Psicoanálisis, estudios feministas y género

Las figuras femeninas que transitan
por el análisis entre los varones

Juan Carlos Volnovich

Introducción

Abordar a las mujeres desde el psicoanálisis no es cosa fácil. No es cosa fácil para mí, que soy varón; no es fácil, desde el psicoanálisis, porque junto a los aportes ineludibles y definitivos para la comprensión de la construcción de la femeneidad que el psicoanálisis ha introducido, se han convalidado infinidad de valores patriarcales que solo sirvieron para profundizar la discriminación de las mujeres y sirvieron, también, para desacreditar y desprestigiar a nuestra disciplina frente a los avances de las otras.

Abordar a las mujeres -asumir esta iniciativa, en épocas en que las mujeres están despertando del largo sueño de opresión, de esa pesadilla que fue, y es, el patriarcado- no es cosa fácil.

Una primera pregunta, ineludible, se me plantea entonces: ¿puedo hacerlo?. Como hombre, como psicoanalista ¿debo hacerlo?

Después de todo -y antes que nada- habría que discutir si el problema de la mujer (en el caso que aceptáramos hablar de la existencia de "la mujer" en un sentido óntico, en un sentido epistémico, o en un sentido axiológico) 1 es solamente su problema -es el problema de las mujeres- o si es, también, el mío, o el nuestro.

Pese a mis dudas -pese a estar casi convencido que el tema de "las mujeres" y de "la femineidad" es también mi tema- creo ser lo suficientemente prudente como para eludirlo y aceptar que sean las mujeres las que hablen de sí mismas, y por si mismas; soy lo suficientemente prudente como para ocuparme de lo que me toca: los varones y, en todo caso, las figuras femeninas que transitan y circulan en el análisis de los varones y que me interpelan a mí como analista varón.

Solo que lo que, también, me toca (en más de un sentido) -y, a que ocultarlo, no solo me toca sino que me apasiona- es la verdad; y eso quiere decir que, además de prudente, soy lo suficientemente temerario y audaz como para sostener mi amor a las mujeres y, contra viento y marea, hablar de ellas: dedicarme a ellas, quiéranlo o no.

"Los asuntos del arte, del estilo, de la verdad no pueden disociarse del asunto de la mujer". Dice Derrida2 porque: "Es el ´hombre´ quien cree que su discurso sobre la mujer o sobre la verdad concierne...a la mujer. La ´mujer´ se interesa tan poco en la verdad, cree tan poco en ella, que su propia verdad ya ni siquiera le concierne"

Y Teresa de Lauretis convalida el desdén de la mujer porqué:

"(A la mujer) la verdad no la desvela. Por lo tanto, paradójicamente la mujer se convierte en símbolo de la verdad; símbolo de aquello que constantemente le es esquivo al hombre, y debe ser conquistado; (la mujer, como la verdad) tienta y resiste, se burla y seduce, y no se deja capturar. Ese escepticismo, esta verdad de la no-verdad, tal como Derrida sugiere, es la ´mujer afirmativa´ que Nietzsche amó", dice Teresa de Lauretis 3.

Y, digo yo: esa verdad es la mujer que amo y de la que, por supuesto, hablaré después.

Solo me resta afirmar en esta introducción, que no recuerdo para el psicoanálisis en las últimas décadas, desafío más fecundo que el proveniente de la teoría de género; y que solo a riesgo de salir empobrecida, la teoría de género podría resignar el saber sobre la construcción subjetiva que el Psicoanálisis es capaz de aportarle.

Algo más, "AÚN"

Tal vez porque fue el primer texto de Lacan que recibí a comienzos de 1977 -recién llegado a mi exilio cubano- cuando todavía era Encore, y estaba en francés (idioma que apenas leo); tal vez porque con El Seminario Aún 4 retomé esa ardua tarea, empezada en 1968, de leer a Lacan; tal vez porque en Aún Lacan habla del amor, tema que me desvela desde siempre; tal vez por todo eso y por algunas cosas más, Aún es uno de mis Seminarios preferidos.

Es en Aún (1972-3) donde un Lacan crispado acusa a las mujeres por que ellas no se resignan a ser "no toda".

"A la postre, dice Lacan, nos equivocaríamos si no vemos que en líneas generales, y en contra de lo que se dice, son ellas, las mujeres, después de todo, las que joden a los hombres".

Así, dolido y airado, Lacan reprocha la reticencia de las mujeres a entregarse; recrimina la resistencia de las mujeres para confiarle su goce.

