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Colección ¿Qué Sé?

FREUD
Roland Jaccard

Primera edición en ¿Qué Sé?: 2000
© Presses Universitaires de France, 1983
© Publicaciones Cruz O., S.A., 2000

Publicaciones Cruz O., S.A.
Patriotismo 875-D, Col. Mixcoac, Del. Benito Juárez
Mexico D.F.
C.P. 03910
Tel. 5563-75-44 - Fax 5680-61-22
E-mail pcosa@infosel.net.mx
www.libros.com.mx

Traducción de Publicaciones Cruz O., S.A. en colaboración de Klein

ISBN 968 20 0270 2

 

Capítulo I - El niño

Somos siempre un niño de su tiempo,
aún en aquello que se considera
como lo más íntimamente personal.

S. Freud

Freud dudaba de la posibilidad de una biografía honesta: "Uno no se puede volver biógrafo, escribió, sin compro-meterse con la mentira, la simulación, la hipocresía, los halagos, sin contar con la obligación de enmascarar su propia incomprensión. La verdad biográfica es inaccesible. Si se pudiera tener acceso a ella, no se le podría manifestar."

Esta advertencia no logró disuadir a historiadores y psicoanalistas, de iniciar la búsqueda de esta "verdad biográfica"; reunieron una rica cosecha de hechos e interpretaciones, tan rica a decir verdad que al parecer Freud es, junto con Proust, el creador cuya vida nos es más familiar.

Dragando en su leyenda, se ha convertido en el transcurso de los años en un héroe mítico: por una parte, los psicoanalistas, para lograr una mejor defensa de la "causa", han exagerado la hostilidad de que fueron objeto sus teorías por un mundo "no preparado" y, por otra, han sobrestimado su "originalidad", atribuyéndole en ocasiones los descubrimientos de sus predecesores, de sus rivales o de sus discípulos.

En esta obra, de una manera más modesta, trataremos de ubicar a Freud en la cultura de su tiempo, demostrando cómo subvertió en ésta los valores mejor establecidos (sobre todo rechazando la distinción de lo normal y de lo patológico, tomando en consideración la sexualidad infantil, así como poniendo énfasis en la fuerza del deseo tanto como en la de las fuerzas destructivas que operan en el individuo, a menudo sin saberlo).

Recuerdos de la infancia. Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 en Freiberg, Moravia. La población del lugar era checa, pero los judíos hablaban entre ellos alemán y, en su gran mayoría, estaban asimilados a la clase dirigente austro-alemana. Su padre, Jacob Freud (1815-1896), se dedicaba al negocio textil Se casó por primera vez a los 17 años y tuvo dos hijos: Emmanuel y Philipp. Luego de enviudar, se casó por segunda vez hacia 1851 ó 1852 con una cierta Rebeca, de la que se ignora si murió tempranamente o si fue repudiada. Contrajo matrimonio por tercera vez con una joven de 20 años, Amalie Nathansohn (1835-1930), cuyo hijo primogénito sería Sigmund. Le siguieron Julius, quien murió a los 18 meses, Anna, Rosa, Mitzi, Dolfi, Paula y Alexander.

En 1860, casi en la ruina, Jacob Freud abandona Freiberg junto con los suyos para instalarse en Viena, metrópoli pujante y cosmopolita que para el pequeño Sigmund contrastaba penosamente con las praderas, los bosques y las montañas de Moravia, por los que siempre sintió nostalgia.

Según Ernest Jones, el fiel discípulo y escrupuloso biógrafo de Freud, este último heredó de su padre el sentido del humor, el escepticismo hacia las incertidumbres de la existencia, la costumbre, cuando quería resaltar alguna cuestión moral, de ilustrar con una anécdota judía su liberalismo y su libre pensamiento.

De su madre, dice Jones, tenía su "sentimentalismo", palabra que en alemán tiene un sentido muy ambiguo. Sin duda, Freud deseaba definir de ese modo el temperamento que lo hacia capaz de experimentar emociones apasionadas. El orgullo y el amor que Sigmund inspiraba en su madre dejaron en el espíritu del niño una huella profunda e indeleble; como escribió más tarde: "Cuando sin discusión alguna se es el niño preferido de la madre, se guarda de por vida ese sentimiento conquistador, esa seguridad de éxito que, por otra parte, pocas veces es desarrollado."

Como veremos más adelante, Freud, en el transcurso de su auto-análisis, descubriría tanto el deseo sexual que lo inclinaba hacia su madre como la ambivalencia que experimentaba hacia su padre. También recordaría un sentimiento humillante: a la edad de siete u ocho años, después de haberse orinado intencionalmente en la recámara de sus padres, su padre, después de haberlo reprendido, exclamó: "¡Nunca haremos nada de este niño!" Freud narra el episodio agregando que esta frase lo hirió profundamente, "en mis sueños, escribió, esta escena se repetía muy a menudo, siempre acompañada de una enumeración de mis trabajos y de mis éxitos, como si yo quisiera decir: "Te das cuenta, cuando menos me he convertido en alguien".

