Investigación à Psicoanálisis

Trabajos de Investigación Clínica y de Inserción del Psicoanálisis en diversas Áreas Temáticas
Problemas contemporáneos en la clínica de las neurosis

Algunas reflexiones sobre
la posición del analista en tiempos de crisis

Eduardo D. Urbaj

La crisis que hace largo tiempo venimos atravesando, ha tenido el «mérito» sin precedentes, de no haber dejado a ningún actor social por fuera de ella. Nunca antes una crisis había afectado la cotidianeidad de tan amplio sector de la población.

Como consecuencia, se ha desencadenado la ruptura del lazo social en sus más variadas formas. Sabemos que para muchos significó quedar condenados a la marginación al quedarse sin trabajo, y sin recurso alguno del cual aferrarse, viéndose comprometidas gravemente sus necesidades básicas. Para ellos , se ha producido lo que podríamos llamar la degradación del campo del deseo al de la necesidad, como producto de esta imposibilidad de tener acceso a los bienes más elementales —alimento, vivienda digna, etc. Posiblemente la categoría de crisis —que implica necesariamente a la noción de transición de un estado a otro— no los represente. Sería más apropiado ubicarlos en lo que algunos categorizan como víctimas de una catástrofe, estabilizada en sus efectos devastadores.

Otros —a pesar de sus dificultades— logran sostenerse por encima de cierta línea de flotación, y pueden todavía asignar algún monto de libido a sus sesiones de análisis en consultorios e instituciones privadas o públicas. ¿De qué depende que un sujeto siga sosteniendo esta apuesta en el análisis? Más allá de la cuestión del dinero, para que alguien pueda apelar a un analista en la búsqueda de remediar algo de su padecimiento, hay cierta dimensión del Otro que aún debe estar operando para él, dado que de lo contrario, cuando del Otro ya no se espera nada, no parece que haya ahí ningún análisis posible...

En 1920, en el apartado II de Mas allá del principio del placer, Freud hace referencia a las neurosis traumáticas, y nos advierte que su primer condición desencadenante es la sorpresa de la agresión recibida. Diferencia en ese texto el susto, el miedo, y la angustia, y subraya que en la angustia hay una preparación para un peligro, pero es un peligro del cual se desconoce su objeto. Cuando conocemos ese objeto, es decir podemos otorgarle una figuración determinada, entonces tenemos miedo; y el susto o terror adviene bruscamente cuando se nos presenta un peligro que no esperamos y para el que no estamos preparados.

Estas tres modalidades de relación con el peligro, se hicieron presentes durante este año signado por la crisis, que por momentos tomó ritmos vertiginosos. Era tal el clima de estupor e incertidumbre, que habían quedado desbordadas —para vastos sectores de la población— las estructuras de pensamiento que habitualmente nos permiten ordenar nuestra realidad psíquica en la escena del mundo. Dentro de estas estructuras, los ideales tambalearon, y dejaron al descubierto la capacidad de cada quien, para poder caminar sin certezas. También observamos como estalló por los aires la ilusión de pensar que el destino individual, podría desplegarse completamente al margen del destino colectivo.

La sorpresa del «corralito», o de una súbita pérdida de trabajo, dejó a muchos bajo un efecto traumático severo. Quienes lo han ido superando, a menudo permanecen angustiados frente al peligro aun en ciernes, y la incertidumbre de sus características y alcances.

Freud nos señala que el padecimiento subjetivo de estos cuadros traumáticos, supera al de la histeria, alcanzando signos semejantes a los que presentan los melancólicos y las hipocondrías. El pánico ataca a la estructura, y el mal es una amenaza informe que irrumpe en la cotidianeidad, con efectos devastadores. No es lo mismo la figuración del mal, que el mal que aparece por fuera de cualquier figura. Efectivamente, de esto testimonian los chicos, con ese placer tan particular que tienen por las películas con monstruos. ¿Qué placer encuentran en eso? Bueno, que se trata de un mal, pero figurado. Es decir, es una figuración del mal. En ocasiones, tengo la oportunidad de compartir con mi hijo —que tiene 5 años— algún capítulo de los Power Rangers. Quienes como yo, tengan esa clase de privilegios, habrán notado , que los niños pequeños, no les temen a esos feos y rid ículos monstruos que allí aparecen, salvo en el momento en que se producen ciertas mutaciones, y la materia se descompone en imágenes de masa informe. Ahí, hasta no hace mucho tiempo, mi hijo acostumbraba a salir corriendo a esconderse, y me pedía que le avise cuando terminaba la mutación, para volver a seguir mirando a esos malos que finalmente, serían derrotados por los buenos y poderosos Rangers.