Sí. Es en El Seminario Aún donde Lacan se lamenta porque "a las mujeres nunca se les ha podido sacar nada. Llevamos años suplicándoles, suplicándoles de rodillas -hablaba la vez pasada con las psicoanalistas mujeres- que traten de decírnoslo. ¿Y, que? Pues nada, mutis por el foro. Silencio. ¡Ni una palabra! Jamás se les ha podido sacar nada. Nuestras colegas, las damas analistas, sobre la sexualidad femenina, no nos los dicen todo. Es completamente sorprendente. Ellas no han hecho avanzar un ápice la cuestión de la sexualidad femenina. Entonces, no tenemos más remedio y a ese goce (se refiere al goce de las mujeres) lo llamamos como podemos, lo llamamos "vaginal", y se habla del polo posterior del útero y otras pendejadas por el estilo."

La indignación de Lacan con las mujeres 5: "las que joden a los hombres", las que no se entregan (las que no se le entregan), las que si se entregan pero no del todo y algo del saber sobre el goce femenino se guardan, ya se sabe, esa reticencia, esa resistencia encendió sus iras y lo obligó a disparar el asunto aquel de que el goce de la mujer no existe, que la mujer nada sabe de él, y que aunque acepte que si siente nada sabe de ella misma. Tal parecería que esa reticencia, esa falta de entrega, esa mezquindad, ese mutis por el foro de las mujeres, enojó a Lacan. Pues bien, para no guardar mutis por el foro, voy a intentar decir algo acerca de los varones. Voy a intentar decir algo acerca de como circulan las mujeres entre dos varones en análisis.

 

Homólogos

Una cierta intriga, un singular enigma, algo de misterio despierta el encuentro entre dos hombres. Una inconfesable curiosidad sobrevuela la relación que esa unión homóloga desencadena y este si es un lazo que desvela a la mujer.

¿Que circula en ese encuentro? ¿De qué hablamos los hombres con otros hombres? ¿Qué se juega en esa unión?

Cuando un grupo de varones se reúne fuera del trabajo para algo más que para un partido de fútbol, para algo más que para emborracharse, para jugar al pócker o simplemente para comer frente a una mesa redonda (como en "Los machos" 6) ¿qué los convoca?.

Cuando un grupo de varones se reúne, decía, ¿qué inteligencia se despliega allí? ¿Que capital simbólico se pone en juego? ¿Cuánto de humor y cuanto de aburrimiento? Cuando un grupo de varones coincide ¿cómo se gestiona la rivalidad? ¿De que manera competimos? ¿Cuales son los límites del espectro en el que se distribuyen nuestros talentos y nuestros afectos? ¿Que se potencia? ¿Qué se inhibe; qué es lo que allí se anula? Cuando dos hombres se juntan como los gauchos que esperan a una "China" que nunca llega 7 ¿Qué complicidades y que pactos se establecen?

En ese encuentro privado, íntimo 8, con un analista varón de su misma generación a veces, y otras, en las sesiones de un "pibe" con un analista que tiene casi la misma edad que el "viejo" ¿qué se dispara? En la singularidad de una sesión -escena dispuesta para la introspección reflexiva -y más allá de la singularidad y las diferencias de todo tipo- ¿cómo nos posicionamos nosotros -pene a pene, antes que himen 9- frente a nuestros pacientes varones, con nuestros analistas varones?.

Intentaré no decirlo todo, claro está -no, en este breve texto- pero al menos si, decir algo guiado por la convicción que a través de la transferencia que se despliega entre dos hombres en análisis, es el espejismo de una verdad esquiva -cuerpo de mujer- el que se instala omnipresente; verdad que nunca llega a construirse del todo. Si el análisis es la transferencia, la transferencia entre dos hombres es un juego -rompecabezas- donde tanto el analista como el analizado reconocen el espejismo inalcanzable del saber y contribuyen con fragmentos, aportando piezas de acuerdo a la mutua experiencia previa, para alentar la ilusión de estar compartiendo, completando, una mujer que quedará siempre inconclusa y silenciada.

El análisis entre dos hombres es solo eso: la vigorosa renuncia a los placeres que depara la inteligencia y el saber científico -y hasta el saber psicoanalítico, a veces- para disfrutar de la otra verdad: femenina verdad del inconsciente que evita el onanismo intelectual y jamás se alcanza en la rivalidad homosexual con la que se intenta eludir la castración, o en el contexto de una alianza asexuada.

