Psicoanálisis, estudios feministas y género

Psicoanálisis, feminismo y posmodernismo

Silvia Tubert (*)

En el mundo del pensamiento anglosajón se ha desarrollado recientemente una perspectiva teórico – crítica que interroga, yuxtapone y construye conversaciones entre tres vertientes importantes del discurso occidental contemporáneo: el psicoanálisis, la teoría feminista y la filosofía posmoderna, lo que permite buscar las articulaciones entre los problemas concernientes al conocimiento, la diferencia entre los sexos, la subjetividad y el poder (Flax, 1990; Fraser y Nicholson, 1990; Weedon, 1987). Esta perspectiva considera que todas las teorías son fragmentarias y trata de desarrollar en cada disciplina o discurso un espíritu crítico, sin pretensiones de evitar el conflicto y las diferencias insolubles entre ellos y sin intentos de sintetizar esas diferencias en una totalidad unitaria y unívoca que sólo podría ser falaz e ilusoria. Tanto el psicoanálisis como el feminismo y el postmodernismo (con la salvedad que cada uno de estos términos engloba una diversidad de teorías y de autores a los que no podemos hacer justicia en este trabajo) suponen una crítica radical a las pretensiones de verdad absoluta de las teorías científicas o filosóficas; podemos entenderlos como modos transicionales de pensamiento, posibles y necesarios en el mundo occidental contemporáneo donde prevalecen el cambio, la incertidumbre, la ambivalencia y la falta de puntos de referencia seguros. Estos modos de pensamiento son síntomas del estado de nuestra cultura y de su malestar y, al mismo tiempo, son instrumentos parciales, necesariamente imperfectos, para comprenderla, especialmente en sus facetas más problemáticas: cómo se entienden y se constituyen el sujeto, el sistema de géneros y el cambio cultural, sin recurrir a formas de pensar y de ser lineales, teleológicas, jerárquicas, holistas ni binarias.

El malestar que Freud consideraba inherente a la cultura se ha puesto cada vez más en evidencia a lo largo de nuestro siglo en razón de una serie de fenómenos: el fin del colonialismo, las reivindicaciones de los movimientos de mujeres, la revuelta de diversas culturas contra la hegemonía occidental, el desplazamiento en el equilibrio del poder político y económico en el plano mundial, la conciencia cada vez mayor de los costos, y no solo beneficios que conlleva el progreso científico y tecnológico, el derrumbe de sistemas ideológicos y los estragos producidos por una economía de mercado librada a sí misma, carente de todo referente ético y político que, como un gólem, nos convierte cada vez más en mero instrumento de su ciega voracidad.

Las filosofías posmodernas consideran que las transformaciones sociales contemporáneas son síntomas o episodios de la ruptura que se ha producido en la metanarrativa de la Ilustración. Las grandes ideas que estructuraban, legitimaban y daban coherencia a gran parte de la ciencia, la filosofía, la economía y la política desde el Siglo XVIII ya no parecen siquiera plausibles . Si Kant pensaba que la razón y el conocimiento podían liberarnos de la esclavitud, ahora sabemos que pueden conducir a una esclavitud diferente, al sometimiento a los productos de ese conocimiento. La Ilustración entraña una dialéctica, como observaban Adorno y Horkheimer, en la que el Iluminismo reconduce paradójicamente al mito. En efecto, los acontecimientos más recientes de la historia occidental (hechos como Hiroshima, Auschwitz o la degradación creciente del planeta) han cuestionado profundamente las certezas de la razón y de su ciencia: ya no es tan evidente que exista una conexión necesaria entre razón, conocimiento, ciencia, libertad y felicidad del ser humano. El desarrollo económico puede no proporcionar la liberación de la necesidad, como creían los economistas políticos, desde Smith hasta los keynesianos contemporáneos; el bienestar económico de algunos grupos en Occidente puede depender (y determinar) del subdesarrollo del Tercer Mundo y la emergencia de subclases y subregiones en el primero.

Sin embargo, las relaciones de la filosofía con la Ilustración son necesariamente ambivalentes: se trata de un legado que aquella no puede aceptar acríticamente pero tampoco rechazar en bloque. Lo cierto es que faltan alternativas atractivas a su conjunto de creencias. Quizás esto tenga que ver con la angustia que producen la falta de coherencia o cierre en una situación dada y la existencia de deseos o representaciones contradictorias; angustia que puede desencadenar intentos prematuros de negar los conflictos, de reprimir algún término de la ambivalencia y de construir un proyecto totalizador para llenar el vacío que dejan los fracasos de la Ilustración. Así, las alternativas que prevalecen hoy son, lamentablemente, teocráticas fanáticas, el dogmatismo, los estados absolutistas, o bien el caos o un relativismo moral paralizante que conduce al nihilismo. De ahí el interés de perspectivas teóricas que cuestionen las diversas formas del esencialismo, la fijación de significados que se originene como representantes de lo Real o de la Verdad, desconociendo su construcción cultural en contextos históricos, sociales y lingüísticos, pero que no renuncian a la búsqueda de inteligibilidad y de significación de los fenómenos que pretenden analizar.

