibles en la memoria las imágenes de personas lanzándose al vacío desde cientos de metros, enormes construcciones derrumbándose envueltas en llamas y cientos de personas corriendo desesperadas por las calles. La televisión administra la visibilidad, pues junto a aquello que se nos muestra, se nos oculta.: tras los primeros momentos de estupefacción, la mirada televisiva comienza a ser regulada. La construcción del relato televisivo depende estrictamente de la administración de su flujo de imágenes. El continuum televisivo construye así un transcontexto virtual mediático en que la historia con su carga de infamias y violencia es sustituida por un espacio acrónico metahistórico que se resuelve en un presente perpetuo de héroes y villanos.

Como hemos señalado, el anonimato y la infamia de los autores es un elemento que promueve la incertidumbre. La televisión interpela a las autoridades en demanda de respuestas ante la amenaza. A través de entrevistas y encuestas, la televisión se convierte en el ágora de la nación; es allí donde autoridades y pueblo se dan cita. Los espacios públicos ya no se encuentran en las calles de Nueva York o las avenidas de Washington sino en las grandes cadenas televisivas, ABC, CNN, CBS. La democracia se juega ahora en los flujos virtuales de las redes digitalizadas, ya no como democracia representativa sino, como se ha dicho, como una democracia de opinión o de públicos.

Nunca como hoy el gobierno norteamericano ha dependido de los flujos mediáticos virtuales. El ataque ha planteado una batalla singular, pues objetivamente el poderío norteamericano sigue intacto, sin embargo, se ve obligado a reaccionar. Si bien los daños causados son dolorosos y considerables, pareciera que en este caso se ha atentado más contra la imagen mítica de los Estados Unidos: la nación más poderosa e invulnerable de la tierra.

Desde hace décadas, Hollywood nos ha enseñado que el gobierno norteamericano, encarnado en la figura del Presidente, debe reaccionar con fuerza y firmeza sea que se trate de Lex Luthor, terroristas árabes u ovnis repletos de feos marcianos de sangre espesa y verde. Tras el ataque de los indios, inevitablemente surge la caballería. La televisión se hace cargo de este sentido común instilado en todos los rincones del mundo. La figura mediático – presidencial adopta en estas circunstancias un lenguaje performativo, profiriendo amenazas y prometiendo soluciones fáciles. En un lenguaje simple y directo el presidente actúa en la lógica mediática que le impone la videopolítica.

Si bien los expertos reconocen las dificultades políticas y militares para enfrentar la agresión terrorista, su voz es opacada por las opiniones de la ordinary people que en una amplia mayoría espera una acción militar contra los presuntos agresores, desplazando así la memoria histórica y las mediaciones institucionales mundiales: ésta obligaría a revisar las precarias y muchas veces injustas relaciones del orden internacional y aquella trazaría el itinerario de violencia que culmina en estos días con este atroz atentado. La reflexión serena e informada cede su lugar a la emoción, al juicio precipitado del hombre común. La nación norteamericana responde a la crisis desde su mitología, aquella que le ha enseñado que tras el dolor y el luto no cabe sino la reedición del mito: la heróica intervención de Rambo o la caballería.

3.- Retóricas de una guerra sin ilusiones

A una semana de los trágicos sucesos de Manhattan que han dejado a miles de víctimas inocentes; llama la atención la dimensión mediática en que éstos se han desarrollado. En un primer momento, la televisión comenzó a construir su relato bajo el rótulo America under Attack. La retórica televisiva se hace cargo de este modo de la violencia de las imágenes. Resulta evidente que tanto los autores del atentado como las autoridades del país han operado teniendo la lógica inherente a los massmedia como telón de fondo. La elección de blancos simbólicos, la hora del atentado e incluso la secuencia espaciada de explosiones sólo posee sentido en y para una dramaturgia mediática. Ciertamente, el impacto mundial del atentado en Nueva York se explica, en gran medida por tratarse de un suceso en vivo y en directo. Las catástrofes urbanas con su secuela de muertes son tan antiguas como la civilización humana, de Nerón a Hiroshima; sin embargo, lo novedoso estriba en la posibilidad que ofrece una cultura mediatizada para poner al alcance de la mirada de millones la tragedia en tiempo real.