Otro recuerdo doloroso: siendo niño, su padre lo llevó a pasear y, para demostrarle que los nuevos tiempos eran mejores que los suyos, le narró un incidente de su propia juventud. Bien vestido y con un imponente boina de piel, paseaba por Freiberg, cuando de repente un cristiano se le atravesó y de golpe le tiro su boina al suelo gritando: "¡Judío, baja de la banqueta!" Inquieto por conocer la reacción de su padre, Sigmund sintió la más profunda decepción cuando este último le confesó que se había bajado de la banqueta para recoger su boina.

Este incidente, banal y trastornante, es recogido por Freud en La interpretación de los sueños (1900), no sólo como uno de los acontecimientos que más lo marcaron en su juventud, sino también, cuarenta años después, como una permanente causa de tristeza.

El conflicto entre dos culturas. El psicoanálisis nació poco después de la muerte de Jacob Freud y posiblemente gracias a él. Al menos esa es la tesis que sostiene Marthe Robert en una obra admirable, De Edipo a Moisés1, en la que se empeña en revivir a ese padre, justamente convencida de que el psicoanálisis es ciencia y trata lo general, sólo si hace posible el autoanálisis de su creador. La figura central de esta experiencia inédita no es un padre indeterminado, sino necesariamente Jacob Freud quien, según lo que se conoce de su lugar de origen y de su tiempo, dejó a su hijo en suspenso entre dos historias, dos culturas, dos formas de pensamiento difícilmente conciliables.

(Según Marthe Robert, ese conflicto entre dos culturas, la judía, de la que Freud, a pesar de ser ateo, jamás renegaría, y la germánica, la clásica, simbolizada por Roma y Atenas, es decir, el "otro extremo", estaría en el corazón mismo del psicoanálisis.

Lo que es un hecho es que hasta el final de su vida, Freud jamás se liberó de ese padre judío, mediocremente capacitado y mediocremente afortunado, cuya sombra se extendió sobre la parte más autobiográfica de su obra: La interpretación de los sueños (1900), Tótem y Tabú (1911) y, finalmente, Moisés y la religión monoteísta(1938), principales hitos de su "novela familiar".

Pero ¿por qué esa necesidad, esa necesidad interna, de enfrentarse con su padre? Es que ese padre, como el de Kafka, es doblemente culpable: al mismo tiempo de ser lo que es, es decir judío, y de no serlo realmente, o no lo suficiente; bamboleado entre dos culturas y embaucado por su propia duplicidad, señala Marthe Robert, únicamente podía legar a sus hijos migajas de folklore sazonadas con humillantes recuerdos. Este hombre débil, por otro lado, haría más grave su caso a los ojos del intransigente niño Sigmund -que soñaba con el episodio en que Amilcar hace jurar a su hijo Anibal vengarlo- exhortándolo a aprovechar los tiempos mejores surgidos del fresco liberalismo instaurado por el "otro extremo".

En efecto, la infancia de Sigmund se desarrolló en una Viena donde triunfaba el liberalismo político. En La interpretación de los sueños, dice recordar que "todo niño judío laborioso llevaba entonces un portafolio ministerial en su mochila escolar" y que un poeta errante del Prater, el célebre parque vienés de atracciones, le había profetizado que algún día sería ministro de Estado. Con el consentimiento de su padre, el joven Freud proyectó estudiar derecho, vía directa a la política.

Finalmente, optó por las ciencias, por decirlo de cierta manera, por el "otro extremo"2, oscilando siempre entre su estado de "viejo judío miserable", como se describió ante su amigo Wilhelm Fliess, y su deseo de obtener del "otro extremo" el primer lugar. Ahora bien, como señala Marthe Robert, en su situación no hay opción posible; ni compromiso verdaderamente viable, ya que por un lado es judío, lo que lo lleva a apegarse a toda una red de sentimientos, deseos, hábitos, de los cuales no puede liberarse mediante un simple esfuerzo de voluntad; por otro lado, se convierte en un intelectual austriaco, hijo espiritual de "padres" extranjeros que se fueron llamando Brücke, Helmhotz, Meynert y Charcot; "es, prosigue Marthe Robert, por su cultura el hijo de Goethe, de Schiller, de Virgilio, de Sófocles, de Shakespeare, y para terminar —es un fin o más bien un memorable comienzo— se descubre un parentesco secreto con el hijo fatal del rey Laios, lo que no sólo lo eleva a la gloria tan deseada sino además a una especie de realeza".

Con el descubrimiento del psicoanálisis, con la leyenda de Edipo, con Moisés ( que despojó a los judíos en su testamento espiritual, Moisés y la religión monoteísta, haciendo de éste un egipcio)Freud, en el momento de salir del escenario en el que tan valientemente desarrolló su papel, podría decir, según Marthe Robert, "que ya no es judío, ni alemán, ni cualquier otro que aún pueda llevar un nombre: no quiere otra cosa que ser el hijo de nadie y de ninguna parte, el hijo de sus obras y de su obra que, a semejanza del profeta asesinado, deja a los siglos perplejos ante el misterio de su identidad". Al matar a su padre en efigie, Freud rompió la cadena de las generaciones, liberándose para siempre de todos los padres, familiares y ancestros que conducen al individuo a escandalosas limitaciones del ser.