Veamos, esquemáticamente, cómo el feminismo ha llegado a asumir ciertos planteamientos psicoanalíticos y posestructuralistas que le permiten profundizar su tarea crítica y autocrítica.

Momentos significativos en la teorización feminista

En 1949, Simone de Beauvoir, una de las fundadoras de la teoría feminista contemporánea, describió cómo la mujer, el "segundo sexo", ha sido definida y limitada como el otro (siempre inferior) del hombre. En las culturas patriarcales (y no se ha encontrado hasta ahora alguna que no lo sea) ninguna mujer escapa a las consecuencias de esta posición: aún las más independientes están deformadas y mutiladas por las ideas y relaciones sociales que afectan a las menos afortunadas. De Beauvoir insiste en que esta limitación no refleja ninguna esencia de la mujer, sino que es una consecuencia de ideas y de fuerzas históricas. En la época en que de Beauvoir escribió su libro no existían movimientos de mujeres visibles ni activos; en cambio, los desarrollos teóricos feministas que tuvieron lugar desde los años sesenta hasta la actualidad están profundamente relacionados con el resurgimiento de los movimientos de mujeres hacia fines de los años sesenta. La participación de los grupos de "conscienciación" y las movilizaciones masivas dieron lugar a la toma de conciencia y al cuestionamiento de determinadas experiencias que habitualmente se daban por sentadas. Así, por ejemplo, el miedo a la violación, el embarazo no deseado; el reducido número de profesoras en comparación con sus colegas hombres; el sesgo masculinista en numerosos campos académicos; la violencia ejercida contra las mujeres; la restricción, distorsión y explotación de su sexualidad; la división sexual del trabajo y la exclusión de las mujeres de la mayoría de los puestos de poder político y económico.

Muchas intelectuales y universitarias intentaron, al comienzo, explicar lo que estaban reconociendo en la experiencia y en la historia de las mujeres (fuera de la academia) en función de marcos de referencia teóricos preexistentes, como el liberalismo, el marxismo, el psicoanálisis o la teoría crítica, pero encontraron que estas disciplinas eran incapaces de dar cuenta de muchos aspectos del problema. La razón fundamental de su limitación, como se puso de manifiesto, es que estas disciplinas o marcos teóricos tampoco estarían libres de los efectos del género, de manera que la cuestión no podía resolverse simplemente introduciendo el tema de la mujer en ellos, sino que había que ir más allá. Esto condujo a la conceptualización de una relación social fundamental: los sistemas de género. Muchas feministas consideran que "el problema de la mujer" o "la cuestión femenina" ha sido erróneamente entendido y categorizado: al conceptuar a la mujer como problema estamos repitiendo, en lugar de analizar o deconstruir, las relaciones sociales que construyen o representan a la mujer como problema y, al hacerlo, la mujer permanece en su posición tradicional de "otro" del hombre, de desviación con respecto al modelo de humanidad. En este sentido, se pensó que sería más productivo situar a hombres y mujeres como personajes incluidos en un contexto constituido por las relaciones de género. Desde esta perspectiva, tanto hombres como mujeres son prisioneros del género, de maneras diferenciadas pero relacionadas entre sí. Sin embargo, a diferencia de lo que plantean algunos posmodernos, esto no significa que hombres y mujeres ocupen un status equivalente, como sujetos escindidos. No se puede negar que las relaciones de género constituyen formas de dominación, al menos tal como han sido organizadas hasta el presente. Tampoco se puede negar la importancia de las desigualdades entre los hombres, que les afectan tanto a ellos mismos como a las mujeres y niños relacionados con ellos, pero esto no debe oscurecer el hecho de que los hombres, como colectivo, ocupan una posición superior y ejercen una dominación sobre la mayor parte de las mujeres en la mayoría de las sociedades, y que existen fuerzas sistemáticas que generan, mantienen y reproducen las relaciones genéricas de dominación.

Esta perspectiva tuvo efectos paradójicos en el estatuto y la interpretación de las teorías feministas: si tanto los hombres como las mujeres se forman, a través de los sistemas de género, el pensamiento de ambos, incluso las mismas teorías feministas deben de estar modelados por las relaciones genéricas de maneras complejas y generalmente inconscientes. ¿Cómo podrían estas teorías ser más verdaderas, más exactas, menos distorsionadas o más objetivas que las otras? En esta cuestión es donde se ha requerido el conocimiento psicoanalítico, que nos permite comprender los efectos de la estructuración del sujeto dentro de una cultura marcada por determinados sistemas de género. También las filosofías posmodernas del conocimiento pueden contribuir a una comprensión más exacta de los problemas de la teorización feminista, que se ha ido haciendo cada vez más compleja y a menudo contradictoria, hasta llegar a la controversia modernidad / posmodernidad.