Las horas posteriores al atentado sólo han acentuado la presencia de la mirada televisiva, aunque se trata de una mirada administrada. No se trata, por cierto, de una censura explícita y consciente sino más bien de la modalidad propia del flujo televisivo. La regulación del flujo de imágenes constituye el modo de articular un relato mediático. Aunque la exhibición en vivo y en directo crea la ilusión de un narrador ausente, éste subyace en la administración del flujo de imágenes. Asimismo, tras el pandemonium de los primeros momentos, irrumpen factores textuales y contextuales que limitan la mirada televisiva. En efecto, es claro que a las pocas horas del ataque, las autoridades despliegan una cierta racionalidad política y militar para enfrentar la crisis, ésta incluye, desde luego y en primerísimo lugar, el control de la información . Ya observamos este fenómeno a propósito de la llamada Guerra del Golfo en la década de los noventa. Existe, empero, una forma mucho más sutil en que el flujo televisivo es administrado, ya no desde la racionalidad contextual sino desde su propia textualidad .

Al inscribir los trágicos hechos de aquella mañana en el corazón financiero de Nueva York bajo el titulo America under Attack se genera un marco de referencia que es capaz crear un vector de sentido frente a un cúmulo de imágenes puramente casuísticas y desarticuladas. Esto se advierte en el talante sicalíptico de las primeras imágenes (personas lanzándose al vacío, choques de aviones), al ser contrastadas con un cierto recato en las imágenes posteriores. No nos estamos refiriendo a una estrategia televisiva sino a las posibilidades y límites que impone la materialidad del flujo de imágenes. Esto plantea una interrogante de fondo acerca de los límites y posibilidades de una cultura cuyo fundamento radica, justamente, en los procesos de mediatización y virtualización. Es claro que los flujos televisivos son indisociables de la cultura contemporánea, al extremo que para la mayoría de la población la realidad y los vectores de sentido emanan de las imágenes televisivas. El punto es que en una sociedad virtual mediatizada la realidad sólo puede ser virtual mediática. Esto significa que tanto la construcción social de la realidad como los procesos cognitivos asociados se subordinan a las lógicas significantes que modelizan la cultura actual.

La dramaturgia mediática inaugura una segunda secuencia titulada esta vez: America’s New War. Una mirada más desapasionada muestra que estamos ante una guerra sui generis; una guerra en que una gran potencia imperial ha sido atacada por un grupo fundamentalista refugiado en un remoto y pobre lugar al otro lado del mundo. Sin ironía alguna, cualquier incursión en Kabul o sus alrededores se parece más a la operación en Somalia que a Vietnam o la Tormenta del Desierto . Esta asimetría radical hace que la retórica épica pierda , en rigor, todo sentido.

Aunque la realidad política y militar hace evidente las singularidades de este atentado que no confronta necesariamente a estados nacionales, la retórica mediática construye un relato épico. Si hay algo que surge nítido del atentado en Nueva York es la certeza de una carencia: en primer lugar, Estados Unidos no posee los resortes institucionales, diplomáticos, políticos o militares para enfrentar este tipo de agresión. En segundo lugar, los massmedia como depositarios y artífices de un cierto sentido común tampoco han sido capaces de rearticular un verosimil que dé cuenta de las nuevas formas de agresión. Este desfase entre la retórica bélica tradicional de los medios de comunicación y las autoridades políticas, y una agresión mediática en red sin precedentes hace bascular el discurso entre la amenaza de una Tercera Guerra Mundial y un caso de terrorismo más propio de Interpol o el FBI. Entre la amenaza y el temor se va perfilando una guerra sin ilusiones: sin estados agresores ni teriritorios delimitados, sin ejércitos regulares, ni declaraciones de guerra , sin tratados internacionales ni héroes. Como se ha dicho, el atentado al World Trade Center inaugura la llamada guerra red, cruenta guerra desterritorializada y episódica cuyas trincheras enfrentan a fundamentalistas religiosos con personas e instituciones de los grandes países occidentales.