Sé -como lo sabe cualquiera- que toda generalización es abusiva y sé, también, que si algo tiene de bueno la clínica, es que nuestra participación en esa experiencia singular, desafía cualquier intento por acallar lo que, justamente, la transferencia denuncia. Lo abusivo de cualquier generalización impide desarrollar el título que preside este ensayo; impide, por ejemplo, responder a la pregunta: ¿Cuales son las figuras femeninas que transitan en el análisis de un hombre con otro hombre?

Así, eludir las generalizaciones, nos impone renunciar al intento de responder a esta pregunta como no sea diciendo que el análisis de un hombre con otro hombre es igual a cualquier otro análisis: singular, desconcertante, infinito y múltiple. No obstante, eludir las generalizaciones no me exige renunciar a un trabajo estadístico.

Acompáñenme en el siguiente ejercicio:

Busco mis viejas agendas y las reviso. En la década del ´60, el 70% de mis pacientes eran mujeres. (Mujeres que, por lo general, se quejaban entonces de lo que se quejan ahora y siempre: que los hombres las ignoran o las violan pero no pueden, o no saben, "como hacer el amor"). Hoy en día, el 70% de mis pacientes son varones. La explicación cae de maduro: quedan pocos analistas de niños varones de mi generación. Pero este da to nada dice acerca de porque -entre la totalidad de mis pacientes varones- el 70% son hombres, más o menos de mi edad, y solo un 30% son niños o adolescentes.

Sigamos con el ejercicio estadístico:

De mis pacientes varones el 80% son hinchas de Boca, como lo soy yo. Incluyo aquí al pibe aquel que empezó el análisis siendo de Independiente y a la semana, nomás, ya se había pasado a Boca. Y excluyo al de River que interrumpió abruptamente el análisis en un claro ejemplo de reacción terapéutica negativa.

Afirmo esto para compartir una obviedad: en el análisis entre varones hablamos de fútbol y el tema de la identidad y de la camiseta, es importantísimo. También hablamos -y a veces obsesivamente, demasiado obsesivamente- de trabajo, de dinero y, desde ya, de las mujeres. Y "las mujeres" aparecen, siempre, como temidas y/o amadas. Las mujeres aparecen vertebrando tres discursos posibles:

1.-El discurso acerca del temor y el odio a la mujer "castrada".

2.-El discurso acerca del temor y el odio a la mujer "castradora".

3.-El discurso acerca del amor a la mujer "afirmativa".

1.-Temida y odiada por ser "castrada", la mujer se vuelve objeto de interminables quejas acerca de lo que nosotros quisiéramos que sea, y lo que ella no es; lo que nosotros quisiéramos que haga y lo que ella no hace. Las mujeres son las "boludas" que se pasan el día "rascándose", las que no toman la iniciativa en la relación sexual, las aburridas que nos aturden con sus parloteos, las tontas que no saben como ganarse la vida.

2.-Temida y odiada por "castradora", la mujer recibe los reclamos y las reproches por aquello que nosotros no somos; es la culpable de nuestros fracasos y la responsable de nuestras limitaciones. Son las madres que nos desautorizan frente a nuestros hijos; son las hipercríticas con nuestras debilidades; son las "frígidas " que nos abruman con reclamos sexuales; las que nos agobian con sus exigencias, las que nos persiguen, nos tratan como si fuéramos niños y nos atormentan con sus recomendaciones.

3.-Amadas por lo que ellas son afirmativamente 10 y amadas por lo que nos hacen; por lo que hacen por nosotros, con nosotros y, sobre todo, de nosotros -nos hacen hombres- las mujeres son destinatarias de toda nuestra gratitud por el reforzamiento de nuestra autoestima; son también, las destinatarias de todo nuestro reconocimiento por "bancarnos" y las destinatarias de nuestra admiración por la posibilidad que tienen de "bancarse" solas.

Sí. Los hombres hablamos de las mujeres; hablamos obsesivamente de las mujeres aún en los escasos momentos en que no hablamos de ellas, para ellas, contra ellas, encima de ellas. Aún cuando hablamos de fútbol, de trabajo o de dinero a los hombres nos une, como intrincada trama, el cuerpo femenino como texto. Y así, tendemos a imaginar la relación con las mujeres como un infierno, o como un paraíso cuando, en realidad, esa unión lejos está de parecerse a un encuentro bucólico o combatiente. El amor, cuando aparece, lejos está de acercarse al modelo que supone la reciprocidad, la complementariedad o la correspondencia; y lejos está, también, del modelo beligerante que supone la lucha, más o menos despiadada, por el reconocimiento mutuo.

Pero como no es "el amor" el tema de este texto, vayamos a José.