La "crisis" encadena sus efectos en un tiempo que responde a una lógica que le es propia, y que desborda la posibilidad subjetiva de alcanzar el tiempo de comprender, congelando al sujeto en el instante de la mirada. Repentinamente ha quedado ubicado como un objeto a merced de los acontecimientos, en tanto espectador pasivo de una realidad de la que —hay que decirlo— ha menudo poco ha querido comprender.

A continuación, voy a describir algunas de las situaciones más frecuentes que irrumpieron en mi consultorio como efecto de la crisis que venimos atravesando, que me van a permitir hacer algunas reflexiones acerca de la posición del analista y los ejes de su intervención.

El primer fenómeno que podríamos ubicar, en especial en los tiempos iniciales del «corralito», fue esa notable convergencia de los temas y problemáticas que los pacientes traían a la sesión. La violencia feroz del Otro, encarnado en el estado, los políticos y los banqueros, armaban una escena social de la que era casi imposible sustraerse. Esta situación por la que «estábamos pasando todos por igual», produjo una suerte de «desvanecimiento» de la subjetividad. El riesgo no era menor, ya que conocemos los efectos aplastantes que produce la caída en la masificación. Sin diferencias a la vista, ¿cómo intervenir para identificar el punto en el que cada quién, más allá de su lugar como actor social, debía encontrar una respuesta desde su singularidad?

Además, a poco de andar, apreciamos que la debacle económica irrumpe en la escena analítica amenazando —a veces con éxito — con romperla. En este contexto no siempre es fácil discernir cuando la carencia económica se transforma en un obstáculo insalvable para la continuidad del tratamiento, y cuando, articulándose fantasmáticamente, adopta una fachada verosímil puesta al servicio de la resistencia. Ambas son posibilidades que no hay que descartar. Hay obstáculos, que plantean algo del orden de la imposibilidad. Y, aunque sabemos que Freud definió en algún momento a la resistencia como todo aquello que obstaculizaba el curso de un análisis, no es prudente confundir estos obstáculos que no dejan ningún margen de maniobra , con aquellos otros en los que la realidad —la «realidad psíquica»— impone sus coartadas, desplegándose en la transferencia. En este último caso —y como veremos más adelante no será el único— la crisis nos brinda una inmejorable ocasión para darle un nuevo impulso a los análisis, ya que sabemos que el punto en el que la resistencia se apodera de la escena transferencial, es el momento privilegiado en el que la interpretación puede alcanzar su mayor eficacia. Así ocurrió con una analizante, cuyo cónyuge perdió el trabajo, y planteó apresuradamente la necesidad de interrumpir el tratamiento. Le propuse que antes de hacerlo tomara unas pocas sesiones más, de manera de situar lo que estaba en juego. Ella tenía su propio trabajo e ingresos, y recién a partir de este hecho fortuito, pudo desplegarse en su análisis la modalidad de su relación con los otros signada por una posición sacrificial, que la inhibía para pedir lo que fuera. Replanteamos entonces algunas variables del dispositivo que le permitieron continuar con sus sesiones con menos frecuencia, y acordamos honorarios más bajos durante un tiempo, hasta que se ordenara su situación. Ambas cosas eran para ella impensables. Sus férreos ideales, disfrazados de principios, le impedían considerar siquiera que esto pudiera ser posible. Este movimiento transferencial no tardó en manifestarse fuera de las sesiones, comenzando a replantearse su posición en los variados ámbitos en los que se desempeñaba.

Uno de los ideales que fue fuertemente golpeado, es el reaseguro que implicaba tener una sólida cuenta bancaria. El dinero es un significante fálico que por un lado le otorga al sujeto su potencia —él puede en la medida que lo posee— pero además, como tal, cumple una función al servicio de la neurosis, en la medida en que viene a ocupar ese lugar del falo capaz de llenar la falta. La crisis dejó al descubierto lo ilusorio de esta asignación fantasmática.

Si el dinero es erigido en significante fálico en tanto agente único de garantía de goce, el sujeto lo instaura por fuera del campo de la castración, en la ilusión de que poseerlo lo pone al resguardo de lo real. La súbita irrupción de la pérdida de la seguridad que ilusoriamente era sostenida en esos «ahorros», puede ser la ocasión para el despliegue de aquellas preguntas adormecidas: las preguntas por lo real de la existencia, por el sentido más allá del sin–sentido en que ha caído aquello en lo que el sujeto había depositado sus ilusiones de inmortalidad. Es la ocasión para que el sujeto se encuentre con su dimensión deseante, allí donde lo irremediable lo deja huérfano de un Otro capaz de otorgarle alguna garantía. Esto lleva implícito el paso por el puerto de la angustia, puerto que si bien no es posible evitar atravesar cuando la castración cae sobre la encarnadura del Otro, ha de ser un lugar de paso, y es tarea del analista evitar que allí el barco entierre su ancla, en un movimiento de melancolización.