Auto-análisis e introspección. En una carta dirigida a su amigo berlinés Wilhelm Fliess, fechada el 3 de septiembre de 1897, Freud escribió: "Desde que inicié el estudio del inconsciente, me encontré a mí mismo muy interesante. Lástima que siempre se deba tener la boca cosida sobre lo que hay en lo más íntimo." Y Freud cita a Fausto de Goethe: "Lo mejor que tú puedes saber, no debes contarlo a esos bribones." Esta cita a menudo se presentaría bajo la pluma de Freud. Cuando, en 1930, recibió el premio Goethe, lo comentaría así: "Goethe no sólo hizo, como poeta, grandes confesiones, sino que también siguió siendo, a pesar de la profusión de sus notas autobiográficas, un gran simulador."

Sin embargo, como señala Didier Anzieu, en su notable estudio sobre El auto-análisis de Freud3, a pesar de las apariencias y bien humanas reticencias, a pesar de las precauciones por otro lado sembradas de errores, Freud en el fondo hizo todo para que llegara hasta nosotros la más amplia versiónde sí mismo más amplia a la que un hombre se haya entregado.

En otra carta a Fliess, escribió: "Es un buen ejercicio ser del todo sincero consigo mismo". Freud convirtió lo anterior en la esencia de la neurosis: la verdad ignorada; y la del psicoanálisis: la verdad encontrada.

El auto-análisis de Freud, el que continuaría hasta su muerte en 1939, culmina entre 1895 (tiene 39 años y comienza la crisis de la mitad de la vida) y 1900. Dos libros, esencialmente, recogieron los frutos de esta búsqueda del hombre interior: La interpretación de los sueños (1900) y Psicopatología de la vida cotidiana (1901).

Uno de los mejores ejemplos de auto-análisis se encuentra en la célebre carta a Romain Rolland intitulada Un problema de memoria sobre la Acrópolis que Freud envía por su 70 aniversario al ilustre escritor francés a quien honraba con su amistad.

Cuando escribió Un problema de memoria sobre la Acrópolis, en 1936, Freud tenía 10 años más que Romain Rolland, es decir 80 años, y lo que le vino a la memoria fue una experiencia vivida en 1904, experiencia que durante mucho tiempo no entendió y que finalmente decidió analizar.

El problema era el siguiente: durante el verano de 1904, Freud, después de muchas dudas, visita de improviso Atenas con su hermano Alexandre que, señalemos de paso, tenía, al igual que Romain Rolland, 10 años menos que él. Una vez en la Acrópolis, en vez de la admiración que se esperaba, se sintió atrapado por un extraño sentimiento de duda. Se sorprendió de que una cosa aprendida en la escuela pudiera existir realmente. Se sintió dividido en dos personas, una que constata sensorialmente que está en la Acrópolis, otra que no puede creerlo, como si negara la existencia real de la Acrópolis.

Ese sentimiento de extrañeza, de irrealidad, fue el que Freud trató de dilucidar en ese texto, modelo de autoanálisis. Demostró que el viaje a Atenas, como anteriormente el de Roma, fue objeto de un deseo mezclado de culpa. Deseo, ya que, desde su infancia, sus sueños de viajar manifestaban la voluntad de escapar de la atmósfera familiar, de la estrechez y de las pobres condiciones de vida que conoció durante su juventud. Culpa, porque ir a Atenas era para Sigmund Freud ir más lejos que su padre, demasiado pobre para viajar, demasiado inculto para interesarse en ese lugar. Subir a la Acrópolis era superar al padre definitivamente, lo que precisamente le estaba prohibido de niño. Pero dejémosle la palabra a Freud:

Y si nos preguntamos por qué desde Trieste nos arruinamos el placer de ir a Atenas, llegamos a la solución del pequeño problema. Se debe reconocer que un sentimiento de culpa sigue adherido a la satisfacción de haber hecho tan bien las cosas: en ello siempre hay algo de injusto y prohibido. Esto se explica por la crítica del niño hacia su padre, por el desprecio que reemplazó la antigua sobretimación infantil de su persona. Todo ocurre como si lo principal en el éxito fuera ir más lejos que el padre, y como si siempre estuviera prohibido que el padre fuera superado.

El auto-análisis, al abrir la puerta a los espíritus, a los fantasmas, a los espectros, es decir, a los personajes que marcaron sus deseos, sus angustias y sus vergüenzas de niño, revelaría a Freud su problemática edipiana. Le iluminaría, como ya hemos dicho, sobre su ambivalencia hacia su padre (Jacob Freud murió el 23 de octubre de 1896); lo hundiría en el trabajo del duelo y facilitaría la lucha contra la angustia depresiva.

Por el contrario, como escribió Anzieu, "tan sólo le hizo entrever la dual relación nutricia de la madre, la temible importancia de la imagen de la madre fálica, la identificación en el seno idealizado como todopoderoso. Para Freud, el padre, como Kronos, es el devorador; la madre sólo es amenazadora en la medida en que es deseable y prohibida".

Esta búsqueda del hombre interior, del rostro nocturno, soñado, de su ser, evoca las palabras de San Agustín en sus Confesiones: "No busques más allá; vuélvete hacia ti mismo; la verdad habita en lo interno del hombre".

