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Se expresan los adultos mayores

EL ALCORNOQUE

Cuento de Nilo Puddu.

omo corresponde, él se llamaba Giusseppe, aquí José y dentro nuestro era el Nono. Había desarrollado su físico a lo ancho ya que no había alcanzado gran estatura, su calva la cubría con un manojo de largos cabellos que nacían al costado de su cabeza y que la atravesaban como una delicada parrilla, ya a esa altura de su vida completamente blanca. La cara redonda y bonachona lucía una casi permanente sonrisa que mostraba orgullosa todos sus dientes, aunque gastados hasta la mitad mostrando sus amarillos cimientos. Sus manos, nudosas por el trabajo en el molino harinero, ahora mas nudosas por la artritis, que aun así no le impedían pulsar la guitarra y entonar viejas canciones sardas, tangos y sambas.

El Nono tenía nostalgias. Nostalgias reincidentes desde años atrás. Desde que habían emigrado, recién casados, tanti anni fa, a pesar de los almanaques deshojados, las imágenes de Tempio no se habían borrado, es más, ahora las veía, a pesar de las cataratas de sus ojos., mejor que antes. Mas nítidas. Describía el río, la montaña, el corral de las ovejas, Trípoli su fiel perro blanco, el campo y la viña con tantos detalles que yo dudaba de esa memoria.

—Inventará, —pensaba yo— no puede ser que después de medio siglo pueda recordar con tanta exactitud. Cuando se refería al alcornoque que obstruía la entrada de su casa contaba que había que acariciarlo al entrar o al salir, forzosamente.

—Y porqué no lo talaron, —le preguntaba con cierta maldad. Y él respondía con una seriedad que no reconocía mi intención aviesa,

—Los árboles útiles no se cortan—, y menos si ese retoño montañés lo plantó un abuelo tozudo antes de reconstruir la casa, que no calculó bien donde estaría la puerta y que se negó siempre a talarlo a pesar de los inconvenientes que ocasionaba.

Si la historia la contaba cerca de la habitación que compartíamos, buscaba la enorme lata cuadrada que guardaba sobre el ropero en la que se leía "Galletitas Bagley" y sacaba de ella su preciado tesoro fotográfico. Fotos en blanco y negro, sepias, amarillentas, recortes de diarios con noticias de la guerra. Las mas requeridas eran las que lo mostraban con la Nona, las que al pasarlas entre sus herrumbradas manos las acariciaba con tanta delicadeza que en sus ojos desfilaban aquellos años felices donde la rutina de 14 ó 16 horas de trabajo diario no se notaban en su amplia sonrisa. Luego de ver el sentimiento expresado en su rostro al revivir el sueño de su ausente compañera me mostraba la foto del funeral de su hermano menor, que alrededor de cuarenta años antes le habían mandado sus sobrinos desde el pueblo para que vea con qué dignidad llevaban al cementerio a Nicola, pero para él lo mas importante de la foto era el alcornoque que altivo incomodaba la salida del cortejo. Yo ya lo conocía de memoria, con sus ramas, sus nudos, sus pequeñas flores y después sus bellotas, los enormes agravios que cada siete años le infringían. Así lo fijé en mi mente, como si fuera un monumento. El Tirso lo conocía recodo a recodo, me contaba hasta el tamaño, la forma y el color de las piedras donde se sentaba a pescar, los nombres de los peces, describía los arcos del puente pisano que a pesar de sus tantos siglos continuaba allí y vaya a saber por cuántos mas. El nuraghe donde se refugiaban de las inclemencias del tiempo mientras cuidaban de las ovejas y los preciados tesoros que desenterraron alguna vez: restos de cerámicas, herrumbradas herramientas, estatuillas de bronce, "bronzetti" que representaban extrañas y estilizadas figuras humanas y zoológicas a los que no les prestaban mas atención que a objetos comunes que iban a formar parte de la modesta colección de adornos sobre el hogar de la antigua casa de piedra viva.

Ya mas grande, cuando yo tenía unos catorce años comenzó a contarme sus aventuras amorosas confidencialmente. Mucho me divertía al escucharle aquella anécdota cuando su padre lo mandaba muy temprano, antes del alba, a retirar las ovejas encerradas en el corral de piedra que tenían casi a la salida del pueblo. Él, siguiendo su instinto de macho incipiente, aprovechaba para visitar en un casi incestuoso romance a la viuda de un amigo de su padre que tenía su casa frente al corral. Con la excusa de buscar agua en lo de la anhelante viuda ella lo recibía en la calidez de su propia cama, cosa que le demoraba la llegada al campo donde su progenitor, investigador y cómplice, lo esperaba contento. Risueñamente me refería tal situación que terminó abruptamente cuando su madre se enteró y personalmente fue a sacarlo del lecho tibio de la "vieja viuda" de 35 años, que le había enseñado a gozar de misterios y secretos del amor.

Los diálogos con el Nono acerca de la familia y su pueblo se hacían mas frecuentes a medida que yo crecía. Seguía mi asombro cada vez que relataba nuevas anécdotas mezcladas con las conocidas que no hacían mas que azuzar mi interés por aquellas cosas, ya que yo criado en un barrio sencillo y chato imaginaba esas maravillas y las añoraba como propias. Él poco a poco me las transfería.

—Nono, porqué no vas a visitar a tu gente? —inquiría yo cuando se ponía sentimental y él respondía con convincentes argumentos como: lo que costaba el pasaje, que ya no quedaría nadie de la familia en el pueblo, pero yo intuía que los motivos eran otros; no se sentía seguro lejos de nosotros, temía que alguno de sus achaques se manifestaran allá lejos de su mutual y de su médico y el mas peligroso y temido era que al llegar a Tempio su corazón no pudiera resistir tanta emoción. Su tiempo había pasado y su prédica subliminal dirigida a mi, estaban encaminadas a pasarme la posta para cuando yo estuviera maduro para recibirla plenamente.

