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Se expresan los adultos mayores

Mi hada perdida

Australopitecus

Dra. Rafael Smud

2da Mención en el 1er Concurso Literario (género Cuentos)
organizado por la Asociación de Médicos Jubilados de la Provincia de Buenos Aires.

Llegué para dar mi clase de piano. Como de costumbre Sara, mi profesora, se ocupaba de mis dedos de niño de casi siete años, mientras yo miraba a Susana, su hermana. El hada buena de uno de mis libros infantiles era como ella, hermosa y muy blanca, Me detenía más en esa figura que en el cuento, que lo sabía de memoria. También en Susana. Cuando estaba cerca desviaba la vista del pentagrama para mirarla y recibía una palmada de Sara. El hada y Susana, Susana y el hada se me confundían.

Llegaron los días de carnaval que esperaba ansioso y los juegos con agua. Cuando el bombazo del mortero anunciaba la hora, salíamos corriendo a perseguir a las chicas, con baldes y globos bien llenos. Ellas se defendían con las mismas armas. Regresaba cansado y empapado.

A la noche, frente al club, tenía lugar el tradicional corso. Me atraían la música y los ruidos que percibía desde mi cama. También los carruajes y las máscaras que veía preparar para el desfile. Pedí permiso para ir, aunque sea un ratito, prometiendo volver temprano, pero me lo negaron. Yo era un niño obediente Fui a mi habitación secándome las lágrimas. Pero era tan intenso mi deseo, que decidí escaparme. Esperé los suaves ronquidos de mis padres en la habitación contigua. Me vestí y saltando el alambrado del terreno corrí hasta el corso. Eran dos cuadras con luces muy brillantes, con halos de polvo y humo Contrastaban con la mortecina iluminación de las calles de mi pequeño pueblo.

Andaba como aturdido con ese olor que aún percibo: una mezcla de perfumes y del polvo de la calle de tierra. Unos disfrazados y otros de paisanos, pero todos estaban como enloquecidos. No alcanzaban las dos cuadras para contener a tantos El suelo estaba cubierto de serpentinas y papel picado.

Sentí la necesidad de apartarme de ese batifondo, aturdido también por los ruidos de matracas, cornetas, bocinas, las voces y los gritos de esos cientos de personas.

Para alejarme llegué al patio trasero del club, apenas alumbrado, en el que había parejas caminando o conversando. De la parte más lejana del tapial me llegaron ruidos extraños. Curioso cómo era, me acerqué para mirar. Cuando me aproximé, algo se movía y, esos ruidos, que eran voces y raros quejidos cesaron al aproximarme. De pronto, iluminada por la luna, vi al hada apoyada en la pared y la espalda de un hombre. Unas manos le levantaban el vestido y me asombraron los altos muslos, más blancos que los brazos y el rostro. No entendía muy bien qué estaban haciendo, pero algo sabía. El rostro enojado de Susana me gritaba:

—¡Salí de acá, mocoso de mierda!

Me alejé corriendo y no me detuve hasta saltar de nuevo el alambrado y meterme en mi cama con la sábana tapando mi cabeza. Fue mi primera desobediencia y mi primer desencanto.

Durante dos semanas me negué a seguir con las clases de piano. Regresé a ellas después de mucho hacerme rogar. Quedó sola, la imagen de mi libro. No miré más a Susana.

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