La aporía igualdad /diferencia

Podemos describir tres formas básicas de plantear la relación entre el feminismo contemporáneo y el legado del racionalismo humanista (Di Stéfano, 1990):

1.- Racionalismo feminista. Parte de la concepción ilustrada de la racionalidad y del humanismo. La capacidad racional es lo que diferencia al ser humano del reino de la naturaleza al que, no por azar, se respeta. Las mujeres han sido excluidas del respeto que se debe a los seres humanos por la suposicón de que son menos racionales y más naturales que los hombres. La diferencia se utilizó para legitimar el tratamiento desigual a las mujeres y, por lo tanto, debe ser rechazada teórica y prácticamente para que las mujeres ocupen el lugar que les corresponde en la sociedad como igualas, no diferentes de los hombres (McMillan, 1982). La contrapartida empistemológica del feminismo liberal es el empirismo feminista, que identifica al sexismo y al androcentrismo como desviaciones que se podrían corregir mediante una adhesión más estricta a las normas de la investigación científica.

2.- Antirracionalismo feminista. Acepta una versión más fuerte de la diferencia e intenta revalorizar, en lugar de superar, la experiencia femenina tradicional y de reformular el significado de lo racional. El problema es que los términos de la revalorización son los mismos del "otro" excluido y denigrado: se celebra la irracionalidad, la naturaleza, el cuerpo y la intuición, como opuestos a la pretensiones de neutralidad de la cultura que los excluye (Lloyd, 1984). Desde el punto de vista epistemológico, reconoce las dimensiones sexuadas de la investigación racional y considera que la perspectiva específica y diferenciada de las mujeres es preferible para la investigación, porque la experiencia y la perspectiva del otro excluido y explotado sería más inclusiva y coherente que la del grupo dominante. La noción de un "punto de vista feminista", que epistemológica y éticamente correspondería al estatuto que Marx asigna al punto de vista del proletariado, ha influido enormemente en el desarrollo de las teorías feministas pero es sumamente problemática. Depende de supuestos que no se cuestionan, como la ilusión de que la gente puede actuar racionalmente en función de sus propios intereses; la creencia de que los oprimidos pueden tener una mayor objetividad, como si no estuvieran afectados por su experiencia social en el marco de su cultura. Por el contrario, se supone que los oprimidos tienen una capacidad privilegiada para comprender una realidad que está ahí, esperando una conceptualización. También se presupone que existen relaciones de género en las que hay una categoría de seres que son, o pueden ser, fundamentalmente semejantes entre sí en virtud de su sexo. Es decir, dan por sentada la "otredad" uniforme que los hombres asignarían a las mujeres.

3. Posracionalismo feminista. Rechaza los términos y las estrategias de los anteriores y plantea que el feminismo debe iniciar una ruptura profunda con el paradigma racionalista para ofrecer nuevas narrativas, descentradas y parciales. Pero también debe liberarse de los supuestos del humanismo genérico y del feminismo construido como una teoría y una política para el sujeto mujer. Desde esta perspectiva, la diferencia se mantiene y se deconstruye simultáneamente: se contrapone una proliferación de diferencias a la diferencia singular del género, y se desconfía de la diferencia como artefacto del sistema de dominación (Harding, 1986). Si el racionalismo niega la diferencia sexual al servicio de un humanismo universal, y el antirracionalismo reifica la diferencia, la propuesta del posracionalismo consiste en sostener la oposición entre igualdad y diferencia, como aporía que no se podrá resolver. Así, Sandra Harding considera que las teorías feministas deberían no sólo tolerar sino sacar provecho de la ambivalencia frente al legado de la Ilustración. El cierre prematuro y los intentos de construir teorías entendidas como herederas y análogas a las "grandes narrativas" del pensamiento occidental sólo podrían conducir a la parálisis del pensamiento feminista, por lo que muchas autoras, como Jane Flax, prefieren mantener la indeterminación en sus teorías, considerándola necesaria y productiva.

Psicoanálisis y Feminismo

Juliet Mitchell fue una de las primeras feministas que reconocieron la importancia de las ideas de Freud y propusieron una lectura de su obra totalmente opuesta a las interpretaciones feministas habituales. El eje de su argumentación es la idea de que si el psicoanálisis es falocéntrico, ello se debe a que el orden social que se refracta en el sujeto humano es un orden patriarcal. Hasta la fecha, el padre es quien ocupa la posición de tercer término que debe romper la díada madre - hijo. Siempre será necesario que alguien o algo represente ese tercer término; en una cultura patriarcal es el padre quien lo hace. De este modo, Mitchell recusa las lecturas que hace de Freud un biologista que entendería la sexualidad femenina como un producto natural del funcionamiento del cuerpo, para centrarse en la articulación de la construcción del sujeto deseante con la cultura que lo constituye y alienta al mismo tiempo (Mitchell, 1976).

Considero que no es exagerado decir que ningún autor contemporáneo ha propuesto una teoría sobre el ser humano de la amplitud y complejidad que caracterizan a la teoría freudiana, a tal punto que no faltan los autores que han utilizado los conceptos de Freud para deconstruir sus propios textos. Las teorías de Freud no son monolíticas ni uniformes y, a un mismo tiempo, incorporan y socavan los preceptos centrales de la Ilustración.