Podría no resultar inútil distinguir brevemente entre auto-análisis e introspección. La introspección se inscribe en una tradición latina de elucidación del yo por sí mismo que remonta principalmente al célebre examen de conciencia y a la ilustre autobiografía espiritual de San Agustín. Por el contrario, el auto-análisis pertenece a una tradición germánica de revelar las profundidades gracias a la fuerza de un método basado en las inversiones conceptuales. Para retomar una comparación de Pierre Fougeyrollas4, digamos que la introspección observa la sombra que rodea la zona iluminada de la conciencia, mientras que el auto-análisis, a la manera de los románticos alemanes, busca encontrar en la realidad nocturna los fundamentos de las apariencias diurnas.

Una madona lejana. En su auto-análisis, Freud apenas menciona a su madre, Amalie, de quien fue el hijo preferido. Esta última murió en septiembre de 1930, tan sólo nueve años antes que su hijo. Curiosamente, en el mito de Edipo, Freud minimiza el papel de Jocasta. Poniendo claramente por delante la conducta parricida y los deseos incestuosos de su héroe, Freud presenta a Edipo sintiéndose y siendo el único culpable.

Sobre ese punto, tomemos en cuenta las palabras de Matthew Besdine 5 cuando explica que un resto de paternalismo victoriano fue lo que impidió a Freud proceder a una evaluación crítica de la sexualidad de Jocasta, de su deseo, de su profunda soledad. Haciendo de Jocasta el objeto pasivo del ansia sexual de su hijo, Freud inscribía la experiencia de su propia vida y sus sentimientos de culpa en la historia de Edipo. Al igual que Miguel Angel, se obsesionó por el carácter exclusivo de su propia culpabilidad e identificó a las mujeres con madonas lejanas. Dada su personalidad y el puritanismo de la época, no pudo darse cuenta de que Jocasta tenía una responsabilidad igual a la de su hijo en la tragedia de Sófocles, Edipo Rey. La unidimensionalidad del Edipo de Freud, tan exclusivamente culpable, no se justifica por el texto de las versiones más antiguas del mito, ni por la versión de Sófocles en su obra. En ésta como en aquellas, la responsabilidad de Jocasta está claramente establecida y sufre un castigo aún más terrible que el de su hijo.

En Un destino tan funesto, el psicoanalista François Roustang observa que Freud no deja de regresar a la idea de que la relación madre-hijo "brinda el más puro ejemplo de una ternura inalterable que no es turbada por ninguna consideración egoísta". Tales repetidas afirmaciones son por lo menos extrañas. Como si, prosigue Roustang, el deseo de la madre no fuera a la vez aquello que puede apoyar el deseo de su hijo y aquello que puede al mismo tiempo ahogarlo. Ciertamente, la relación madre-hijo es excepcional, pero su ambigüedad también lo es. Asimismo, es de señalar, escribe Roustang, que Freud haya tratado de preservar a la madre conservándola pura, toda tierna, sin mancha y sin egoísmo. Como si el fundador del psicoanálisis que tiene tanto para desmitificar la ideología paternal y la inocencia infantil, tratara de salvaguardar un pequeño rincón del sueño, permitiendo así a todos los pequeños soñar a su vez, con una madre inalterable.

 

Capítulo II - El estudiante

Mis capacidades o mis talentos son muy restringidos. Cero para las cien-cias naturales; cero en matemáticas; cero para todo aquello que sea cuantitativo. Sin embargo, lo poco que poseo, y que se reduce a poca cosa, probablemente ha sido muy intenso

S. Freud (carta a Marie Bonaparte en 1926).

Freud, brillante estudiante de liceo, fue siempre el primero en su clase. A los 17 años, termina su bachillerato. Por una ironía del destino, tuvo que traducir en versión griega 33 versos del Edipo de Sófocles. Su composición en alemán le valió los elogios del examinador que lo felicitó por su estilo a la vez preciso y elegante. Apasionado de la literatura y extremadamente dotado para los idiomas (conocía muy bien el latín y el griego; aprendió a fondo el francés y el inglés; también estudiaría el italiano y el español), comienza a leer a Shakespeare, su escritor favorito, desde los ocho años de edad y hasta el final de su vida lo cita siempre con exactitud.

Entre los autores que tendrían influencia en el descubrimiento del psicoanálisis, se debe dar un lugar particular a Ludwig Börne (1786-1837), cuyas obras completas le fueron obsequiadas al cumplir los 14 años. Cuando, muchos años más tarde, Freud incita a su pacientes a hablar libremente, dejándose llevar por las asociaciones de sus ideas, obedecía, dice, a una "obscura presencia".

De hecho, por mucho tiempo estuvo impresionado por el texto de Ludwing Börne intitulado: ¿Cómo convertirse en tres días en un escritor original?" en el cual el autor, después de haber estigmatizado la vergonzosa cobardía que nos impide a todos pensar, observaba que "la sinceridad es la fuente de todo genio, y que los hombres serían más inteligentes si fueran más morales". Aconseja a los aprendices de escritor anotar durante tres días consecutivos, sin falsificación ni hipocresía, todo aquello que pasara por su cabeza. "Escriban, proseguía, todo lo que piensen de ustedes mismos, de sus mujeres, de la guerra turca, de Goethe, del Juicio final, de sus superiores y, al cabo de esos tres días, se sentirán estupefactos de ver cuántos pensamientos nuevos, jamás expresados, brotaron en ustedes".