José

José (42 años) -que se crió con un padre débil sometido a una madre despótica- viene al análisis para hablar de su mujer. Hace 4 años que viene a sesión, primero, tres veces por semana, y ahora solo dos: viene para hablar mal de su mujer y contarme, con lujo de detalles, los tormentos que le ocasiona. Este hablar mal de su mujer tiene una contraseña: él espera que el análisis -yo, como analista- le enseñe a ser varón y, para él, ser varón es saber poner a la mujer en su lugar; porque ella es, fundamentalmente, una "loca, irracional y caprichosa."

En su discurso, José no deja de recorrer ni uno solo de los lugares comunes que los estereotipos patriarcales le atribuyen a las mujeres. Así, su mujer es -a veces simultáneamente, a veces sucesivamente- "hinchapelotas", "fálica", "castradora", discapacitada, intrigante, estúpida, torpe, inteligentísima para sembrar cizañas, con una memoria infernal para recordarle sus fallas y pasarle la cuenta, hipercrítica, gritona, lo descalifica en público, se niega sistemáticamente a tener relaciones sexuales para después reprocharle su desatención y acosarlo con los celos. En fin: la lista de quejas es interminable. Pero José no solo en el análisis habla mal de su mujer y aprovecha sus sesiones para fundamentar sus quejas en la palabra escrita (me aporta datos bibliográficos)11: también se reúne con los amigos en el bar y en el country para "despotricar" contra ella; y con los hijos, por supuesto: "pestes" de la madre. A Gaby -su amante estable (tan joven como sumisa)- y a sus "aventuras" ocasionales también les habla mal de la mujer. En realidad hablar mal de su mujer le sirve para hacerse amigos, para levantarse "minas" y, claro está, para analizarse. Tanto es así que a veces pienso que lo único que aprendió a hacer bien en la vida es a hablar mal de su mujer.

Pero al pobre le ha tocado en suerte (o se lo ha buscado, vaya uno a saber) un psicoanalista que tiene poca tendencia a convalidarlo en sus quejas; poca tendencia a sostener a dúo y por consenso, su condición -nuestra condición- de víctimas de las mujeres. Dentro de lo que cabe, trato de mantener la escucha atenta a la transferencia y -aunque esté muy lejos de afirmar la existencia de cualquier tipo de terapia que haga del feminismo una "causa"- creo estar alerta a los pactos patriarcales y desconfío de la complicidad que José me propone y que pudieran resumirse en un comentario del tipo de "pero flaco, ¡tu mujer es una bruja!", seguido de alguna exclamación al estilo de: "Viejo, ¿qué haces al lado de esa mina?" "¿Por qué seguís con ella?" "¿Porqué no te separás y te vas a vivir con Gaby?" sabiendo que la respuesta de José sería: "¿Para qué, si todas son iguales?"

Ante José yo, como psicoanalista que conoce su oficio y sabe de la violencia invisible, callo; como yo he leído mucho acerca de las teorías de género, yo con José, ¡nada!; aunque a estas alturas -a que ocultarlo- estoy absolutamente convencido (él me ha convencido) que su mujer es una arpía 12: mas mala que una víbora mala y que él es un santo que aguanta más de la cuenta.

Así venía José, hasta que un día se cansó, y la "fajó". La escena fue la siguiente: ella no paraba de gritarle, de criticarlo, de regañarlo; lo seguía con sus recriminaciones del comedor al dormitorio, chillaba y le golpeaba la puerta del baño hasta que, entonces, el no se aguantó más, la agarró de los pelos, le dio una trompada, la metió vestida en la ducha con agua fría y después de arrastrarla por el suelo la dejó encerrada en el dormitorio.

-¿Porqué hiciste eso? le pregunté.

-Porque era la única manera de que se callara. Es una hija de puta. ¿Vos entendés que es una mala mina?

-¿Y vos le pegás porque es mala? ¿Así que vos tenés que detener su maldad pegándole?

-Sí. Mirá, en esos momentos yo haría cualquier cosa con tal que deje de gritar. Algo hay que hacer para ponerla en su lugar. ¿No? Yo sé que pegarle está mal pero es la única manera de controlarla y de que pare con su locura. ¡Es tan irracional! ¡Está loca! Y, en todo caso, lo que hice es una respuesta a su locura. Me provoca y me provoca, hasta que me encuentra.