Las consideraciones freudianas acerca del sujeto, en efecto, cuestionan y refuerzan, simultáneamente, las ideas de la Ilustración acerca del ser humano como un ser esencialmente racional, en tanto lo definen como un sujeto originaria y primariamente deseante. No está definido por su capacidad racional, como en Platón y Kant, ni por su potencialidad para hablar, razonar y comprometerse en la política, como en Aristóteles, ni por el poder de producir objetos de valor y de satisfacción de las necesidades, como en Marx. Son los deseos inconscientes, muchos de ellos inaccesibles para siempre al preconsciente o a la conciencia, los que constituyen la fuerza dominante de nuestra vida psíquica.

Con la definición del inconsciente como objeto de estudio del psicoanálisis, Freud funda una nueva disciplina que rompe tanto con las teoría psicológicas académicas como con las creencias del hombre contemporáneo acerca de cómo él mismo está constituido, y nos inflige una herida narcisista al operar un descentramiento radical del sujeto con respecto a la conciencia, al saber sobre sí mismo, al yo y su sentimiento de identidad. El inconsciente escapa al ámbito de las certezas en las que el hombre se reconoce como yo. Correlativamente, la noción freudiana del yo subvierte en tal medida la concepción prepsicoanalítica del yo, que se justifica hablar a este respecto de una verdadera revolución copernicana, situada en una perspectiva desmistificadora.

En su Introducción del Narcisismo, Freud afirma que el yo no es una función primordial, que no existe en el individuo desde el principio en ninguna unidad comparable al yo, sino que éste ha de ser desarrollado, convirtiéndose en la piedra angular sobre la que se construye el sistema narcisista. A partir de este momento, el yo deja de definirse fundamentalmente como un aparato adaptativo especializado, para revelarse como un objeto de amor o, más exactamente, como un objeto investido por la libido. En tanto objeto amado, el yo es el producto complejo de identificaciones sucesivas con las personas amadas que se van superponiendo a la matriz inicial de la imagen corporal (del semejante, fundamento de la propia).

Lo primordial, para Freud, son las pulsiones, que habrán de ser reprimidas, dominadas, ocultadas por el yo para defender su representación originaria del cuerpo y de sí mismo. Frente a la instancia del autoconocimiento y del autocontrol que es lo en la Psicología prefreudiana, el yo aparece aquí como el lugar de la ilusión narcisista de unidad e integración, el lugar del ocultamiento del sujeto inconsciente cuya revelación descifró Freud en el síntoma, en el sueño, en el lapsus.

Por esta vía Freud inaugura una nueva perspectiva que revoluciona el estudio de la subjetividad y que muestra precisamente que el sujeto no se confunde con el individuo: el sujeto es excéntrico con relación al individuo y no coincide con el organismo que se adapta al medio. El sentido de los síntomas tiene que ver, precisamente, con esta relación problemática del sujeto consigo mismo. Otro ejemplo: al referirse a la oposición de las tendencias homo y heterosexuales, Freud indicó, más allá del conflicto entre el yo y la pulsión, una contradicción fundamental, una incompatibilidad en el seno del deseo mismo. Pero el yo, en virtud de su tendencia a la síntesis y de las diferentes identificaciones que en él han dejado su huella, sólo puede aceptar una de las tendencias del conflicto, rechazando la otra. No puede acoger en sí la discordia que representa la contradicción; en consecuencia, sólo puede mantener su identidad y su unidad al precio de lo que oculta.

De este modo, el trabajo de Freud anticipa las críticas posmodernas de las teorías psicológicas tradicionales en la medida en que, desde su perspectiva, se hace insostenible toda epistemología basada en la posibilidad de una autoobservación exacta y en el acceso directo y fiable, unido al control, de la mente y sus actividades. Asimismo, si el yo es capaz de elaborar racionalizaciones para construir o mantener la prisión de la razón, si puede tornarse rígido y quedar atrapado por la compulsión a la repetición (bajo la influencia inconciente de los deseos infantiles reprimidos), si puede someterse (por miedo a un superyo punitivo) a las autoridades familiares, intelectuales o políticas, convencido de que al hacerlo persigue la verdad o expresa su propia voluntad; entonces ya no podemos sostener la creencia ilustrada en las relaciones necesarias entre la razón, la autodeterminación y la emancipación (lo cual es de suma importancia a la hora de elaborar estrategias políticas, por ejemplo, feministas).

Por otra parte, sabemos que las teorías del conocimiento, tanto empiristas como racionalistas, se basan en las antinomias razón / irracionalidad y mente / cuerpo. Tanto la creencia racionalista en los poderes de la razón como la empirista en la confiabilidad de la percepción sensorial (se basan y) dependen de la capacidad de la mente para no dejarse afectar por los estímulos procedentes del cuerpo, de las pasiones y de la autoridad o convención social. Desde el punto de vista psicoanalítico, en cambio, no se puede sostener la ecuación entre mente y pensamiento consciente, o entre lo psíquico y la razón, en la medida en que los procesos psíquicos están encarnados en lo corporal. Para Freud el yo es ante todo un yo corporal, en tanto se basa en la imagen del propio cuerpo y en tanto se desarrolla a partir de ello. Este, a su vez, es el sistema correspondiente a las pulsiones, cuya naturaleza simultáneamente psíquica y somática ofrece la posibilidad de superar el dualismo mente – cuerpo.