Varias décadas más tarde, después de haber vuelto a leer este ensayo, Freud escribió a su discípulo y amigo Sandor Ferenczi: "Corresponde palabra por palabra a varias cosas que siempre pensé y sostuve. Y efectivamente podría ser la fuente de mi originalidad". Agreguemos que, cuando Freud visitó el cementerio Père-Lachaise en París, únicamente se inclinó ante la tumba de Ludwing Börne.

La selección de una profesión. He aquí lo que Freud escribió al respecto en Mi vida y el psicoanálisis (1925): "A pesar de que nuestros recursos para existir eran demasiado mediocres, mi padre insistía en que siguiera mi inclinación escogiendo una profesión. Ni en esa época, ni más tarde, sentía una predilección particular por la situación y las ocupaciones de un médico. Yo estaba más bien movido por la sed de saber, que se inclinaba más por lo que afecta a las relaciones humanas que por los objetos propios de las ciencias naturales.

"Sin embargo, la doctrina de Darwin, entonces en auge, me atrajo poderosamente, pues prometía dar un impulso extraordinario a la comprensión de las cosas del universo, y recuerdo que luego de escuchar leer al Dr. Carl Brüll, durante un curso público, poco antes de finalizar mis estudios secundarios, el hermoso ensayo de Goethe sobre La Naturaleza, decidí inscribirme en la Facultad de Medicina".

Rectifiquemos: el texto sobre La Naturaleza no era obra de Goethe, sino del teólogo suizo Christophe Tobler. Este último expresaba con estilo lírico, un sentimiento casi místico de comunión con el mundo: "¡Naturaleza! Estamos rodeados y enlazados por ella, incapaces de librarnos de ella, incapaces de penetrar más profundamente en ella. Voluntariamente o por la fuerza, somos introducidos en el torbellino de su danza y nos arrastra hasta que caemos agotados en sus brazos."

Como señala Jacques Le Rider, puede causar sorpresa que una profesión de fe tan lírica haya podido revelar a Freud su vocación científica1. Pero poniéndose bajo la guía de ese texto atribuido a Goethe, Freud trataba probablemente de recordar que las aspiraciones del poeta y del artista jamás son ajenas a las exigencias del investigador: el escritor, como el erudito, recurre a la experiencia de la realidad, observa y analiza antes de crear. El erudito, como el escritor, debe encontrar un estilo de expresión así como un nuevo lenguaje.

Lo que aparentemente también empujó a Freud a lanzarse a los estudios de medicina, fue la excelente reputación de la escuela médica vienesa, caracterizada por un marcado gusto por la práctica y la experiencia, lo mismo que por su aversión a todo aquello que fuera teoría y sistema. Muy inclinado a las especulaciones abstractas, Freud experimentaba la necesidad de contrabalancear esta tendencia consagrándose a aspectos científicos más concretos. Con maestros como el gran psicoanalista Ernst Brücke, pudo trabajar durante casi seis años, encontrando en ello una gran satisfacción, en el campo de la anatomía de los nervios. En psiquiatría, su maestro fue el profesor Theodor Meynert, de quien Freud siempre habló como el genio más brillante que jamás hubiera conocido.

Además de sus clases de medicina, también asistió a las conferencias del filósofo Franz Brentano sobre Aristóteles. En 1879, durante su servicio militar, tradujo, para escapar del aburrimiento, un ensayo del filósofo inglés John Stuart Mill sobre la emancipación de las mujeres. Apto para la traducción, Freud procedió de una manera inhabitual: leía un pasaje, cerraba el libro y pensaba la manera en que un escritor alemán habría expresado los mismos pensamientos. El resultado era brillante y rápido a la vez.

Freud, a quien regocijaba la falta de prejuicios de Mill, no lo siguió, sin embargo, en su combate feminista. Le reprocha incluso no darse cuenta que la humanidad está dividida... ¡en hombres y mujeres!

Verdaderamente se trata más bien de una idea nacida muerta que de un deseo de lanzar a las mujeres a la lucha por la vida, a la manera de los hombres,

escribió a su prometida Martha, añadiendo:

Todas las reformas legislativas y educativas fracasarán desde el punto de vista de que, mucho antes de la edad en la que un hombre puede asegurarse una situación social, la Naturaleza decide el destino de una mujer dándole belleza, encanto, dulzura.

El 31 de marzo de 1881, Sigmund Freud recibió su título de médico. Después de sus exámenes, declaró haberse salvado del desastre sólo gracias a la clemencia del destino o la de los examinadores. En medicina general, obtuvo la mención "pasable" y fracasó en medicina legal. Por otra parte, su título no modificó en nada su vida: siguió trabajando asiduamente en el Instituto de Psicología de Ernst Brücke. Este último, conociendo su mediocre situación financiera, le aconsejó ganarse la vida ejerciendo la medicina. También lo ayudó a obtener el anhelado título de Privat-dozent en neuropatología, así como una beca que le permitió visitar a Charcot en París. El monto de esta beca era de 600 guldens, suma considerable que debía garantizarle una licencia de seis meses.