La cuestión es que a partir de esa ocasión, nunca más le pegó aunque, por mucho tiempo, José siguió hablando mal de la mujer. Hace poco, un día, solito, hizo el cálculo del tiempo que dedicaba a hablar de ella y, como quién no quiere la cosa, se le ocurrió preguntarme acerca de algo que nunca antes había pensado: "¿Te imaginás lo que pasaría, me dijo, si en vez de pasarme la vida hablando de ella me dispusiera, alguna vez, a hablar con ella?".

Eduardo

Eduardo -48 años- a diferencia de José, se lleva bien con la esposa y se ha pasado (en realidad, se han pasado) la vida construyendo una brillante carrera para Eduardo en un Organismo Internacional. Cuando, al fin, le llega la oportunidad, largamente anhelada, de acceder a la Secretaría General -lo que supone cambio de país- la mujer le reprocha -resignada, pero amargamente- que ella ha postergado siempre su carrera académica en función del desarrollo público de Eduardo y que, ahora, una vez más, por seguirlo a él deberá interrumpir su doctorado. Entonces él -después de un período dilemático y turbulento- en un gesto que lo honra, renuncia a la Secretaría General y acepta un cargo de menor importancia para permitir que su mujer complete el ¨bendito¨ doctorado.

Lo hace de buena fe; diría que lo hace por amor. Es una prueba de amor a su mujer y es, también, una demostración de fortaleza destinada a su analista: para que yo vea "que buen marido que es", las cosas que un hombre -todo un hombre- es capaz de hacer por el amor de una mujer. Solo que, entonces, el dilema acerca de la decisión de aceptar o no la Secretaría General, deja lugar a una impotencia sexual que lo llena de pesadumbre. Y, al poco tiempo, después de años de fidelidad absoluta, se involucra con una mujer ni muy linda, ni muy joven, pero absolutamente tonta, con la que mantiene una apasionada relación sexual; relación sexual de una intensidad jamás antes conocida y digna de, por lo menos, mi admiración y alguna medalla de oro en una competencia olímpica.

Así las cosas -y a raíz de la impotencia- su mujer propone hacer una terapia de pareja; y el se pregunta (y me pregunta) "¿Cómo voy a ir a un terapeuta de pareja a contarle que con mi mujer no se me para pero con Laurita soy un tigre?.

Seguramente Eduardo no es el único hombre exitoso en su desempeño público que hace lo posible por ayudar a su mujer y estimular su desarrollo más allá del ámbito doméstico. Solo que, cuando lo logra -cuando su mujer triunfa en la adquisición de cierta autonomía económica y en el logro de una relativa independencia con respecto a las necesidades narcisísticas tradicionales- la castiga duramente: la castiga con la desfeminización y no vuelve a desearla sexualmente: no porque no quiera, sino porque no puede. Y la impotencia como la evanescencia del deseo, ya se sabe, es inapelable.

Raúl

El análisis de Raúl, más que análisis es vicio: se analizó de niño conmigo a raíz de su encopresis, una mezcla de retención, supercontrol anal y escurrimiento de materias fecales. Cambió de analista durante los años de mi exilio y retomó conmigo, cuando regresé a la Argentina. Aquí me lo encuentro, en el ´85, con 25 años, atormentado por ideas obsesivas referidos a la muerte tan temida como anhelada de un padre tiránico, de quién nunca se sabe si es más tacaño que millonario, o más millonario que tacaño. Como si eso fuera poco, además, Raúl es extremadamente tímido, un acné incurable atenta contra su autoestima, el diminuto tamaño de su pene, dice, lo inunda de dudas acerca de su identidad sexual y se declara totalmente incapaz de levantarse una "mina". Odia a su padre porque siendo tan rico le hace pasar hambre, porque lo mal dotó con un pene pequeño y -lo verdaderamente imperdonable- lo odia porque no le brindó un capital identificatorio: las claves para hacerse hombre. Tuvo que "rebuscárselas" y aprenderlas solo; y las encontró en su pasión por el fútbol, su adhesión incondicional a Boca y la integración en un equipo de conjurados que dos veces por semana, después de sesión, infaltables, juegan en una canchita que queda, casualmente, a pocas cuadras de mi consultorio.

El análisis (dice él), el fútbol y la vida (digo yo) -más una señorita de la que se ha enamorado perdidamente- lo han ido mejorando y ahora, a los 35, su fortuna -una fortuna hecha desde abajo y sin haber recibido ayuda alguna- dobla la de su padre. Él, mantiene una pareja grata, confortable, razonablemente armónica y prolija con Marita a la que le es más fiel que perro de lechero, pero con la que no se anima a tener un hijo. Es alrededor de la idea de ser padre por donde giran -o, mejor dicho, giraban hasta el año pasado- sus inseguridades, sus interminables dudas obsesivas.