La revolución que genera Freud al sustituir la noción de instinto (fijo, preformado) por la pulsión –cuyo único aspecto definido corresponde a ser una fuente de excitación que fluye continuamente, puesto que sus objetos son variables y contingentes y sus fines múltiples y parciales- conduce la disolución de la ilusión que considera que lo desconocido en nosotros ha de ser necesariamente monstruoso, y que divide la imagen del ser humano en una mitad animal y otra racional. En efecto, tanto los síntomas neuróticos y las perversiones sexuales como "los productos más elevados del psiquismo" surgen de la misma fuente: los "restos" de las pulsiones polimorfas de la infancia.

Pero si las pulsiones no están predeterminadas, habrán de ser moldeadas a lo largo de la historia del sujeto, en función de sus encuentros con objetos y sus representaciones. En efecto, la pulsión sólo se hace presente en el aparato psíquico en tanto se fija a una representación; una exigencia somática debe traducirse en una demanda psíquica para que el sujeto pueda reconocerla y canalizarla. Y es precisamente este proceso de transformación el que torna las pulsiones vulnerables a las influencias culturales. De este modo, si la corporalidad, representada fundamentalmente por la noción de pulsión, inerva la totalidad de nuestros procesos psíquicos, también el orden sociocultural constituye nuestra corporalidad. Así se disuelve la antinomina naturaleza – cultura.

El problema es que ni lo real del cuerpo puede ser completamente simbolizado, ni las pulsiones pueden ser totalmente satisfechas, ni los deseos cabalmente realizados, de modo que el sujeto, incapaz de lograr un autoconocimiento absoluto, se constituye como un sujeto dividido.

Si esta concepción anticipa la visión posmoderna del sujeto, no ha tenido menos influencia en algunos sectores de la teorización feminista; precisamente en aquellos que entienden el feminismo como teoría crítica, cuya finalidad es deconstruir las imágenes estereotipadas de las mujeres o de la feminidad, pero no sólo las procedentes de los centros tradicionales y oficiales de producción y difusión del saber, sino también de aquellas que el propio feminismo ha ido generando.

No puedo considerar en detalle los diversos desarrollos que se han producido dentro del feminismo psicoanalítico, pero me referiré brevemente, al menos, a las teorías de la "diferencia" que se han basado en explicaciones feministas psicoanalíticas (distorsionando muchas veces las implicaciones de la teoría psicoanlítica en razón de lecturas parciales y prejuiciosas) de la constitución de la feminidad. Las autoras norteamericanas, como Dinnerstein y Chodorow, se han basado en la teoría de las relaciones objetales; las francesas, en cambio, se han apoyado fundamentalmente en la obra de Lacan. Todas han subrayado, más allá de sus diferencias, la centralidad de la relación entre madre e hija como fuerza primaria y determinante en la organización de la sexualidad femenina y de la feminidad. Todas, igualmente, parten de la constatación de que la sociedad occidental ha producido la disyunción entre lo natural y lo social, asignando al hombre el polo de la cultura y a la mujer el del cuerpo, lo concreto, la diferencia. Éste, a su vez, se asocia a las actividades de las mujeres: reproducción y crianza de los hijos, cuidados de los otros (ancianos y enfermos), etcétera. El paso siguiente ha sido suponer que la psicología de las mujeres refleja las cualidades de sus cuerpos y de las actividades femeninas. Se considera que las mujeres piensan o escriben de una manera diferente y que tienen motivaciones e intereses distintos de los de los hombres. Se entiende que los hombres tienen un razonamiento abstracto, que son los amos de la naturaleza, incluyendo los cuerpos humanos, y que son más agresivos. Dado que estos supuestos han reflejado y sustentado una cantidad de abusos ideológicos y políticos con respecto a las mujeres, tanto en el pasado como en la actualidad, la reaparición de formulaciones semejantes entre las feministas ha provocado intensas controversias.

Si el feminismo liberal aspira a lograr una igualdad total de oportunidades en todas las esferas de la vida, modificando la división sexual del trabajo y las normas que regulan las nociones de feminidad y masculinidad, el feminismo de la diferencia (radical y separatista) teme que la cooptación de las mujeres para cubrir los puestos de los hombres lleve a sostener y extender el patriarcado. Su aspiración es un nuevo orden social en el que las mujeres no estén subordinadas a los hombres y la feminidad no se vea desvalorizada, y creen que las mujeres pueden afirmar su autonomía recuperar su feminidad verdadera y natural sólo separadamente de los hombres y de las estructuras patriarcales. Así, las autoras francesas sostienen que sólo la exploración y valorización de las diferencias de las mujeres, o una escritura genuinamente femenina, pueden proporcionar elementos para construir un espacio fuera de los confines de la cultura falocéntrica. Según Hélène Cixous (1986) y Luce Irigaray (1982), existen diferencias psicológicas fundamentales entre hombres y mujeres. Las mujeres están más influenciadas por sus experiencias preedípicas y menos alejadas de ellas, y conservan en mayor medida su identificación inicial con la madre. Puesto que la relación preedípica con la madre ha sido menos reprimida, el yo femenino sería más fluido, interrelacional y menos disociado de su experiencia corporal. Los discursos falocéntricos, en consecuencia, han representado erróneamente el deseo femenino puesto que la sexualidad femenina, más fluida, no puede conceptualizarse según parámetros masculinos. El discurso masculino está constituido por una lógica binaria (logocentrismo) que organiza todo lo pensable en oposiciones y está asociado al falocentrismo en tanto las oposiciones binarias y asimétricas se relacionan siempre con el par hombre / mujer. Pero la lógica interna del logocentrismo es la "mismidad"; no puede dar cuenta de la diferencia porque el otro está reducido a ser el otro de lo mismo, su inferior, su reflejo, su exceso, definido siempre por el primero.