Histeria e hipnosis. Para un investigador tan serio y tan poco mundano como Freud, fue una extraña experiencia aquella de verse mezclado en los círculos que frecuentaba Jean-Marie Charcot (1825-1893). Este último era entonces considerado por Europa entera como el gran maestro de la histeria, que estudió en sus relaciones con la hipnosis.

Profesor de neurología en la Salpêtrière, Charcot era una especie de oráculo para los hombres de letras. Frecuentaba tanto a escritores (como Daudet o Tourgueniev) como a médicos, lo que contrastaba con las condiciones estrictamente académicas que Freud había conocido en Viena. Este célebre neurólogo, en quien Edmond de Goncourt había descubierto "la fisonomía del charlatán y del visionario al mismo tiempo", despertó el entusiasmo del joven vienés.

Veamos cómo lo describe en una carta dirigida a su prometida Martha:

Charcot, uno de los más grandes médicos que existen, hombre genial y sobrio, trastornó todas mis opiniones e intenciones. Después de muchas conferencias, salgo de ahí como de Notre-Dame, con nuevas experiencias de la perfección. Pero debilita mi fuerza; cuando lo dejo, no tengo ganas de ocuparme de mis propias cosas estúpidas. Acabo de estar de perezoso por tres días sin reprochármelo. Mi cerebro está harto como después de una tarde de teatro. Si las semillas dan frutos, no lo sé, pero que nunca nadie ha tenido semejante influencia en mí, de eso estoy seguro.

Freud propone a Charcot traducir algunas de sus obras al alemán; este último se siente halagado y lo invita a las fastuosas recepciones que ofrecía. A pesar de todo, Freud fue decepcionado por París. En su correspondencia, juzga a los franceses de "arrogantes e inaccesibles" y se queja de lo sucio de la ciudad.

Se sintió tan solo el primer día en París, en medio de la multitud, que, a no ser por su larga barba, su altura deforme y sus guantes, se hubiera derrumbado en la calle sollozando. Al observar los elegantes Campos Elíseos, fue atrapado por "un gran furor y por ideas revolucionarias". A menudo iba al teatro, sobre todo para admirar a Sarah Bernhardt en la Theodora de Victorien Sardou.

"El pueblo francés despertó su desconfianza y su aprehensión:

Es el pueblo de las epidemias físicas, de las convulsiones históricas de más".

Y agrega: "La gente me parece de una especie distinta a la de nosotros; creo que todos están poseídos por mil demonios... No muestran ni pudor, ni horror; hombres y mujeres se apretujan alrededor de todas las desnudeces así como alrededor de los cadáveres en la Morgue... mi corazón es el de un alemán de una pequeña ciudad de provincia; no me siguió del todo hasta aquí... Este París es un sueño inextricable, me alegraría inmensamente despertar.

Decepción fue lo que le dejó entonces esa estancia en París (hasta las mujeres le parecían feas). A pesar de todo, sin embargo, la influencia de Charcot sería determinante: fue su enseñanza, sus presentaciones de enfermos en la Salpêtrière, lo que lo condujeron a pasar de la neurología a la psicopatología. No obstante, no permanecería el suficiente tiempo al lado de Charcot para adivinar el papel que la sugestión del Maestro jugaba en los síntomas histéricos de sus pacientes.

El artículo publicado por Freud a la muerte de Charcot en el Wiener medizinische Wochenschrift da una idea bastante precisa de su deuda con el estudioso francés. En esta nota necrológica, la obra de Charcot aparece bajo una iluminación histórica. Freud pretende que él le dio "dignidad" al estudio de las enfermedades nerviosas y, en particular, a la histeria. Pero Charcot se limitaba a la descripción pura, constata Freud, quien añade:

Cuando encuentro un hombre en un estado que manifiesta todos los signos de una afección dolorosa a través de lágrimas, gritos, violencia extrema, supongo cómodamente en este hombre un acontecimiento espiritual del cual todos esos fenómenos corporales son la expresión autorizada. El hombre sano sería entonces capaz de indicar qué impresión lo atormenta; el histérico respondería que no lo sabe, y se presentaría entonces de inmediato el problema de explicar por qué el histérico está sometido a una emoción de la que afirma ignorar la causa.

Si ahora nos atenemos firmemente a la conclusión de que debe existir un acontecimiento físico correspondiente, y si se añade sin embargo fe a la afirmación del enfermo que niega ese hecho, si se reúnen los múltiples indicios que muestran que el enfermo se comporta como si estuviera consciente de ello, si se excava en la historia de la vida del enfermo y ahí encontramos un motivo, un trauma susceptible de provocar justamente tales manifestaciones afectivas, todo ello conduce entonces a la conclusión de que el enfermo se encuentra en un estado de ánimo particular, en el cual el ensamble del conjunto engloba todas las impresiones o todos los recuerdos de una cosa; en ese estado, su memoria le permite manifestar su emoción a través de fenómenos corporales sin la participación de otros elementos espirituales, el "Yo", ya puede estar consciente o bien puede intervenir de manera molesta, y nuestra experiencia de la diversidad psicológica bien conocida entre el sueño y el estado de vigilia, podría disminuir lo extraño de esta concepción.

