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Se expresan los adultos mayores

Ayer ficción, hoy triste realidad

Nestor Gómez

En los últimos tiempos, vemos a diario los repetidos episodios que – dentro de la violencia generalizada- castigan cruelmente a nuestra sociedad y, de modo particular, a los hoy llamados adultos mayores nueva forma de denominar a quienes hasta hace poco tiempo eran simplemente "los viejos", sobre quienes se ha ensañado una nueva categoría de delincuencia, alejada totalmente de los códigos respetados hasta no hace muchos años por los individuos dedicados al delito. Basta que tomemos el diario y ya en su primera plana nos encontramos con el anticipo de noticias, desarrolladas luego en detalle, de ataques a ancianos, a los que los "clichés" de la jerga de dulzona hipocresía llaman tiernamente "abuelitos" (tengan o no nietos), "jubilados" (aunque sean plenamente activos), sexagenarios, septuagenarios u octogenarios, (aunque nunca utilizan el término "novenarios", supongo que para no caer en confusiones con la práctica católica de orar durante nueve días continuos).

Al sufrimiento natural que experimentan los involuntarios protagonistas de estos hechos, se suma la morbosidad televisiva que, haciendo gala de los más bajos recursos, recrea las torturas soportadas por los sobrevivientes y los acosan impiadosamente con preguntas tan impertinentes y estúpidas como ésta: "¿ Como se siente, doña María "?...(Y como se va a sentir la pobre si, además de afanarle hasta el magiclick, le dejaron la cara machucada como tomate de la fila más baja del cajón…) pero el que le refriega el micrófono, va por más y le dice : "Pero, me dijo su vecina que, además, la patearon en distintas partes del cuerpo,…porque no le muestra a la cámara un poquito?" Y doña María, aún no recuperada del shock y atontada por el despelote de vecinos, familiares y amigos que se empujan para entrar en la imagen, se olvida de su pudor y se levanta la bata hasta el borde (inferior) del calzón.

Otra muestra del sadismo mediático: Luego de haber relatado lo ocurrido con el énfasis de un locutor deportivo y el detallismo de un coleccionista, le sacuden a la víctima la consabida pregunta: "Don Pascual, cuéntenos que le pasó, la gente está ansiosa de saber lo ocurrido, aquí en su propia casa." (donde va a ser si están en la vivienda y además la gente no está ansiosa porque –lamentablemente- esto es noticia pero no es novedad, y lo que le importa al espectador es el pronóstico meteorológico, los resultados del fútbol a los hombres; y los chismes del espectáculo,a las mujeres.) . Pero don Pascual, contento de estar vivo y de salir en la tele, responde: "Y que me va a pasar. Primero me pusieron el "fierro" en la panza, después me ataron, me pincharon con el tenedor del asador, hasta que les dije donde tenía escondida la guita." El notero incansable,sigue indagando: "Pero usted es jubilado, no tendrìa mucho,¿no…? " (…de paso,mete la púa contra la Anses). Y el flamante asaltado, retruca: "Pará pibe, no prejuzgés, yo tengo en Avellaneda un comercio de chatarra y levanto cualquier cantidad .Así que lo que me afanaron es un tocazo , no te digo cuanto es, porque después seguro me vienen a secuestrar." El joven cronista no se entrega. ¿Y otras cosas, además del dinero? Cortante y gráficamente el "empresario en metales" le dice: "Mirá con lo que se llevaron pueden abrir un negocio de electrodomésticos, con eso te digo todo."

Dejando de lado la inclemente indagatoria, lo cierto es que la frecuencia y duración estos sucesos, impulsan a meditar profundamente sobre la contradicción de este desgraciado fenómeno, que es un segmento especial de la inseguridad que vivimos a diario, no sólo en las grandes ciudades, sino que se ha extendido a pueblos del interior.