El discurso filosófico se presenta como una autorrepresentación del sujeto masculino, como monopolio hom(m)osexual, valoración exclusiva de las necesidades y deseos de los hombres, que ordena la vida social y la cultura. La inclusión de la especificidad podría romper este monopolio, fragmentando el discurso en una multiplicidad. Las teóricas de la diferencia no consideran que el objetivo del feminismo liberal, de lograr la igualdad, sea adecuado para la emancipación de las mujeres, porque entienden que las mujeres iguales a los hombres no serían mujeres. Éstas deberían intentar "escribir", literal y metafóricament e, lo femenino, para afirmar a la mujer en otro espacio que no sea el silencio, que es lugar que se le reserva en lo simbólico.

El problema de estas conceptualizaciones es que presuponen la existencia de una experiencia o un discurso de la sexualidad femenina, construyendo una falsa unidad que no deja espacio para la expresión de las diferencias entre las mujeres. Por otra parte, la propuesta de recuperar la experiencia femenina escribiendo "desde el cuerpo" remite una vez más a la disyunción ontológica entre signo – mente- hombre y cuerpo- naturaleza- mujer. Pero si el cuerpo preedípico es presocial y prelingüístico, y allí se sitúa el origen de lo femenino, la mujer como tal quedaría nuevamente reducida al silencio, ya que es difícil concebir la existencia, y la capacidad liberadora, de un deseo femenino situado fuera del discurso y de la cultura.

Otro peligro importante de estas teorizaciones es el de caer en la perspectiva de la víctima, como si las mujeres hubieran sido siempre objetos pasivos, totalmente determinados por la voluntad del otro. De este modo, se desconocen aquellas áreas de la experiencia en las que las mujeres han producido efectos (historia, literatura, etc.) y se ignoran también las formas en que algunas mujeres han ejercido un poder sobre otros, en función de privilegios diferenciales de raza, clase, preferencia sexual, edad y posición en el sistema social.

A modo de conclusión

Los problemas de la diferencia sexual, el conocimiento, el sujeto, el poder y la justicia pueden analizarse productivamente desde las perspectivas del psicoanálisis, el feminismo y las teorías posmodernas, pero ninguna de ellas, aisladamente, puede proporcionar todas las respuestas. Por ello, autoras como Jane Flax, Chris Weedon, Linda Nicholson y Nancy Fraser proponen conversaciones acerca de las culturas fragmentarias y transicionales y entre ellas, que habrán de ser particularmente polifónicas.

Tanto el psicoanálisis como el posmodernismo y el feminismo han descentrado la concepción ilustrada de un sujeto unitario esencialmente racional. El estatuto de la concepción freudiana a este respecto es particularmente complejo. Por un lado, la noción de inconsciente socava la creencia en la posibilidad de tener un acceso privilegiado, un conocimiento exacto y un control cabal de nuestro propio aparato psíquico, y tanto la teoría de las pulsiones como la concepción estructural del aparato psíquico borran las distinciones netas entre razón e irracionalidad, entre mente y cuerpo. Pero, por otro, Freud se mantiene en cierto modo vinculado al proyecto ilustrado, en función de su énfasis en el poder liberador del logos, de su desconfianza en lo irracional, incluyendo ilusiones como la religión o incluso la ciencia misma (Tubert, 1995). Las teorías feministas también han desplazado las ideas unitarias, esencialistas y ahistóricas sobre el sujeto, al analizar las formas en que las relaciones de género constituyen tanto al sujeto como nuestras concepciones acerca de él. Pero tampoco pueden abandonar totalmente el proyecto ilustrado. Las relaciones del feminismo teórico con la Ilustración y con el proyecto posmoderno de la deconstrucción son necesariamente ambivalentes. En muchos aspectos, las mujeres nunca tuvieron una ilustración; el proyecto ilustrado no las incluía y su coherencia dependía en parte de la exclusión de la mitad de la humanidad (Fraisse, 1992). Los conceptos referentes a la autonomía de la razón, la verdad objetiva y el progreso universal a través del descubrimiento científico son sumamente atractivos, especialmente para aquellas que han sido definidas como incapaces, o como meros objetos. Sería demasiado peligroso abandonar conceptos como los de ciudadanía, derechos humanos, igualdad y justicia, antes que la totalidad de la humanidad haya disfrutado de sus beneficios, por limitados y ambiguos que sean.