Con todo, venía tan bien la cosa que -hasta que sucedió el episodio de Página 12- ya hablábamos de finalizar el análisis.

Porque el caso es que el año pasado, en el juego estadístico que suelo hacer con mis agendas descubrí, para mi sorpresa, que casi el 100% de mis analizados varones -los adultos, claro está- eran fieles a sus mujeres. (José era la excepción). La conmovedora fidelidad de mis pacientes varones -incluso la de aquellos que cargaban con una historia de mujeriegos irredentos- sumado al efecto que tuvo sobre mi ciertas lecturas acerca de lo que pudiera llamarse una antropología del posmodernismo (G. Lipovetzky "El crepúsculo del deber") me llevó a escribir un artículo de divulgación que -parafraseando al tango- se llamó "Machos Fieles de Gran Corazón" y que fue publicado en el Suplemento Futuro de Página 12 13.

En ese artículo, empezaba diciendo que "una epidemia de fidelidad se había desatado entre los hombres de esta década".

Pues bien: Raúl leyó el artículo y, a decir verdad, le cayó mal; muy mal. Algo dijo en una sesión acerca de mi ostentación; acerca de la indiscreción que yo cometía al escribir en los diarios sobre la intimidad de mis analizados; algo, acerca de que en el texto era evidente que yo me ponía por encima de los demás y que usaba, avalado por una ética dudosa, mi condición de analista para "aparecer en los medios". (En realidad, la expresión que usó fue: "¡Pero, ¿quién carajo te crees que sos, jetón?").

Raúl se enojó -¡ mucho!- y ahí quedó la cosa.

O, no. Porque fue justamente en esa época cuando se lanzó a una vertiginosa carrera amorosa. No había pasado un mes del episodio de Página 12 y ya el relato de sus hazañas con las "minas" llenaba y desbordaba las sesiones.

Fue alrededor del mes siguiente al episodio de Página 12 cuando, al llegar a una sesión, me desconcierta; en lugar de repetir la ceremonia habitual, en vez de recostarse en el diván, se sienta frente a mí y totalmente desencajado, corporalmente derrumbado me dice: "Marita está embarazada".

En las siguientes sesiones pasó nuevamente al diván para dedicarse a hacer un balance sobre su vida. De golpe -después de ocho años de fidelidad absoluta, después de ocho años de una vida racionalmente administrada y solo empañada por la duda acerca de si deseaba o no tener un hijo, acerca de si estaba en condiciones, o no, de ser un buen padre- tenía a su mujer embarazada y mantenía tres o cuatro "amantes" que le obligaban a hacer toda clase de malabarismos para que Marita no se entere y para que ellas no lo dejen.

Cuatro meses después de la sesión en que me anunció el embarazo de su mujer, otra vez, vuelve a sentarse frente a mí. Más desencajado que nunca me informa: "Vengo del laboratorio genético: son mellizos y la Pitu (una de sus novias) me acaba de anunciar que está, también, embarazada."

-¿Mellizos?, le pregunto.

-Sí. Varones los dos.

-¿Sanos?, insisto.

-Sí, varones y sanos; pero seguro que me salen putos.

-¿Como vos y yo?

Conclusiones

Analizarse para un varón, no es nada fácil. Las convenciones vigentes suponen que los varones somos -o, deberíamos ser- independientes y autosuficientes. Si no tenemos necesidades emocionales propias -o si las tenemos negadas o satisfechas- es porque hemos aprendido desde muy pequeños que la enunciación de nuestras carencias afectivas es un indicio de debilidad, inaceptable para un hombre que se precie.

En Unreasonable Men: masculinity and social theory (1994), Victor Seidler14 intentó desmantelar la tendencia a asimilar razón con masculinidad tanto como emoción con femineidad.

Del mismo modo, la noción tradicional de la sexualidad como expresión de la "naturaleza animal" del hombre, supone una trampa que consiste en lo siguiente: una vez que los varones hemos sido provocados y excitados, ya no somos responsables por nuestros actos. Entonces: son las mujeres las responsables. Son las mujeres las que deben asumir la culpa porque, en última instancia, son ellas las que despiertan, incitan o estimulan nuestra "naturaleza animal" y desatan nuestra fiera. Así, la obligación que asumimos los hombres de "poner a las mujeres en su lugar", se entiende como el trabajo de ubicarla en el doble sitio que les corresponde: paradójicamente culpables de nuestras pasiones y, al mismo tiempo, domesticadas, dominadas y desapropiadas de su deseo sexual.