Si repasamos diversas culturas históricas (Oriente, Grecia , Roma) fácil es advertir el respeto que esas comunidades tenían por sus ancianos, a punto tal que reunidos en Consejo tomaban decisión sobre los aspectos mas trascendentes referidos, por ejemplo, a las reglas de la vida urbana, a la salud pública y aún a las grandes cuestiones cívicas y políticas como decidir una guerra o mantener a sus pueblos en paz. Lo mismo ocurría en las sociedades precolombinas y aún se mantiene en ciertas etnias indígenas en la actualidad.

En cambio hoy, se percibe claramente una actitud de ensañamiento especial evidenciado en el hecho de que aún consumado el robo y frente a víctimas inermes se tortura y se mata por el sólo placer de hacerlo.

Política y sociológicamente se intenta explicar esta patología en base a la falta de trabajo, la pobreza o indigencia, el hacinamiento, el deterioro de la familia, la deserción escolar, el alcoholismo y la drogadicción, las barras futbolísticas y musicales "las tribus urbanas, los "punks" etc. Sin duda que estos factores constituyen una realidad indiscutible, pero que no siempre bastan para entender semejante locura, pues no todos los desocupados roban y matan; tampoco todos los que así actúan lo hacen por hambre o por problemas familiares; muchos, mal o bien, asisten a colegios; la violencia de las barras bravas no es algo nuevo, y adictos hubo siempre.

Lo que se ha agregado para dinamizar aceleradamente este proceso, es el odio al otro, al distinto; en el caso a los ancianos representativos de una época de paz, de concordia social, de educación y de trabajo, de costumbres dignas y honestas. Es el odio a una clase social distinta que no se funda en el dinero ni un nivel social de holgura. Es, simplemente distinta, razón suficiente para ser victimizada.

Es una lucha desigual e insensata entre dos grupos sociales: los jóvenes que no reconocen límites ni controles, leyes ni autoridades; contra los viejos que deben ser destruídos para que se imponga el imperio del caos y la impunidad.

De ahí nuestra impotencia frente estos hechos aberrantes que, mayoritariamente,quedan sin sanción por la ineficacia policial y la lentitud judicial.

Por otra parte, a diferencia de ráfagas de violencia que estallan en países tan impensables como Francia, entre nosotros la cuestión no es episódica ni constituye una mera "moda", sino que se ha instalado en nuestro medio, triste es decirlo, con vocación de larga permanencia y sin solución a la vista.

Hace pocos días, cuando un periódico local hacía una larga reseña de estos hechos, tuve la sensación de haber leído –mucho tiempo atrás- una obra literaria premonitoria de un panorama similar, en su esencia, a este triste presente.

Buceando en mi memoria acerté a recordarla. Se trata de la novela de Adolfo Bioy Casares, titulada "Diario de la guerra del cerdo" escrita en l968, que es una profética crónica de una lucha implacable entre viejos y jóvenes. En ella el protagonista, un inofensivo y sedentario jubilado, de pronto descubre que el proceso de sustitución generacional se ha acelerado de un modo abrupto. Bandas de robustos muchachones recorren Buenos Aires (el autor no indica la época, pero es perceptible que la acción transcurre en la década de los años ’30) a la caza de viejos débiles y tontos, quienes se ven obligados a organizarse mediante defensas tan elementales como inútiles, intentando aprender a moverse con prudente temor en una ciudad fantasmagórica, apenas iluminada por las antorchas de una guerra invisible, real y simbólica a la vez. Una guerra que se libra contra grupos rivales, pero también contra un enemigo común: el inexorable paso del tiempo; esto es, para los jóvenes borrar la presencia de la vejez, y para los viejos evitar que el hecho natural de la muerte no se anticipe a lo que ellos desean como un acontecer razonablemente lejano.

De pronto esa ficción literaria de ayer se ha escapado por un resquicio de la caja de Pandora y salta ante nosotros, estremeciéndonos con la cruel realidad del presente.

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