Con respecto al problema del sujeto, la teorías posmodernas han intentado particularizar e historizar todas la nociones existentes. Pero, a diferencia del psicoanálisis y el feminismo, la deconstrucción del sujeto ha vaciado la subjetividad de todo significado o contenido. Por ejemplo, Foucault (1986) subraya la existencia e importancia de los discursos reprimidos y de las formas locales y particulares de conocimiento. Pero sería incomprensible que tales discursos pudieran persistir a pesar de la "disciplina y el castigo" que el poder ejerce, sin la existencia de alguna forma de sujeto. Hay algo en el ser humano que no es un mero efecto del discurso dominante; de otro modo no se podría sostener ni el deseo ni la lucha contra la dominación. La concepción del sujeto como una posición en el lenguaje (Derrida) o como un efecto del discurso (Foucault) encubre los procesos identificatorios que conducen a la formación del yo, del ideal del yo y del superyo, sin los cuales no podríamos comprender cómo las formaciones discursivas arraigan en las personas, cómo las constituyen como sujetos que luego se habrán de autoobservar y regular a sí mismos, y cómo juega el deseo inconsciente en la asunción y el rechazo de esos discursos. Si bien es cierto que no podemos sostener ninguna noción esencialista o ahistórica del sujeto, una deconstrucción feminista llevaría a situar al sujeto y sus experiencias en relaciones sociales concretas y no sólo en convenciones ficticias o puramente textuales.

Las perspectivas deconstruccionalistas no son inmunes, como vemos, a la deconstrucción. Así Nancy Hartsock (1987) se pregunta por qué, justo cuando en la historia de Occidente las poblaciones previamente silenciadas comenzaron a hablar por sí mismas, se trona sospechoso el concepto de sujeto y la posibilidad de descubrir (o crear) una "verdad" liberadora. Ante este interrogante, J. Flax (1990) sugiere que las teorías posmodernas no están más exentas de funciones represoras y prohibidoras que otras teorías. Y C. Di Stefano (1990) formula los siguientes cuestionamientos al posmodernismo: 1) el posmodernismo expresa a un sector (hombres blancos, privilegiados, del Occidente industrializado) que ya tuvo su Ilustración y ahora quiere someterla a un escrutinio crítico; 2) los objetos de esos esfuerzos críticos y deconstructivos han sido obras de ese mismo sector (comenzando con Sócrates, Platón y Aristóteles); 3) la teoría posmoderna central (Derrida, Lyotard, Rorty, Foucault) ha sido ciega a la cuestión de la diferencia sexual en sus relecturas de la historia, la política y la cultura occidentales; 4) la asunción del proyecto posmoderno haría imposible una política feminista.

Igualmente podemos afirmar que las propuestas deconstructivas no pueden dejar de ser problemáticas. Así, por ejemplo, si asumimos identidades fracturadas, ¿las definimos como fracturadas con respecto a qué? No podríamos hacerlo quizá sin construir paralelamente nuevas ficciones de contraidentidades. Del mismo modo, la proliferación de las diferencias podría reducir la diferencia a la absoluta indiferencia, equivalencia e intercambiabilidad de los términos, de manera que casi no podríamos decir nada acerca de nada. Si en el racionalismo feminista la diferencia está colapsada en la figura (masculina) de la Humanidad, y en el antirracionalismo está ontolologizada, capturando a la mujer en las convenciones de la feminidad (da igual, para el caso que estén desvalorizadas o revaloradas), en el posracionalismo se disuelve en una pluralidad de diferencias. El peligro es que al deconstruir las distinciones jerárquicas como ilusiones peligrosas podemos encubrir su arraigo en el mundo creado históricamente y resistente al cambio.

Por otra parte, desde una perspectiva psicoanalítica no podemos dejar de analizar críticamente el concepto de género. Éste, como construcción social de las categorías de masculinidad y feminidad y de las relaciones que se establecen entre ambas, presenta al menos tres dimensiones:

Como podemos apreciar, se trata de una categoría fundamentalmente sociológica que se ha contrapuesto a la definición de hombres y mujeres en función de la diferencia anatómica de los sexos. A pesar de que la introducción de esta noción en la teoría feminista ha dado lugar a desarrollos de amplio alcance en disciplinas como la historia o la antropología, a esta altura del proceso corre el riesgo de limitar la profundización del pensamiento. Y esto por varias razones:

a) Las categorías genéricas reproducen y perpetúan aquello mismo que las produjo: por un lado, la unificación ilusoria de todos los hombres y de todas las mujeres en grupos homogéneos, lo que encubre la diversidad subjetiva entre hombres y entre mujeres; por otro lado, la oposición binaria de términos excluyentes que, si bien responde a una exigencia lógica del orden simbólico propio de la cultura occidental, no da cuenta de posiciones sociales ni psicológicas imprecisas, que no se dejan capturar por ninguno de los polos.

b) Aunque la noción de género surge para oponerse al esencialismo, fundamentalmente de tipo naturalista o biologista, corre el resigo de recaer en él por dos motivos diferentes: al tomar el género como factor explicativo de la opresión de las mujeres, aislándolo de otras determinaciones (cultura, clase, raza, por no citar la singularidad de los sujetos) se ontologiza la diferencia, porque, a pesar de ser socialmente construido, aparece como una característica ahistórica; si bien el género es algo adscripto a los individuos, independiente de su realidad biológica, ¿sobre qué base se realiza esa adscripción, si no es la anatomía diferencial de los sexos? Es decir, cada uno tiene el género que su sociedad asigna a su sexo, dado al nacer. Y si bien los contenidos de las categorías de género son modificables, puesto que podrían construirse de maneras diferentes en distintos contextos sociales, las teorías del género no cuestionan en ningún momento el binarismo que es en sí mismo, independientemente de los rasgos que distribuye entre unos y otras, una fuente de opresión.