Los Estados Unidos se enfrentan a un tipo de agresión que ha sido incubada en los extramuros del imperio. Se trata de un gesto, en princicipio, incomprensible: asistimos al grado cero de la violencia. Se trata de una violencia incubada muy lejos de las tradiciones burguesas occidentales, literalmente y sin connotación peyorativa alguna estamos ante una violencia marginal. Desde el punto de vista del poder este tipo de agresión sólo es asimilable a la barbarie, aunque dicho término sólo posterga el análisis y oscurece la comprensión, pues, finalmente, bárbaro es aquello que nos resulta incomprensible, inaceptable, lo otro, como suele decirse, el que no comparte el habla canónica del poder. Conviene tener presente que las potencias occidentales, en la mayoría de los casos, instrumentalizaron a una serie de equívocos personajes del Tercer mundo en su lucha durante la Guerra Fría, desde Noriega a Sadam Hussein, incluyendo a los Talibanes. Esta lógica instrumental sirvió un propósito militar, pero no logró resolver el problema político de fondo que atañe a los sectores marginales de la humanidad. Se ha cometido un atentado premeditado en que un grupo suicida sin advertencia previa, sin un reclamo explícito ni proceso de negociación alguno ha acabado con la vida de millares de personas. Una acción de estas características escapa a toda racionalidad política, al menos, a toda racionalidad en términos occidentales, sea ésta liberal o marxista.

La retórica bélica habla desde la racionalidad política de un poder incapaz, hasta ahora, de reaccionar ante esta forma inédita de agresión. Si lo pensamos detenidamente, basta la voluntad y decisión de cualquier pasajero desarmado y potencialmente suicida para desviar un avión norteamericano contra un blanco determinado en cualquier lugar del mundo. Dicho más brutalmente: cualquier aeronave es, en principio, un misil teledirigido que puede poner en jaque a un gobierno.

4.- Imágenes, imaginarios y mundialización

 

Aunque todavía no se pueden avizorar las consecuencias políticas, económicas y culturales de este atentado mediático, no cabe duda de que junto al derrumbe del World Trade Center se inaugura una nueva forma de amenaza en la sociedad de flujos. Un imaginario conformado por las más aterradoras pesadillas construidas por el cine del siglo XX, va adquiriendo cuerpo en este siglo que comienza, gracias a las nuevas tecnologías y los flujos de la mundialización.

Más allá, no obstante, de visiones apocalípticas o de ingenuas desideratas; queda claro que el nuevo diseño sociocultural que emerge reconoce un nuevo régimen de significación cuyas aristas limitan con la mediatización y la virtualización de la cultura. Para millones de seres sus patrones culturales, sus claves identitarias e incluso la experiencia de realidad , se nutre de las imágenes que manan de las pantallas de televisión: es allí donde se construye la historia y la vida contemporáneas. Paradojalmente, es allí donde se proyectan en vivo y en directo los horrores y abismos de este momento postmoderno.

La lógica mediática y la subsecuente virtualización de la cultura opera desde la seducción de las imágenes que en su ascesis hiperobjetivista nos ofrece el vértigo del horror. Lejos de asistir al colapso del momento postmoderno y a una suerte de regresión a ideologías duras y terrorismo anarquista, asistimos a la consagración de las imagénes, a la plenitud de significantes ahistóricos en que lo hórrido se nos muestra en su obscena y brutal evidencia: está allí, es. Si se observa con cuidado, más allá de cualquier coartada discursiva de grupos o personas, el hecho brutal es que hemos asistido a la escenificación de la violencia absurda, irracional , al sinsentido.

El atentado mediático ejecuta una acción que en su gratuidad sólo reclama un cierto efecto. Exento de límites éticos, carente de legítimos fundamentos políticos, el atentado mediático sólo puede reclamar un espacio como performance, como traumática estética del horror. En este punto hay un delgado hilo que une a los fundamentalismos contemporáneos con el nazismo.