Después de la Escuela de Salpêtrière, la Escuela de Nancy. Freud no se conformó con traducir y comentar dos vastas obras de Charcot (Las nuevas lecciones, 1886, y Las Lecciones del martes, 1892), tradujo también el célebre tratado de Bernheim, Hipnotismo, sugestión y psicoterapia (1896). En el prefacio a la edición alemana de esta obra, Freud da una relación precisa de las divergencias que opusieron entonces a la Escuela de Nancy (Bernheim, Liébault...) y la Escuela de Salpêtrière (Charcot).

Recordemos el punto esencial de esta controversia. Para Bernheim, no se debe hablar propiamente de hipnotismo: en éste, sólo existen fenómenos de sugestión, fenómenos que se dedica a describir minuciosamente y de los que sabría sacar partido para una terapia ilustrada. Bernheim veía en la sugestión un proceso psicológico común a todos los hombres, en grados variables, ya sea que estuvieran enfermos o en buen estado. Fue uno de los primeros en derrumbar el muro que separaba a la psicología de la psicopatología. Charcot, por su parte no separaba al hipnotismo de una cuestión de terreno mórbido, terreno favorable también a la hipnosis y a la histeria. La Escuela de Nancy, caracterizada a la vez por un sólido empirismo y un fecundo humanitarismo, observaba al hombre en el centro mismo de su vida. Esta escuela finalmente triunfó sobre la de Salpêtrière, más dogmática, impregnada de anatomo-fisiología, utilizando al hombre como objeto de laboratorio.

De igual forma, se debe saber que Freud, con la intención de perfeccionar su técnica hipnótica, estuvo varias semanas del verano de 1889 en Nancy.

"Ví, escribió en Mi vida y el psicoanálisis, al viejo y conmovedor Liébault en acción, ante mujeres pobres y niños de la clase proletaria; fui testigo de impresionantes experiencias de Bernheim con sus enfermos del hospital, y ahí es donde tuve las más fuertes impresiones relativas a la posibilidad de poderosos procesos psíquicos que sin embargo quedaban ocultos a la conciencia de los hombres."

Entre esas experiencias2, la más impresionante es la que se refiere a las sugestiones post-hipnóticas. Establecen que una idea fija en la memoria puede suscitar actos conscientes, dentro de un comportamiento globalmente consciente, pero que permanece ignorado por el individuo. El principio de la experiencia es simple y el resultado siempre claro.

El médico da una orden al individuo en estado de hipnosis, por ejemplo cambiar un armario de lugar, precisando que debe modificar su lugar hasta después de despertar. Ahora bien, el individuo, una vez despierto, ejecuta el acto sin saber que responde a una orden anterior. He aquí un ejemplo célebre de Bernheim.

Sugiero a un individuo, en presencia de mi colega, Charpentier, que tan pronto despierte, tome el paraguas de mi colega colgado en la cama, lo abra y se vaya a pasear por la galería que da al salón, recorrido que hará dos veces. Lo despierto largo tiempo después y, antes de que sus ojos se hayan abierto, salimos rápidamente. Pronto lo vemos llegar con el paraguas en la mano, y dar dos vueltas a la galería. Le preguntó; ¿Qué está haciendo? El responde: Tomo el aire ¿Por qué?, ¿tiene calor? No, en ocasiones me paseo —¿Pero y ese paraguas? ¡Pertenece al señor Charpentier!— Tenga, creí que era el mío: lo voy a poner a donde lo tomé.

El individuo interrogado no puede descubrir, a menos que esté en estado de hipnosis, la verdadera razón de su acto, ya que éste es inconsciente.

Al respecto, recordemos una vez más que hacia finales del siglo XIX, la idea de inconsciente se volvió banal en Europa, tanto en psiquiatría (Charcot), como en psicología (Taine), en literatura (los hermanos Goncourt, Dostoyevski...) como en filosofía (Schopenhauer, Nietsche, von Hartmann, etc.). El mérito de Freud no fue descubrir el inconsciente, sino utilizar métodos de investigación originales que renovaron el conocimiento que tenemos del rostro nocturno del ser humano, probando sobre todo la existencia de un "inconsciente dinámico", correlativo de la "represión" y de manera más particular de la "represión sexual".

El episodio de la cocaína. Sherlock Holmes y Sigmund Freud compartirían la misma pasión por la cocaína. El primero la degustaba, entre dos investigaciones, para "escapar de la rutina obtusa de la existencia"; el segundo absorbía regularmente pequeñas dosis para vencer su timidez, brillar en los salones y trabajar con más alegría; le procuraba este goce y esta euforia que, "en una persona de buena salud, no es otra que el estado normal de una corteza cerebral bien alimentada".

Es cierto que, durante la segunda mitad del siglo XIX, el oprobio, la prohibición que pesa sobre esta "planta milagrosa" adorada por los incas, no existía. El consumo de tisanas, de grageas o de vinos de cocaína, sin olvidar la coca cola que contenía cocaína hasta 1903, era cosa corriente. Considerada como un poderoso estimulante del sistema nervioso central, la cocaína no estuvo lejos de parecer una nueva panacea a los ojos de ciertos médicos estadunidenses y, en Europa, a los de Freud.