Pasaron los años, me fui haciendo hombre y me interesé seriamente por esa "herencia" que me había pasado el Nono a medida que envejecía y se sentía mas débil físicamente, pero con su cerebro funcionando perfectamente.

—Quiero que vos, que me has acompañado todos estos años, cuando yo me reúna con la Nona, vayas a Tempio sin avisar y le digas a quién encuentres, que soy yo el que regresa, así cumplirás el sueño que no pude concretar. Vos sos uno de los retoños que planté en la Argentina, que por tantos años regamos con sudor junto a tu abuela. Desde que embarcamos en Génova en el "Regina Elena", apretujados en olorosas bodegas estábamos seguros que pronto ganaríamos América. Claro que éramos jóvenes recién casados. Después del Hotel de Inmigrantes salimos con trabajo asegurado. Desde hoy estamos en nuestra patria —dijimos—, y comenzamos a construirla trayendo al mundo a tu madre y sus hermanos para alegrarnos y tener por quién luchar, porque no había nada mas nuestro que ellos. Si no dimos mas, fue porque no se pudo.

La semilla del Nono germinaba en mí lenta e inexorable. No deseaba que él se me fuera, no quería representar su papel, quería conservarlo para siempre junto a mí, pero a pesar de mis anhelos se fue apagando de a poco. Y un día no despertó de su sueño y fue a reunirse con la Nona. Entonces comencé a sentir un impulso interior que me empujaba a cumplir el mandato de viajar a Tempio. No sabía cómo empezar, pero sí con qué me iba a encontrar, estaba seguro de ello. Él me había enseñado a hablar el dialecto, no tendría dificultad. Junté todo lo que me podía ser de utilidad para el viaje: los antecedentes del Nono, su atesorado pasaporte, algunas viejas cartas de su familia, fotos, aunque no la lata de galletitas.

Luego de meditarlo mucho decidí repetir su historia lo mas fielmente posible. Conseguí viajar en barco haciendo el trayecto inverso. El buque no era de humeantes chimeneas negras ni de camarotes colectivos, pero el mar que describía era el mismo que admiraba yo desde niño, cuando me contaba de grandes olas, de peces voladores, de tormentas y de extraños puertos. Todo era igual en mi memoria. Gocé cada momento guiado por su estrella, solo necesitaba mirar al cielo en las noches y sabía que él estaría ahí, disfrutando conmigo. Me quedaba en cubierta hasta ver el amanecer esperando el sol y los peces voladores caer como tantas veces los había visto en sus relatos. Todo lo viví con fruición. Sentía que bajábamos juntos en puertos exóticos y coloridos.

Al entrar al Mediterráneo, calmo, soleado, sentía en mi interior el ansia de llegar aunque la otra parte temiera pensando cómo iba a ser todo. También a ellos en otra época y en otras circunstancias les había tocado pasar por esas emociones. Ahora estaba frente a la farola de Génova, la sentía familiar de tanto haberla oído y visto en cartoline y que tantas décadas atrás nos había despedido, ella hizo que sintiera en mi pecho golpes, de dentro hacia afuera, como cañonazos que en corazones transitados de años podrían destruirlos. La primera prueba pasó resbalando en lágrimas. Y vendrían otras con todas las muestras de que llevaba al Nono en mí, a cada paso se cerraba la garganta, se retorcían los intestinos, se nublaba la vista.

El cruce a la isla, una noche en traghetto, iba templándome y la aproveché para practicar mi dialecto con ocasionales compañeros de viaje. Resultó buena la experiencia pues entendí perfectamente y no les extrañó mayormente mi acento. Poco a poco me fui convirtiendo en el muchacho que el Regina Elena había depositado tanti anni fa en los muelles porteños.

En Olbia alquilé un automóvil e inmediatamente, como urgido por el mandato ancestral, me dirigí a Tempio. A medida que me acercaba al pueblo rodando por modernas rutas asfaltadas, aunque algo distinto el trazado a aquellas recordadas, pero siempre bordeando el río, las viñas y el nuraghe. Me sentía acompañado por Trípoli, su/nuestro perro, al que imaginaba aparecería en cualquier recodo del ascendente camino. Por fin llegó el pueblo. En la plazoleta encontré mucha gente, justamente era día de mercado. Dejé el auto y me mezclé con ellos entre alimentos, ropas, enseres y artículos electrónicos que le daban un anacronismo difícil de entender. A nadie llamó la atención este recién venido. Era él que volvía en otro envase. No encontré gente de su generación, seguramente ya no quedarían muchos en el pueblo, pero los que quedaban me daba la sensación de que eran también los mismos que habíamos dejado hacía tiempo, los sentía mis amigos, mis familiares, teníamos rasgos comunes que nos identificaban. Hice alguna compra, como para ratificar mi identidad, cada vez mas seguro de mi mismo, luego despacio, caminando por las estrechas callejuelas siguiendo por instinto la pendiente que por años habíamos transitado con el Nono, llegué a la fontana y allí a unos 50 metros a la derecha encontré el alcornoque que yo conocía, obstruyendo toda la entrada de la antigua casa. Me fui acercando despacio. Lo examiné, tenía los daños que cada tanto dejaban su tronco desnudo. Los mismos casi que tenía cuando nos fuimos. Mientras lo acariciaba con afecto, suavemente, como a una maravillosa joya, sentí claramente una voz un tanto gastada que desde dentro de la casa me decía:

—Sei tu Giusseppe?, avanti, avanti.

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