Tal parecería ser que, para los varones, la sexualidad viene de un espacio que está afuera de nosotros mismos. Y la ira, y la rabia, también. Ambas, tienen rostro de mujer.

En definitiva, si las emociones no son nuestras, nada indica que tengamos que hacernos cargo de ellas. Si los varones estamos acostumbrados a pensarnos como gente razonable que tenemos la enorme facilidad de ignorar nuestras emociones y desconectarnos, por ejemplo, cuando nos vamos a trabajar (cosa que ni por lejos pasa con las mujeres que son "rencorosas" y a quienes la pelea de la mañana les dura hasta la noche cuando se les hace imposible tener relaciones sexuales porque continúan enojadas), es fácil pensar que lo que nos ocurre a nosotros, los hombres, son solo reacciones a estímulos externos con los que las mujeres nos abruman permanentemente.

De ahí que para los varones heterosexuales sea mucho menos amenazante el "coger por coger", sin otro tipo de compromiso afectivo, que el "coger" integrado a un contacto sentimental que incluya, inevitablemente, una cuota de vulnerabilidad emocional, siempre incompatible con el ideal de identidad masculina.

Como varones heterosexuales hemos sido adiestrados para tener relaciones sexuales sin pagar el alto precio del compromiso de las relaciones afectivas, que son sinónimo de una debilidad inaceptable para aquellos que llevan los pantalones bien puestos. Pero hay un punto en el que esta lógica patriarcal nos atrapa: desde que los varones con frecuencia hemos pensado a las mujeres como de nuestra exclusiva propiedad privada, la infelicidad y depresión de nuestras compañeras nos involucra más de la cuenta. Quiero decir: así como somos incapaces de responsabilizarnos de nuestras necesidades afectivas y, mucho menos, de las necesidades afectivas de nuestras compañeras, tendemos a sentirnos culpables por lo que les ocurre a ellas refiriéndolo siempre a fallas o insuficiencias nuestras. Es por eso que en el análisis de los varones, sea frecuente oír la sincera queja de aquellos que se sienten defraudados por mujeres para las que trabajan duramente y que, en lugar de sentirse agradecidas, se muestran frustradas y desdichadas.

Y esto es así porque la masculinidad se juega en el rendimiento sexual pero también -y fundamentalmente- en la eficacia laboral.

Esos hombres llegan a la sesión de análisis desgarrados entre las exigencias familiares y las exigencias laborales; atrapados por la obsesividad del trabajo se sienten profundamente dolidos por la falta de reconocimiento hacia los sacrificios que hacen para mantener a sus familias. Son varones que llegan exhaustos y exprimidos a encontrarse con sus compañeras para que ellas les recuerden las obligaciones emocionales que todavía les falta cumplir con sus familias. Son varones que le temen a la intimidad porque, en realidad, le temen a la debilidad y si hay algo que saben muy bien, es que tienen que mantenerse enteros para el trabajo. Es entonces cuando se las ingenian para adecuar las situaciones que les permiten pensar que son los otros: que es su mujer, que son los chicos los que necesitan afecto y reclaman apoyo. Ellos, no. Ellos, lo brindan; y esto suele crear una asimetría notable en la relación de pareja porque condena a las mujeres al lugar de débiles y dependientes. Y lo cierto es que, muchas veces, las mujeres aprenden a callar sus propias demandas solo porque no quieren convalidarse en el lugar de las que están siempre quejándose y rezongando.

Cuando, por el contrario, las mujeres plantean sus demandas, o se rehusan a seguir sosteniendo afectivamente a sus compañeros, recién entonces, los varones empiezan a reconocer lo que han perdido y es muy triste observar la casi patética escasez de recursos afectivos con que cuentan esos hombres para lidiar con la responsabilidad de sostenerse afectivamente solos. Y es ahí cuando se deprimen y se recluyen, o reponen -como quién repone una prótesis- a alguna mujer que cumpla con lo que la anterior venía haciendo.

No obstante, acostumbrados a ocupar un espacio central en la vida de las familias, cada vez son más los hombres que se quedan perplejos ante la realidad de ser prescindibles observando como sus familias se puedan organizar sin ellos.