Un artículo del doctor Théodor Aschenbrandt, aparecido en la Deutsche Medizinische Wochenschrift del 12 de diciembre de 1883, llamó la atención de Freud; su autor relataba que, durante recientes maniobras los soldados bávaros, a los que se les había distribuido cocaína, se mostraron más resistentes que los otros, insensibles a la fatiga, al hambre y al dolor.

Freud, que entonces tenía 27 años, inmediatamente se procuró esta droga milagrosa y, después de haberla experimentado en él mismo y en numerosos amigos, colegas y pacientes, llegó a la conclusión de que la "planta divina que alimenta al hambriento, da fuerzas al débil y le hace olvidar su desgracia", existía. La prescribía a sus enfermos, convencido de que poseía propiedades terapéuticas diversas, sobre todo como remedio contra los problemas digestivos, la hipocondria, la histeria, el asma, los estados de caquexia, sin olvidar sus efectos afrodisiacos. Para las personas en buen estado, poseía, por otra parte, una ventaja considerable sobre el alcohol: la de no acarrear ningún efecto negativo. En fin, añade Freud en el primer estudio que le consagró en julio de 1884, De la Coca, "esta droga no provoca ninguna costumbre. No se experimenta en lo absoluto el deseo de seguir consumiendo cocaína después de una o varias absorciones".

Ese trabajo sobre la cocaína, que él esperaba le trajera la gloria y una promoción social rápida, corresponde muy bien a la descripción que hace de ella en una carta a su prometida Martha Bernays: fue "un cántico en honor de esta substancia mágica". S. Bernfeld encontró una actitud sutilmente protectora —incluso tierna— del autor hacia sí mismo; en vez de hablar de una dosis de cocaína, habla de un "don" de cocaína y denuncia "las numerosas calumnias pronunciadas contra la coca". A pesar de que se trata de una analogía objetiva, observa Bernfeld, tales medios indirectos la cargan de una corriente subyacente muy persuasiva.

El entusiasmo de Freud lo condujo a prescribir cocaína a su amigo Ernst von Fleischl-Marxow, que así se convirtió en el primer caso europeo de morfinomanía en ser tratado con cocaína.

Tuve oportunidad, escribe Freud en De la Coca, de observar una supresión repentina de la morfina, acompañada del uso de la cocaína, en un hombre que había sufrido síntomas de privación sumamente lastimosos durante una cura precedente. Esta vez, su estado era soportable. En lo esencial, no había ninguna depresión, ni náusea mientras actuaba la cocaína...

Sin embargo, algunos meses más tarde, Fleischl, habiendo reemplazado la morfina por la cocaína, se convirtió en uno de los primeros cocainómanos de Europa y su estado, tanto físico como psíquico, no dejaba de degradarse. El oftalmólogo Carl Koller, un amigo común de Freud y de Fleischl, el primero en haber utilizado cocaína por sus propiedades anestésicas, escribió que había visto personalmente a Fleischl sacudirse por alucinaciones paranoicas en las que hormigueaban serpientes blancas.

Entonces, otros casos de cocainomanía fueron presentados en la prensa médica y Freud fue acusado, más o menos abiertamente, de haber añadido a la morfina y al alcohol, "la cocaína, el tercer flagelo de la humanidad" (Erlenmeyer). Luego de que se burlaron de él por haberse convertido en el propagandista de Charcot, ahora fue acusado de irresponsabilidad. Así entonces, no sólo se pasó al lado de la simple utilización positiva de la cocaína, a saber la anestesia local del ojo, sino que su actividad socio-profesional no se anunciaba muy brillante. ¿Quién, en Viena, podía confiar en este joven médico que distribuía con tanta ligereza un producto tóxico?

Sin embargo, en julio de 1887 Freud respondió a sus detractores en un breve artículo de seis páginas intitulado: "Cocainomanía y Cocainofobia". Insistía en el hecho de que todos los cocainómanos habían sido morfinómanos, y que "nunca la cocaína había exigido una víctima por cuenta propia". Este artículo que fue la última contribución de Freud a la psicofarmacología ponía énfasis en un punto fundamental que figuró en sus futuros descubrimientos en psicología, a saber que nunca la cocaína, ni ningún otro producto químico, ha provocado una toxicomanía por sí misma. Esta última es siempre resultado de ciertas disposiciones psíquicas y afectivas. Posiblemente también, como sugiere Bernfeld, la experiencia de Freud con la cocaína lo ayudó a apartarse de la magia de los medicamentos, cuyos efectos ciertamente son poderosos, pero a menudo imprevisibles y peligrosos, para elaborar una terapia psicológica.

 

INDICE

 INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO PRIMERO - El Niño

CAPÍTULO II - El Estudiante

CAPITULO III - El Enamorado

CAPÍTULO IV - El Médico

CAPÍTULO V - El Líder

CAPÍTULO VI - La Postguerra y el Instinto de Muerte

CAPÍTULO VII - El Exilo y el Reino

Freud y el Arte

Juicios y Testimonios

Fechas Connotadas

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