Fue la ocasión que una de mis analizantes pudo capitalizar cuando pudo situar las pérdidas económicas que había sufrido como irremediables. Años de análisis no le habían permitido aun, quebrar la inercia que le impedía salir al mundo para alcanzar lo que claramente estaba en el camino de su deseo: formar pareja. Refugiada en un trabajo exitoso, rehuía correr el riesgo de una nueva frustración amorosa. La sensación profunda de sin-sentido que la embargaba, tras haber visto esfumarse el producto de largos años de trabajo, la introdujo en el análisis de lleno en el terreno del duelo. Sabemos que de su elaboración depende el curso futuro del destino al que cada sujeto pueda advenir. Para esta mujer en posición fálica, que solía impotentizar a cuanto hombre se le había cruzado en su camino, fue la ocasión de reconocerse en falta, accediendo finalmente a una posición femenina deseante.

El proceso del duelo implica asumir que se ha sufrido una pérdida y que ésta es irremediable. La naturaleza de los hechos, lo inadmisible de un despojo signado por la impunidad y el desconocimiento de una ley que se suponía permitía establecer algunas reglas más allá de los caprichos del amo de turno, ha dificultado sobremanera este paso necesario. Sin el reconocimiento de la pérdida, el sujeto se aferra a la idea de la recuperación (de goce), que suele conducirlo a la parálisis, la queja, y la melancolización cuando percibe que esta recuperación no está a su alcance.

Hay un terreno fértil para la patología del duelo, allí donde lo injusto y moralmente inadmisible de la situación creada, sirve de apoyo para sostenerse en el empeño de rechazar esta realidad, negando —inconscientemente— la irreversibilidad de los hechos que le ha tocado padecer.

La clínica nos muestra cómo personas «inteligentes», que jamás negarían esta realidad explícitamente, quedan atrapadas en esta aspiración neurótica.

En ocasiones, se hace necesario que el analista interrogue sin contemplaciones estos refugios del goce, como un modo de iluminar esos oscuros reductos, en los que el sujeto se aferra a sus objetos perdidos, con la onerosa fantasía de conservarlos intactos.

Una de las fantasías que ha tomado un gran auge en los últimos tiempos —aunque viene retornando cíclicamente desde hace largas décadas al compás de los vaivenes políticos y económicos— es la de irse del país. Como analistas, esta situación nos genera, en ciertas circunstancias, una difícil toma de posición. Dejemos de lado las numerosas ocasiones en que esto aparece sin ningún sustento, al modo de un pasaje al acto, allí donde el sujeto se ha caído de la escena que lo sostenía. La idea de irse se presenta en esos casos como un salto al vacío, sin un proyecto que le otorgue sentido y permita predecir alguna viabilidad. Como muestra, tenemos desde hace un tiempo, varios miles de argentinos descubriendo que Miami no era una sucursal del paraíso.

Lo que no deberíamos perder de vista es el mecanismo de idealización por el cual aparece ese «otro país», como un objeto que va a permitir alcanzar ese «bien», esa «felicidad». Como si fuera posible escapar del malestar en la cultura. Esto no invalida que, para algunos, irse pueda ser una alternativa válida en la que algo de su deseo se pueda articular, detrás de un proyecto que aquí no encuentra lugar. Una vez más, tendremos que escuchar cada caso, uno por uno, para decidir allí la singularidad de nuestra posición.

Para ir concluyendo, no hay duda de que los tiempos de crisis ponen a prueba en cada uno de nosotros, nuestra capacidad para apreciar la distancia entre el objeto y el ideal, que es un modo de nombrar al «deseo del analista» que, en tanto función operante, nos permite no perder de vista el caso por caso, y sostener en nuestra práctica el máximo respeto por la diferencia. Desde allí, el acto analítico es el fundamento de nuestra posición. Posición que habremos de sostener desde una ética que hará de nuestro acto una intervención sin temor, sin piedad y sin crueldad. Hay un movimiento dialéctico entre la posición en que nos situamos, que determina nuestra intervenci ón; y la intervención que nos ubica en la posición del analista. Posición que sostenemos desde diversos ángulos: el reconocimiento de la subjetividad de la época, la escucha, la abstención, el semblante, y la pasión. La pasión del analista que es la pasión por la verdad. Una verdad que se revela siempre incompleta; la pasión por transitar sus vías, nos aleja de los ideales, nos aleja del bienestar, y nos aloja en un incómodo sitio sin garantes. Si un analista interviene, lo hace entonces para que el entusiasmo, la pasión, una vez más, sea renovada.

Eduardo D. Urbaj

Buenos Aires, diciembre de 2002

edurbaj@aol.com


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