La televisión y las redes digitalizadas no reflejan la realidad , más bien la constituyen. En este sentido, el modo en que los massmedia articulan sus relatos va construyendo los mitos de nuestro tiempo. Notemos que así como los hackers sólo existen en virtud de Internet , un atentado mediático sólo es concebible en un mundo mediatizado y virtualizado. Aunque esta aserción pudiera parecer, a primera vista, un truismo, subraya la necesidad de enfrentar esta realidad inédita desde nuevas coordenadas y, muestra por contraste la írrita eficacia de las medidas tradicionales. La violencia de la que somos testigos se ha desprovisto de todo significado ideológico en términos de la modernidad occidental : sin avisos previos ni demandas de secuestradores: el gesto suicida se muestra como un puro significante cuyo propósito se resuelve en la performance del horror. Suprema ironía de este zeitgeist postmoderno: un agresor fanático que desprecia la muerte se enfrenta a sociedades de consumo digitalizadas que han excluido, precisamente, la muerte de su horizonte de sentido.

El desprecio de la muerte sólo adquiere sentido en contextos mitopoyéticos fuertes; se muere por una deidad o por su personificación: así, entre el piloto kamikaze o algún martir cristiano, es cuestión de credo, de convicción. . Para una cultura psicomórfica inmersa en un ethos narcisista, ecléctico y escéptico; mimada en el consumo suntuario, el desprecio a la muerte resulta inconcebible, pues su universo se ha desplazado de la convicción hacia la seducción. Ni siquiera la llamada muerte asistida escapa a la lógica hedonista, disfrazada esta vez como negación del dolor. Pensemos por un momento en la distancia que separa la mentalidad del fanático agresor que pilotea un avión para estrellarlo contra las torres del World Trade Center y los cientos de yuppies que laboraban en sus oficinas frente a un computador: tal es la brecha antropológica que separa al agresor de su víctima.

La brecha a la que nos referimos remite a una tensión no resuelta y que podríamos denominar la mundialización inconclusa. Hasta hoy se ha concebido la mundialización como la universalización de un modo de vida promovido por los spots publicitarios. El mundo es colonizado por los rutilantes destellos publicitarios, los norteamericanos en primer lugar, a través de los cuales se configura un sentido común que, ingenuamente, hacemos extensivo a toda la humanidad. Se ha dicho que en una sociedad de flujos lo global y lo local pierden su pertinencia al encontrar su síntesis en la glocalización. Esta línea de pensamiento es peligrosa, pues si bien vemos a líderes fundamentalistas montados en camionetas Toyota o utilizando armas sofisticadas de fabricación occidental, eso no significa, de buenas a primeras que se trate de grupos humanos integrados a la llamada mundialización. En un sentido más profundo, la mundialización no es un proceso histórico que se fundamenta tan sólo en flujos económicos sino más bien en flujos simbólicos; es en este nivel donde debemos rastrear las inconsistencias del proceso.

Por último, no deja de ser interesante que hasta la fecha se había concebido la mundialización como sinónimo de la americanización del mundo. Este atentado mediático muestra que, como suele ocurrir con todo proceso histórico, la mentada mundialización también genera fuertes resistencias en diversas latitudes del orbe. De tal manera que, quizás, ha llegado la hora de revisar la noción misma de mundialización como proceso modelizador que conjuga la reestructuración del capitalismo mundial con la sociedad de la información . Tal parece que el proceso de mundialización en marcha dista de ser homogeneizador y relativamente calmo. Por el contrario, tras el atentado surge la imagen de un proceso histórico bastante complejo, plagado de tensiones políticas y antropológicas; tensiones, dicho sea de paso, que no encuentran su correlato en un nuevo orden internacional. En suma, tras el atentado mediático a los Estados Unidos la mundialización dejo de ser sinónimo de americanización para devenir lo que su nombre indica: en la mundialización se juega el destino de toda la humanidad y por lo tanto, atañe al mundo entero.-

SANTIAGO DE CHILE, SEPTIEMBRE DEL 2001

 


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