Aludí, antes, a la complicidad que se establecía en el análisis entre varones; a ciertas alianzas y a ciertos pactos que en definitiva nos ponen en peligro de sostener infranqueables puntos ciegos. Aquellos varones a quienes analicé -y analizo- como intenté ejemplificar, hablan de "minas", de fútbol y, claro está, del trabajo (o del no trabajo). Y este si es un punto decisivo para él narcisismo; este si es un punto definitivo para la afirmación personal, porque -como decía- los tradicionales paradigmas patriarcales suponen la virilidad apoyada en la eficacia laboral, en la productividad económica, tanto o más que en el rendimiento sexual.

Efectivamente: la complicidad que se establece en el análisis entre varones facilita el sostén de algunos puntos ciegos, la sacralización de ciertos escotomas y facilita también, el abuso de la transferencia. Freud fue muy explícito cuando en "Los caminos de la terapia analítica" aconsejó a los psicoanalistas

"rehusar, decididamente a adueñarnos de los pacientes que se ponen en nuestras manos; debemos (dijo Freud) rehusar a estructurar su destino, (rehusar) a imponerle nuestros ideales y debemos, también, renunciar al intento de formarlos con orgullo creador, a nuestra imagen y semejanza".

Pero este sabio consejo no reduce la cuestión al reconocimiento de las diferencias.

"Renunciar a imponer nuestros ideales", como Freud sugiere, supone, para empezar, reconocer los estereotipos que, para el analista, definen que es "ser hombre" y que es "ser mujer". Y, más aún, aceptar que no por invisibles y naturalizados, los prejuicios que acompañan a estos estereotipos, tienen menos fuerza y dejan de operar activamente en la situación transferencial. Solo que, aunque el psicoanálisis -y cuando digo "psicoanálisis" lo hago en el sentido de mayor amplitud y diversidad de escuelas- insista en las tendencias y sentidos caóticos y discontinuos del inconsciente, aunque tienda a dar una visión desestabilizada del sujeto opuesta a todo tipo de organización; el psicoanálisis, decía, instituye -mal que nos pese- la coherencia del género a través del metarrelato estabilizador del desarrollo infantil, cuando no a partir de la relación del sujeto al Nombre del Padre, o del Complejo de Edipo escandalosamente asimétrico para hombres y mujeres.

Entonces: hasta que los psicoanalistas no abandonemos la soberbia de un Discurso Amo, verdad del inconsciente que da cuenta del límite de todas las demás disciplinas; hasta que los psicoanalistas no renunciemos a la omnipotencia de decirlo todo acerca de las otras disciplinas al tiempo que ejercemos la más radical crítica a nuestra propia omnipotencia siendo los primeros en reconocer la imposibilidad del saber porque el nuestro se basa en el saber de la "falta"; hasta que no nos decidamos, francamente, a abrirnos a las teorías de género para algo más que para absorberlas y dominarlas, veo difícil superar los obstáculos que nos impiden progresar en la revisión de los paradigmas patriarcales y en el universo conceptual al que este texto intenta aportar.

Soy de los que piensan al patriarcado como un sistema de opresión y de explotación del ser humano basado en su pertenencia al sexo femenino, pero, además estoy convencido que el patriarcado es un sistema de dominio, de presión y represión que se ejerce sobre todas las personas, mujeres y hombres; y que esta presión y esta represión basada en una definición cultural de la femineidad y de la masculinidad, impide a los seres humanos, a todos los seres humanos -a todos nosotros- realizar nuestras capacidades potenciales. O, dicho en otras palabras, soy de los hombres que piensan que son mucho más interesantes y mucho más divertidas las relaciones sostenidas con mujeres que sean además "personas", que las relaciones sostenidas con mujeres que se funden con el estereotipo patriarcal de objetos descartables. Decía que hasta que los psicoanalistas no incorporemos los aportes de las teorías de género no vamos a impedir que nuestras teorizaciones convaliden "científicamente" lo peor del patriarcado.

Del mismo modo, hasta que los hombres -y sobre todo los psicoanalistas varones- no renunciemos a la ilusión de poseer el falo por el mero hecho de ser portadores de un pene, seguiremos estancados en la elaboración de sistemas conceptuales que vanamente intentarán explicarlo todo o, en la clínica, seguiremos transformando el análisis en un juego de rivalidades y competencias entre varones.

Ojalá, entonces, que podamos avanzar en la crítica a los prejuicios patriarcales presentes en la narrativa freudiana.

Ojalá estas consideraciones sirvan, sino para suprimir, al menos para atenuar las injustas discriminaciones que toleramos y ejercemos; y ojalá, también, nos inciten a interrogarnos acerca de las infinitas maneras como los varones nos mentimos cuando nos relacionamos con nuestros homólogos en el diván, desde el diván y en la vida misma.

 

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