c) Al contraponer el género social al sexo biológico, se disuelve la dimensión de la subjetividad, puesto que se concibe al individuo como un cuerpo etiquetado por una cultura. Sólo la teoría psicoanalítica puede permitirnos conceptuar al sujeto, en tanto introduce la dimensión del deseo inconsciente que, estructurado en la historia infantil de las relaciones intersubjetivas que lo han marcado, determina a su vez tanto la organización de la sexualidad como la elección de objeto.

Desde la perspectiva psicoanalítica la feminidad es una problemática en tanto no puede inscribirse culturalmente si no es al precio de un malestar generador de síntomas: además de ser el lugar de sus propios síntomas, la mujer misma revela ser un síntoma de la cultura (Assoun, 1983). ¿Podríamos decir también que la feminidad hace síntoma en la teoría psicoanalítica? Desde mi punto de vista, la estructuración de lo femenino y lo masculino se funda en la pura diferencia (ya que todo contenido que se les asigne es de carácter imaginario y, en consecuencia, ideológico), pero la cultura encarna esa diferencia en el cuerpo de la mujer, que se convierte en su signo (Tubert,1988). La teoría psicoanalítica reproduce, en cierto modo, ese gesto de la cultura al hacer de la sexualidad femenina el locus del enigma, que es el enigma de la diferencia entre los sexos. Tanto la masculinidad como la feminidad resultan de una operación simbólica de división, que crea lugares vacíos a los que se asignan caracteres o rasgos contingentes, históricos, en tanto esa marca simbólica, al inscribirse en los cuerpos, produce efectos imaginarios. Sin embargo, tales lugares no se presentan efectivamente como vacíos y su contenido no es exclusivamente imaginario.

En efecto, los significantes que, en juego de oposiciones, crean la diferencia, no aparecen como significantes puros, descarnados, carentes de toda referencialidad, sino que producen efectos de significación que asignan una cierta identidad a esos lugares. Aunque tal identidad es lábil e inestable, supone, en cierta medida, un cierre: cada uno ya no podrá pasar libremente de un lugar a otro, ni será fácil sustituir, por un acto de voluntad, unos emblemas o rasgos por otros. Sucede lo mismo que con el signo saussureano, en el que la relación entre significante y significado es arbitraria pero, una vez que se ha establecido, es difícil modificarla, desbloquear la fijación del sentido. Esta imposibilidad de aislar la dimensión simbólica como tal, en tanto el significante al encarnarse produce efectos en lo real y en lo imaginario, afecta no sólo a la construcción de la feminidad, sino también a sus representaciones o teorizaciones, de modo que es difícil imaginar que alguna concepción de la cuestión sea capaz de evitar toda connotación ideológica. En el caso de la teoría psicoanalítica, la concepción de la feminidad es sintomática porque ésta aparece como lo "otro" a explicar, por lo que no puede dar cuenta de la diferencia de los sexos de otro modo que mediante una lógica binaria (como hemos visto, propia de la tradición filosófica occidental) que limita las posibilidades a presencia/ ausencia del significante fálico, que no deja de mentar, aunque se afirme lo contrario, al órgano masculino en tanto parte del real de un cuerpo. Seguramente es posible concebir la diferencia sexual en otros términos; lo que no es tan seguro es que ello sea pensable en el marco de nuestra cultura (Tubert, 1991).

Las imágenes y los símbolos culturales son las formas en las cuales las prácticas y discursos sociales construyen las nociones de mujer, sexualidad femenina y feminidad, bien de una manera general, bien de maneras específicas de grupos raciales, de clase, de orientación sexual, etcétera. El psicoanálisis, como método de investigación de la subjetividad, nos permite desentrañar la especificidad de las imágenes y los símbolos singulares que dan cuenta de la posición de cada individuo como sujeto deseante. En tanto éstos remiten a la construcción fantasmática del sujeto mismo y de su objeto de deseo, con referencia al Otro, nos permiten acceder a las transiciones entre el fantasma y el mito. Para evitar la generalización alienante de las psicologías que buscan significados fijos y comunes, es necesario analizar en los casos singulares la búsqueda de sentido que define al ser humano, más que su hallazgo.

La definición de la feminidad, cualquiera que ella sea, sitúa a las mujeres como sujeto de un enunciado, lo que supone un cierre. En la medida en que no haya una construcción considerada como verdadera o definitiva (aquí coinciden psicoanálisis y postmodernismo) habrá que seguir hablando, y al hablar, las mujeres podrán situarse como sujeto de la enunciación, como sujeto en proceso, definido no por lo que es sino por lo que aspira a devenir.

Notas

(*) Silvia Tubert es Doctora en Psicología, psicoanalista.

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